IV. Personas y lugares
EL GENERAL DE LA ALEGRÍA
Con este apodo se conoció, en la Lima de los años cincuenta del siglo pasado, al general Manuel Apolinario Odría, presidente del Perú. Un golpe de Estado lo llevó al sillón presidencial y si mal no recuerdo un golpe de Estado lo sacó de ahí, cumplidos los ocho años de su gobierno conocido también como el Ochenio. Odría fue apodado el General de la Alegría por sus juergas palaciegas, en una de las cuales sufrió una caída que lo dejó ligeramente cojo para siempre. Su gobierno coincidió con una bonanza de las exportaciones peruanas, lo cual mantenía muy llenas las arcas del Estado, que Odría dedicó en muy gran parte a la construcción, por ejemplo, de las Grandes Unidades Escolares, del Estadio Nacional, del Hospital del Empleado y muchas obras públicas más que hicieron conocida su manera de gobernar, que ha pasado a la historia como la demagogia de cemento. Lo cierto es que bajo su gobierno la moneda nacional, tan fluctuante por aquellos años, mantuvo intacto su valor.
Manuel Apolinario Odría fue natural de Tarma, en la sierra central del Perú, ciudad en la cual dejó también muchas obras públicas, empezando por el Hospital Regional del Centro del Perú, que fue de gran alivio para las poblaciones de las ciudades aledañas. Construyó también una catedral demasiado grande, sin duda, para una ciudad como Tarma, pero la guinda del pastel fue, qué duda cabe, el Hotel de Turistas de Tarma, hoy parte del consorcio hotelero Los Portales.
Mi padre, que en su infancia y adolescencia había vivido y trabajado en Jauja, ciudad situada en los Andes centrales del Perú, solía hacer viajes a Tarma durante los inviernos limeños. A mí aquellos viajes, más bien paseos, realmente me encantaban y siempre fui acompañante de mi padre en esos trotes. Tarma era nuestra parada más frecuente y ahí nos alojábamos en el Hotel de Turistas de esa ciudad, que hasta hoy es un estupendo hotel. Incluso estuvimos presentes cuando se inauguró el hotel con bombos y platillos, aunque la verdad es que no recuerdo si el General de la Alegría estuvo presente o no. Cuenta la leyenda que los planos del Hotel de Turistas de Tarma, un edificio desproporcionado para esta ciudad, por lo grande, estuvieron originalmente destinados a Arequipa, la segunda ciudad más visitada por los turistas después del Cusco.
Hace muy poco volví a ir a Tarma, me alojé en el Hotel de Turistas y estuve, como siempre, de visita en la finca de la familia Santa María, donde ocurre aquel estupendo relato de Julio Ramón Ribeyro titulado Silvio en El Rosedal.
Pero volviendo a Lima y a Manuel Apolinario Odría, el General de la Alegría, pienso ahora que en el fondo el muy buen trato que tuvo hacia mi abuelo Francisco Echenique Bryce fue motivado o derivó, por lo menos, en una amistad. Mi abuelo era por esos años presidente del Club Nacional y me parece que invitó al General de la Alegría a ser socio. Por lo demás, debo repetir ahora que todo aquello del enriquecimiento de Odría durante el Ochenio es una versión muy alejada de la realidad. No niego, por ejemplo, que alguna casa que se le ofreció puede haberla vendido o regalado, pero lo cierto es que vivió y murió en la casita de la calle Vargas Machuca, cercana al Estadio Nacional, que le perteneció siempre. Muerta ya la señora María Delgado de Odría, que algo tuvo de la Eva Duarte de Perón, de la Argentina, pues como ella realizó grandes y constantes obras sociales, Odría continuó en su casita de siempre y con su cojerita de siempre, atendido por un muchacho que lo ayudaba a caminar. Esta es una escena que vi con mis propios ojos y que recuerdo nítidamente.
CADA CUAL PEOR QUE EL OTRO
Hay el que inspira piedad,
hay el que da risa
y hay el que da miedo.
1
Andábamos de copetineo Julio Ramón Ribeyro y yo, una noche de viernes, en el barrio de Pigalle. Era una noche de primavera y Julio Ramón, superadas ya sus terribles operaciones, se había atrevido a beberse unas copas de tinto en el interior de un bar, en un lugar tan lejano de la Place Falguière, su barrio. Un silencio sepulcral nos acompañaba desde hacía rato y Julio Ramón, sintiéndose incómodo y mal servido en ese bar, decidió que camináramos unas cuadras hasta un lugar menos malevo que aquel en que nos encontrábamos. Finalmente, decidimos trasladarnos al interior de otro bar menos concurrido y mejor atendido. Tuvimos suerte de encontrar dos asientos libres y en ellos nos sentamos. Pedimos unas copas más y empezamos a conversar sobre la obra de Stendhal. Para mí Stendhal era el más grande escritor del mundo y sus alrededores, y autores como Svevo y Proust eran también tan inmensos como el citado, y para Julio Ramón no había comparación entre libro alguno y Madame Bovary.
La noche transcurría serenamente cuando un músico de esos que canta primero y pasa la gorra después se puso casi al lado nuestro. Venía de la calle con un tremendo poncho y un chullo que, a nuestro parecer, solo podía provenir del Perú.
Acto seguido el individuo este nos miró atentamente a Julio Ramón y a mí y se arrancó con un guitarreo y entonó nada más y nada menos que «El cóndor pasa». Y así, entre las habituales palmas se sacó el chullo y empezó a pasarlo entre un público que debía ponerle algunas monedas. Y cuando se acercó a Julio Ramón y a mí este último me dijo:
–Alfredo, por favor, préstame unas monedas para nuestro compatriota.
–No puedo, viejo, con las mías basta. Son muy pocas, pero a este cantante no le queda más remedio que conformarse.
Total que nuestro cantante terminó con sus canciones y abandonó el lugar sin duda alguna para irse a buscar otro bar donde cantar para que le dieran algunas monedas más.
Pues mil años después el guitarrista Alan García Pérez, el hombre del chullo, el poncho y la guitarra, llegó a ser presidente del Perú y a mucho mérito. Yo andaba entonces de visita en Lima y Alan García Pérez había empezado con un turbulento y enloquecido mandato presidencial que ha pasado como un ejemplo de pésimo gobierno en la historia del Perú contemporáneo, y, para mayor honra y mérito entre otras mil cosas, había empezado con unos acontecimientos públicos llamados SICLA, en los que no se limitaba a invitar a alguien que fuera famoso por su música, literatura y arte en general. Pero desde entonces el desorden de los famosos SICLAS era total y daba la peor imagen del Perú. Disparates hubo, y mil, como la invitación a Gabriel García Márquez, para condecorarlo con la Orden del Sol, suprema distinción que el Perú otorga a los artistas, intelectuales y escritores. Por supuesto que la Orden del Sol debía ser entregada a Gabriel García Márquez, quien pocos días antes ya había declinado tal honor. Y como Mario Vargas Llosa y el presidente García Pérez no tenían una buena relación, no tuvo mejor idea que darle la Orden del Sol a Julio Ramón Ribeyro. Conocida es la historia según la cual Julio Ramón, que nada sabía de estos intríngulis, se encontró con que había sido galardonado por el gobierno del presidente García Pérez.
Ya después de todo esto Julio Ramón, eterno flaco, me contó que casi lo habían dejado entre la vida y la muerte con el imperdible de aquella condecoración de mierda, que le habían clavado en el pecho, casi mortalmente.
–¿Y tú, Alfredo –me preguntó Julio Ramón–, qué haces por aquí? Sin duda, algo tienes que hacer en Lima.
–No solo no tengo nada que hacer, sino que ni siquiera he sido invitado al dichoso SICLA, un evento en el que muchos de los invitados no saben qué hacer y ni siquiera imaginan qué diablos quiere decir esta fanfarria.
–Alfredo, ¿tú te acuerdas de la noche aquella en Pigalle, mucho antes de que García Pérez soñara con ser presidente y llevaba puestos un poncho y un chullo?
–Recuerdo perfectamente cuando empezó a pasar el chullo en busca de unas monedas. Yo le di algunas por los dos en vista de que tú andabas sin un cobre esa noche. Pues craso error, hermano. Como puedes imaginar, yo no entiendo por qué García Pérez me odia tanto, si yo nunca le he hecho un favor.
–Te odia, viejo. Le hiciste un favor y te odia.
Minutos después, mientras Julio Ramón y yo dábamos cuenta de un buen par de pisco sours en el Club de la Unión, él recordó una vez más la historia del SICLA y de por qué Alan García Pérez me había borrado sin duda de la lista de invitados.
–¿Por qué? –pregunté yo.
–Pues porque le diste un par de monedas aquella noche en que cantó «El cóndor pasa».
–¿Tú crees que a eso se deba todo?
–Por supuesto, viejo. Alan García Pérez se sintió humillado por la propina que le dio un compatriota, sobre todo, y, como leí en un libro alguna vez, uno no sabe el odio tan inmenso que puede sentir una persona a la que se le ha hecho algún favor. Es la historia de un resentimiento y nada más.
–«Piedad, piedad para el que sufre, piedad, piedad para el que llora», como la letra de una canción de mi infancia, carajo.
2
El golpista general Juan Velasco Alvarado era lo que en el Perú se conoce como un cunda, un avivato. Conocedor de mi amistad con Julio Ramón Ribeyro, a quien él conoció cuando fue agregado militar en la embajada del Perú en París, le dio por invitarme a Palacio de Gobierno, por las anécdotas que se contaban de esa relación. A Velasco se le debe una catastrófica reforma agraria, la nacionalización de la International Petroleum Company, que pasó a llamarse Petroperú. Quiso también que todos los empleados públicos vistieran una guayabera blanca, casi, como un uniforme veraniego. En fin, la reforma agraria tuvo un resultado más que mediocre, como todas las otras reformas que puso en marcha, entre las cuales cabe mencionar la de pesquería y las impulsadas por varios ministerios más, para los cuales se construyeron gigantescos edificios como el de Guerra, bautizado como el Pentagonito.
Llegado el día en que Juan Velasco Alvarado me invitó a tomar unas copas con él, desembarqué en Palacio de Gobierno a las ocho en punto de la noche y me encontré con un hombre de estatura media, que llevaba un impecable uniforme militar. Me recibió con un fuerte apretón de manos y casi de entrada me dijo:
–Usted me va a perdonar, pero yo no he leído ninguno de sus libros. Un hombre como yo, que tiene sobre sus hombros el destino de un país entero, no puede darse el lujo de andar leyendo libritos. Mi esposa lee a algunos autores peruanos pero la verdad es que nunca me ha hablado de usted, salvo la vez aquella en que me hizo llegar un pedido de ayuda para su amigo Julio Ramón Ribeyro.
–Sí, mi general, yo estuve entre los peruanos que redactamos aquel pedido. Todos quedamos muy agradecidos por su ayuda.
–Yo solo cumplí con mi deber, señor Bryce. Eso es todo. Pero, bueno, qué tal si ahora nos servimos un buen whisky.
–Encantado, presidente.
Y ese fue el momento en que un edecán recibió el encargo de servir las copas. Después de un rato volvió con una bandeja en la que había dos vasos muy feos, una hielera horrorosa y dos botellas de whisky coronándolo todo.
–¿Nos sentamos, señor Bryce?
–Sí, presidente –le dije, y como él se sentó en un lado del sofá delante del cual había una mesita sin duda destinada a nuestros vasos y a las botellas de whisky, yo opté por sentarme al otro extremo del sofá.
Varias copas más tarde, Velasco y yo caímos en una tan divertida como absurda plática acerca del precio que tiene todo ser humano.
–Para serle sincero, presidente, a mí nunca se me ha ocurrido pensar en cosas como esas.
–Y Judas, amigo Bryce, Judas vendió a Jesucristo por trece monedas, ¿no es cierto?
–Pues sí, presidente, así es. Parece que hasta Cristo tuvo su precio.
El edecán se acercó una vez más para llenar nuestros vasos y, aunque parezca mentira, recién entonces caí en cuenta de que lo que estaba tomando el general Velasco era té. En efecto, yo ya me había dado cuenta, desde el comienzo, de que al general le servían el whisky de una botella muy distinta a la mía, lo cual me pareció tan raro que le pregunté:
–Presidente, no entiendo por qué bebe usted un whisky distinto al que invita.
–Es que este whisky me lo ha mandado el embajador de Gran Bretaña. Es el whisky que bebe la familia real, nada menos. Perdóneme, pues, pero por gratitud a Su Majestad británica y al embajador no puedo invitarle a usted este whisky. Además el whisky que le han servido a usted es de primera y de una primera muy especial.
Varios vasos después, la conversación con el general había desembocado nuevamente en el asunto de Judas y las monedas. Todo hombre tenía su precio, según él.
–¿Y cuál es su precio, señor Bryce? –agregó.
De pronto el general se puso de pie y, mirando su reloj, repitió su pregunta y agregó la cantaleta esa de Jesús y las trece monedas.
–¿Cuál es su precio, por última vez, señor Bryce? Yo tengo que irme, pero antes tiene usted que decirme cuál es su precio. Dígame usted su precio y mi edecán lo llevará donde el chofer que lo llevará a su casa.
–Bien, presidente –le solté–. Mi precio es que me nombre embajador en Venecia.
–Estupendo, Bryce, ya tengo su precio, será usted embajador en Venecia.
El general sonrió complacido y se dirigió hacia una salida de aquel salón.
Yo me iba ya hacia la otra puerta del salón, acompañado por otro edecán que debía llevarme hasta el auto, cuando de repente oí que Velasco me gritaba, casi:
–Oiga, Bryce, no me crea usted cojudo. En Venecia no hay embajada peruana ni nada que se le parezca. Buenas noches.
3
Al final de los noventa, estando ya Fujimori en la presidencia del Perú, después de un golpe de Estado del 5 de abril de 1992, todo parecía augurar que tan oscuro personaje era de los que no suelta el poder más que por la fuerza. Fujimori no era un primerizo en el dudoso arte de ejercer el poder, como muchos pensaban entonces. Por algunos libros que leí, me enteré de que era más bien un astuto personaje cuyas trampas y demás fechorías lo habían llevado a todo tipo de manipulaciones en su afán de conquistar y conservar el rectorado de la Universidad Nacional Agraria La Molina. Algunos alumnos, entre los cuales había uno apodado La Mula, se burlaban de él diariamente de una manera tan grosera y despectiva como era la de ingresar al salón de clases y, al pasar por el asiento de Fujimori, soltarle diariamente la misma estupidez: «Japonés, un blanco os saluda», todo esto acompañado por una despectiva reverencia.
Y así hasta el día en que se lanzó de candidato a la presidencia del Perú, con todas las malas artes que lo habían llevado a hacer una carrera de golpista en el ámbito académico.
La historia es bien conocida. La derecha en el Perú se unió toda para real...