Uno
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Se conocieron en una web de contactos para personas divorciadas. Su perfil era bastante impersonal y precisamente por eso le escribió. Cuarenta y dos años, divorciado una vez, residente en Guivataim. Sin ese «estoy dispuesto a comerme el mundo» ni ese «estoy en proceso de búsqueda de mí mismo y quiero hacerlo contigo». Dos hijos. 1,77 m. Con estudios universitarios, trabajador autónomo con buen nivel económico. De origen askenazí. Tendencia política: casilla vacía. También estaban vacíos otros apartados del perfil. Tres fotografías. Una de hace mucho tiempo y las otras dos parecían más recientes. Y en todas su rostro transmitía cierta tranquilidad, aunque no era nada especial. No estaba gordo.
Su hijo, Erán, había empezado a ir a terapia, y su psicólogo le había dicho que le vendría bien al niño ver que ella, además de lamentarse, continuaba haciendo su vida. Así que trató de que ambos volvieran a la rutina: cena a las siete, ducha y después una serie de televisión. A continuación, los dos preparaban la mochila para el día siguiente. A las ocho y media o nueve menos cuarto Erán ya estaba en la cama. Ella todavía le leía cuentos, aunque él ya sabía leer, porque aún no convenía dejar de hacerlo. Luego, se sentaba frente a su ordenador de mesa en una esquina del salón e iba mirando perfiles, leyendo mensajes, a pesar de que tenía claro que no iba a responder a ningún hombre que le escribiera. Ella prefería llevar la iniciativa. Aunque era ya finales de marzo, se ponía un jersey por la noche. A veces, en el momento de meterse en la cama sola, caía una lluvia fina.
Le mandó un mensaje: «Me gustaría conocerte», y él respondió dos días después: «Perfecto. ¿Cómo?»
Se escribieron a través del chat.
–¿Dónde das clase? ¿En un colegio de primaria? ¿O en un instituto?
–En un instituto.
–¿Puedes decirme el nombre?
–Prefiero no dar detalles de momento, pero está en Holón.
Ella se mostraba prudente, él todo lo contrario. Todas las casillas que estaban vacías en su perfil se fueron rellenando con cada conversación. Montaba en bicicleta, sobre todo, los sábados en el parque Yarkón. «Después de años sin cuidarme empecé también a ir al gimnasio. Un placer.» A ella no le parecía que eso se percibiera mucho en las fotos. Era abogado, «no es uno de esos grandes hombres de negocios, sino un abogado autónomo con un pequeño despacho». Se ocupaba principalmente de tramitar pasaportes polacos, rumanos y búlgaros para israelíes con antepasados en esos países. Llegó a dedicarse a esto tras trabajar varios años en el departamento jurídico de una agencia de empleo que traía trabajadores extranjeros de Europa del Este y, gracias a eso, entabló relaciones con personal de los Ministerios del Interior de esos países. «¿No necesitas un pasaporte polaco?», le preguntó. Y ella le escribió: «Imposible. Mis padres son de Libia. ¿Acaso tienes relación con Gadafi?»
Algunas compañeras del instituto la advirtieron de esos chats. Le decían que no te podías creer lo que allí contaba la gente. Pero él no contaba de sí mismo nada fuera de lo normal; al contrario, daba la impresión de que se esforzaba por no parecer nada especial. Después de varios días de conversar a través del chat, él le preguntó:
–¿Al final qué? ¿Nos vemos?
–Sí, al final sí –escribió Orna.
Jueves, a las nueve y media de la noche. Principios de abril.
Él propuso que fuera ella quien fijara el lugar y Orna decidió quedar en el café Landwer junto a la plaza Habima, en el centro de Tel Aviv. Tres días antes del encuentro, ella fue al psicólogo de Erán y le habló sobre todo de sí misma. El psicólogo le sugirió que quizá a ella también le vendría bien hacer terapia. Ella entonces se rió. Se disculpó por haberle contado más de la cuenta y le dijo que no tenía dinero. De hecho, podía pagar el tratamiento de Erán gracias a su madre.
El psicólogo le aconsejó que no ocultara su primera cita con aquel hombre, pero que tampoco le diera mucha importancia. Era preferible que no le pidiera a su madre que cuidara a Erán ni que le dejara en su casa para dormir, porque así ella estaría más nerviosa y acabaría contándole a su hijo más de lo necesario. Era mejor que llamara a la baby-sitter que cuidaba a Erán cuando ella y su ex se iban al cine. Y si el niño le preguntaba con quién salía, Orna podría decirle: «Con un amigo.» Y si le preguntaba qué amigo, ella le podía decir que un amigo que él no conoce llamado Guil.
Tel Aviv estaba atestada de gente. Los atascos empezaban ya en la salida de Netivéi Ayalón hasta Dérej Ha Shalom y continuaban en la calle Ibn Gabirol. El nuevo aparcamiento subterráneo del centro cultural estaba lleno. Guil le mandó esa mañana a través del chat su número de teléfono y ella le mandó un sms para decirle que se retrasaría. Orna dio la vuelta para dirigirse al aparcamiento de la calle Kaplan y dejó allí el coche. Después se fue caminando a la plaza Habima, entre grupos de chavales que se iban de fiesta, chicos tatuados y con barba, chicas jóvenes y guapas y parejas de jóvenes con sus bebés. Tal vez ella debería haber propuesto otro lugar. La ropa que llevaba –unos pantalones tobilleros de tela blancos, una camisa blanca a juego y una fina chaqueta, también blanca– la hacía sentirse mayor, o peor que eso, una mujer mayor que quiere parecer una jovencita; sin embargo, lo primero que le dijo Guil la ayudó a sentirse menos rara.
–Pero ¿qué hacemos aquí? Yo me siento tan mayor.
Todo era mucho más extraño de lo que había imaginado. Eso de salir de repente con hombres.
Cuando llegó, él se levantó y le estrechó la mano como si estuviesen en una reunión de trabajo. Él se pidió un café con leche, así que Orna en vez de vino pidió una sidra caliente con un palito de canela. No estaba delgado, pero se veía que iba al gimnasio. Era más informal que ella vistiendo: unos vaqueros, un polo azul y unas deportivas blancas. Adoptó el papel de ser el que tenía más experiencia, pues ya había pasado por bastantes encuentros como ese.
–Por lo general, se habla del divorcio –dijo–, intercambiamos experiencias del campo de batalla. Es un poco como el servicio militar en la reserva. Es bastante deprimente, pero no me importa empezar yo.
–No, hablo de todo menos de eso –dijo ella.
Si bien sentía curiosidad por lo que él pudiera contar, no era capaz de hablar de su divorcio. Todavía era algo que le resultaba muy doloroso y que aún no había asimilado, y, a veces, hasta le parecía irreal. Incluso durante esa cita había momentos en que sentía que eso no estaba ocurriendo y que frente a ella estaba sentado Ronén. Guil le contó que tenía dos hijas adolescentes, Noa y Hadás. Fue su exmujer la que quiso divorciarse. Él, al principio, se opuso, quizá no por amor, sino por miedo.
A diferencia del caso de Orna y Ronén, su separación había sido un proceso largo. Su exmujer le propuso el divorcio, pero él logró convencerla para que intentasen salvar la relación. Después, por un tiempo fueron a terapia de pareja, pero finalmente él aceptó el divorcio. En su opinión, ella no le fue infiel y de hecho en ese momento no tenía pareja. Simplemente, dejó de amarle, de estar interesada en él, y quería probar algo distinto, no renunciar a vivir la vida; en fin, toda una serie de cosas que entonces no entendía o no quería entender y que ahora entiende mucho mejor. Al fin y al cabo, la ruptura mejoró la vida de todos, también la de sus hijas. No fue un divorcio complicado, quizá porque ambos son abogados y no tienen problemas económicos. Su exmujer se quedó en la vivienda familiar en Guivataim, y con el dinero que obtuvieron de la venta de la casa que habían comprado en Haifa como inversión, él se compró un piso de cuatro habitaciones no muy lejos de la casa de su ex. Estaba claro que no era la primera vez que él contaba esto, y lo hacía con un tono tan conciliador que hizo que Orna se diera cuenta de lo herida que estaba todavía, precisamente porque pensaba que su historia con Ronén era muy diferente; pero ¿y si no lo era tanto? Las frases que Guil había dicho en un tono seco: «Probar algo distinto», «No renunciar a vivir la vida», le estallaban por dentro como si fueran granadas.
Guil no se percató, o al menos eso esperaba ella.
–¿Cómo fue en tu caso? –le preguntó él.
–Distinto; tengo, tenemos un hijo de nueve años y no se lo tomó muy bien, pero prefiero no hablar de ello ahora.
Después ella ya dejó de estar allí. Guil se puso a hablar de su trabajo, de sus viajes cortos a Varsovia y a Bucarest, se interesó por la vida de ella, pero no insistió cuando vio que Orna se resistía. El tiempo pasaba despacio. La plaza Habima se llenó de gente a las diez y cuarto, y cuando las funciones de teatro terminaron, se vació. A las once menos veinte, Guil pidió una Coca-Cola Zero y le preguntó si quería comer algo, pero ella ni siquiera había pedido otra sidra pensando que pronto se terminaría la cita.
–¿Nos vamos? –dijo él poco después de las once.
–Sí, ya es muy tarde –contestó ella.
–Por mi parte, podríamos seguir chateando, si te apetece. También tienes mi número de teléfono –así se despidió de ella.
Orna quiso llamar a la baby-sitter para preguntarle si Erán ya estaba dormido, pero no pudo porque sentía que podía echarse a llorar.
2
Una semana después, ella le escribió a través del chat.
–Guil, ¿sigues ahí?
–¿Te refieres a aquí? Sí, puede que eternamente.
Orna se disculpó por aquella noche, le explicó que quizá aún no estaba preparada para una cita. Seguro que no se lo pasó muy bien con ella. Pero él le escribió: «En absoluto es así. Te entiendo perfectamente porque yo mismo he estado como tú. Así que nada de malos rollos. Quizá nos podemos ver más adelante.»
En el instituto comenzaba entonces la época de los exámenes finales, y por las noches tenía muchos que corregir. Ya había terminado de leerle a Erán El príncipe y el mendigo, de Mark Twain, y empezó a leerle El último mohicano precisamente porque eran historias que no tenían que ver con ellos, no hablaban de un niño enfrentándose a un divorcio, sino que contaban cosas de hace mucho tiempo y que ocurrían en lugares muy lejanos. Por la tarde comenzó a dar clases particulares a alumnos de otros colegios para no tener que pedirle a su madre más dinero aparte del que ya le daba para la terapia de Erán. Daba entre cuatro y seis horas a la semana y cobraba cien shekels la hora, y con eso podía ganar hasta dos mil shekels al mes, en metálico. En verano ya no daría clases particulares, pero también sacaría un dinero extra ya que se había apuntado para corregir los exámenes para obtener el título de secundaria.
Algunas compañeras de su instituto, sobre todo las menos cercanas, intentaron averiguar si estaba interesada en que hicieran de celestinas, pues conocían no pocos hombres que estaban buscando una segunda oportunidad en el amor, y si bien la mayoría eran una porquería, se podía encontrar tal vez a alguno que mereciera la pena. Orna rechazó la propuesta. En la web de citas apenas entraban dos o tres perfiles nuevos a la semana, por lo que se encontraba una y otra vez con las mismas caras y esas mismas frases que trataban de ocultar la soledad tras unas palabras hermosas: «Solo me conformo con un amor verdadero», «Busco una compañera para el viaje de la vida», «Hombre no convencional, totalmente auténtico, sin mentiras ni máscaras». Todos eran una pose, o no lo bastante delgados, o demasiado jóvenes, hombres de veintiocho o treinta años, y que Orna no entendía qué buscaban allí, así como tampoco comprendía por qué ella se pasaba días mirando en una web sin tener realmente intención de nada. Incluso cuando le escribió a Guil para proponerle quedar otra vez lo hizo sin haberlo planificado antes, fue una decisión tomada en el momento, aunque fuera algo que se le había pasado varias veces por la cabeza.
Unas horas después, él respondió:
–Me encantará, pero solo si no lo haces porque te doy pena.
Orna le mandó un emoticono de smile y a los pocos minutos añadió:
–¿Y vale si es por pena de mí misma?
La Pascua terminó. Fue una noche de Séder triste, la primera después del divorcio. Solo ella, Erán y su madre en casa de la familia de su hermano en Karkur. Como siempre, demasiada comida y, sin querer, conversaciones dolorosas. Nadie mencionó a Ronén. Erán se pasó toda la noche pegado a ella, sin jugar con los hijos de su hermano y sin participar en la búsqueda del afikomán. Al día siguiente, en la mañana de fiesta, se despertó unos minutos antes de las seis. El cielo estaba cargado de nubes que anunciaban lluvia y hacía un frío inesperado. La ropa de invierno de ella y de Erán ya estaba guardada en el altillo del armario. No sabía cómo iban a pasar esos días de fiesta.
También la baby-sitter estaba con exámenes finales, así que solo tenía libre el martes, pero justo ese día le venía bien a Orna. Eran noches tranquilas, con menos gente de fiesta por las calles. Guil le escribió: «El martes ya había quedado con otra chica, pero si es el único día que puedes la próxima semana, anulo la cita.» Su sinceridad, en vez de alegrarla, le produjo asco y pensó en no quedar. «Estoy en un mercado de la carne», pensó. «Yo soy parte de ese mercado.»
Quizá no había forma de evitarlo.
–¿Esta vez podemos no quedar en Tel Aviv? –le preguntó Orna.
–Claro, quedamos donde te sea más cómodo. ¿En Yafo? ¿Guivataim? ¿La Marina en Hertzliya?
–¿Guivataim no está demasiado cerca de tu casa?
Ella pensaba en sus hijas, que podían pasar por delante del café, y en su ex.
–Sí, muy cerca, pero de verdad que no me importa el lugar. Por aquí han abierto varios sitios muy agradables en la calle Katznelson, pero puedo ir a otro sitio.
Ella no estaba nerviosa antes de la segunda cita y eso era extraño. Era como si fuera a quedar en una cafetería con alguna compañera del trabajo o como si, en realidad, Guil fuera un «amigo», tal y como le dijo a Erán.
Orna iba vestida muy informal y casi sin maquillar, puede que para hacerle ver veladamente que ella no se regía por las normas del mercado de la carne. Él de nuevo iba vestido de sport, con los mismos vaqueros y las mismas deportivas blancas, pero esta vez con una camiseta blanca sin botones. A ella le pareció un poco más delgado aunque en Pascua la mayoría de los hombres en Israel engordan. Cuando Orna entró en el café, se besaron en la mejilla. Ella volvió a llegar tarde porque le costó aparcar en Guivataim. Fue un beso de amigos, de personas que ya se han visto más de dos veces. Guil olía a un perfume que no conocía, pero que enseguida la atrajo. Un olor muy dulce, como de chocolate, que hacía imposible no querer olerlo de nuevo.
Ella trató de no estar tan tristona y ser más habladora, so...