Los enemigos
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Los enemigos

O cómo sobrevivir al odio y aprovechar la enemistad

  1. 152 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Los enemigos

O cómo sobrevivir al odio y aprovechar la enemistad

Descripción del libro

Después de su Revancha, Kiko Amat reflexiona sobre los cimientos de la enemistad: el odio de clase, la desvalidez infantil... y la omnipresencia de la violencia.

Este libro es un manual para comprender la enemistad, la fijación con lo antipódico, las acciones por despecho y el odio (con ocasional elevación) que suele acompañarlas. También es una confesión de estupidez en primera persona, una clase práctica sobre la utilidad del rencor y la venganza (la tirria indeleble como eficaz motor vital y artístico), y un lamento persistente por todo lo enunciado. En él hallarán reflexiones sobre los enemigos equivocados, los enemigos usables, los enemigos naturales, los enemigos invisibles (enemigos con piel de amigo), los enemigos instantáneos y más. Examinando cada uno de ellos tal vez descubra el lector que la animosidad puede, y debe, ponerse a buen uso.

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Información

Año
2022
ISBN de la versión impresa
9788433916587
ISBN del libro electrónico
9788433943958
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

1. Enemigos

naturales

Donde se hablará de los enemigos instantáneos, los opuestos naturales y la esencia de lo antipódico; se analizará el caso de «Billy»; se citará a Friedrich Nietzsche, Serguéi Dovlátov, Poggio Bracciolini, la esposa del Yorkshire Ripper, Thomas Bernhard, el Billy Budd de Melville y el filme Los inmortales (Russell Mulcahy, 1986); se realizará un autoexamen concienzudo del acto de «irradiar desaprobación»; y (convenientemente oculto en una nota al pie) se aventurará el concepto de Flatulencia Antisolemne.
¿Cuál es la esencia del desagrado? ¿En qué punto nace la antipatía? ¿De dónde surge la tirria? ¿Por qué amamos a una gente y odiamos a otra (si ustedes son de los que no odian a nadie, de veras que no comprendo qué hacen leyendo esto), a menudo a primera vista, tras intercambiar dos o tres palabras con ellos?
Empezaré sincerándome, pues a veces siento hacia recién conocidos un rechazo de tal magnitud que me resulta imposible no creer en algún tipo de reencarnación. Se trata de una animosidad soluble, un rebote que pasa a mi torrente sanguíneo de un modo casi instantáneo, sin lugar para el análisis o la reflexión previa, y que (me digo) tiene que venir del pasado, de otra vida, de otros caparazones que habité.
Mi odio, ahora me doy cuenta, me está convirtiendo en hippy. Soy incapaz de imaginar un escenario peor.
De todos modos, con o sin hippismo, la conjetura resulta tentadora. ¿Y si, quizás, en lugar de dos sujetos que simplemente se cayeron pésimo el uno al otro en una cena (escenario pedestre), fuimos uno hugonote y el otro agente de Luis XIV en una vida anterior (escenario épico)? Nuestra disputa de finales del siglo XVII se habría perpetuado a través de diversas reencarnaciones hasta renacer en esa velada, en forma ya no de persecución religiosa ni genocidio intercristiano, sino de franca brusquedad recíproca a la hora del café y los petits fours.
El escritor Herman Melville, profundo conocedor de la condición humana, se planteaba algo similar en su relato Billy Budd, marinero:
¿Qué participa más de lo misterioso que una antipatía espontánea y profunda como la que sale a relucir en ciertos mortales excepcionales ante el mero aspecto de otro mortal, por inofensivo que este sea, provocada acaso por esa misma inofensividad?
Dejaremos lo de la inofensividad del «otro mortal» como mera hipótesis. Este no es el libro para empezar a exculpar a nuestros adversarios de buenas a primeras, o yo me quedaría sin desarrollo del tema y ustedes sin diversión lectora. Quedémonos con lo misterioso de una antipatía profunda ante el mero aspecto de alguien.
Para diseccionar ese escenario, lo mejor será partir de un ejemplo real.2 Lo llamaremos «Billy».
Billy, a quien acaban de presentarme en una cena, es un treintañero barcelonés, votante de Podemos con simpatías PSC, impulsor de este y aquel acto vecinal solidario y antipolutivo, de la compra en cooperativas de comercio justo, el tipo de persona que considera casi delictivo no apuntarse al minuto de silencio por la ablación genital somalí. Jamás he puesto los pies en casa de Billy, pero no dudo que en su discoteca hay al menos un álbum de canción protesta.
Billy, como les decía, acaba de serme presentado, y sin embargo a los pocos minutos ya me está lanzando indirectas chasconas que, según avance la noche, se transformarán en cortes malintencionados y alusiones emponzoñadas a mi personalidad, mi forma de vida, mi psique, mi obra y mi colección de zapatillas deportivas.
Y sin embargo Billy, a la hora de empezar su ofensiva, todavía no había sufrido el menor agravio por mi parte (como podría haber sucedido en otras ocasiones, con otra gente, en mi pasado). No he defecado por error en su cesto de ropa sucia, no he realizado aún comentario alguno, difamatorio o no, sobre la canción protesta, ni he usado todo el papel de váter sin colocar después un rollo nuevo. Mi comportamiento hasta ese instante ha sido impecable, incluso deferencial, poco menos que encantador, y no solo porque mi mujer haya amenazado con retirarme la palabra de por vida si no soy simpático con Billy, que por si no lo he dicho antes es el joven nuevo novio de una vieja amiga suya (no lo he dicho antes).
Según avanza la noche, va quedando claro que el otrora untuoso Billy ya solo es capaz de mirarme entrecerrando muy fuerte los ojos, al modo Fry de Futurama. Ya no me pregunta si quiero algo cuando se levanta para ir a la nevera, ni me rellena la copa seca, y contesta a todas mis afirmaciones con pedorretas o bufidos sarcásticos. En varias ocasiones le ha preguntado algo a mi mujer despersonalizando mi nombre («tú y... él», con mueca de ulceración gástrica en el segundo pronombre), y hace solo un minuto le he sorprendido haciéndome la L de Loser desde la cocina (el infeliz creía que no le estaba mirando).
Se trata de una situación chocante, del todo inesperada, considerando que ambos hemos aparecido en este acto social acarreando afidávits incontestables. Ninguno de los dos había disparado al padre del otro por la propiedad de unas tierras. No somos exmaridos de la pareja ajena con historial de retraso en el pago de la pensión. Hemos aparecido aquí como amigos de amigos, deseando bañarnos juntos3 en la vieja amistad de nuestros respectivos consortes. La amiga de mi mujer es una anfitriona de legendaria largueza enológica, a quien respeto por esa razón y algunas incluso mejores, y siempre nos hemos tratado con decencia, ella y yo, dando por bueno que haber sido escogidos por alguien sensato y benigno –mi esposa– nos colocaba a ambos, de salida, bajo una luz favorable. Por la misma razón, mi mujer está predispuesta a otorgarle a Billy el estatus de recomendado, y a considerarle una influencia positiva en su amiga (de quien siempre sospechó que terminaría en un convento, un manicomio o Wad-Ras) hasta que se demuestre lo contrario.
El joven Billy, por último, no deja de incluir a mi mujer en la conversación, y desde el primer momento ha anunciado (sin intenciones en apariencia fornicatorias) que es lector de su editorial y se lee todo lo que esta saca, incluyendo excels de ventas, listas de la compra y mails familiares sobre colonias de verano.
¿Por qué, entonces, Billy y yo estamos empezando a odiarnos de forma patente y encarnizada, aguando el futuro baile folk confraternizador que iba a tener lugar en ese comedor entre los cuatro, el emotivo amigos-para-siempre que se planteaba como final lógico a esa velada adulta de vino y conversación, antes de que Billy y yo descubramos que somos enemigos instantáneos, opuestos naturales, y que nos da asco todo del otro (aunque haya empezado él)?
Una primera suposición sería que Billy, una persona concienciada que lleva su opción política de blasón, sospecha que yo me tomo a risa esa opción política, así que decide efectuar un ataque preventivo antes que resignarse a ser diana de mi chanza nihilista macerada en cinismo dionisíaco y proleta.
Pero yo, me digo, jamás he hecho mofa de sus creencias, desde luego no en su presencia. Acaban de presentarme al muchacho. ¿Cómo puede ser que sospeche algo así?
La primera respuesta a esa subpregunta dentro de una suposición (no se despisten) podría ser que no se trata de una sospecha sino de una constatación empírica, y que yo he hecho mofa de sus creencias en algún momento primigenio de la velada, por ejemplo cuando esperábamos a que nos abriesen, berreando sin querer en el descansillo, o tal vez en algún hiato de la cena; mientras meaba, hablando solo, dirigiéndome a mi reflejo en el espejo del baño («venga, Kiko, aguanta un poco más, no tienes por qué mencionar aquí la posición de Podemos respecto a las cargas de la Brimo, espera a llegar a casa»).
Sin embargo, aunque un contexto como el expuesto entra dentro del marco de lo posible, podría jurar que esta vez no he hecho nada de eso. Mi comportamiento externo hasta que me han presentado a Billy ha sido e-jem-plar.
Se trata de un maldito enigma.
O, un momento, tal vez no tanto.
La solución al enigma planteado en el párrafo anterior quizá sea más simple de lo que sospechamos, y con toda probabilidad se halle en el mismo concepto de «externo». Porque, tal vez, aunque a lo largo de esta cena yo no haya abierto la boca más que para elogiar su calzado de cáñamo o su última acción poética financiada con dinero público, Billy ve a través de mí y sabe lo que pienso de veras: que la gente que va de un modo tan ostensible de «buena gente», que hace de ser mansa y solidaria la pieza angular de su identidad, me hace sospechar de inmediato. Porque intuyo que está ocultando una parte fundamental de su personalidad; la que tiene que ver con los sentimientos menos nobles, pero no por ello menos humanos, de su persona: la inquina, la rabia, la envidia, el egoísmo, los celos o el deseo cerval de pegarle un puñetazo en la nariz a alguien.
Poggio Bracciolini, un humanista italiano del Renacimiento, afirmaba en su obra Contra hypocritas (Contra los hipócritas, 1448)4 que se veía forzado a sospechar de todo aquel que «haga ostentación de una excesiva pureza de vida» y «quiere que lo llamen bueno, sin que en realidad haga nada particularmente bueno». Bracciolini, que era un resentido y un hater tremendo, casi un trol, y pasó media vida redactando cartas de injuria e invectivas feroces contra otros humanistas y latinistas del momento, se afana en proporcionarnos una lista mucho más extensa de rasgos a detectar, pero estos dos deberían bastar. Pues lo que nos enseña este humanista rencoroso (aunque preclaro) es que es muy jodido ser bueno (difficile est bonum esse), y que deberíamos guardarnos de la gente perfecta, porque a menudo miente. Oculta algo, joder, toda esa panda, tras sus ciclismos veganos y acciones solidarias (esto lo digo yo, no Bracciolini).
Pero volvamos a lo importante: mi historia. En el libro Somebody’s Husband, Somebody’s Son de Gordon Burn, la historia del Yorkshire Ripper, se dice de la mujer del asesino que «irradiaba desaprobación», y aunque mi primera tentación era atribuir este repelente rasgo de carácter a Billy, me doy cuenta de que en realidad sería más justo aplicarlo a quien les habla. He sido testigo a menudo de cómo una habitación se electrificaba a mi entrada, pero siempre me dije que era el efecto de mi magnética personalidad sobre los fans presentes. Veo ahora que mi mera presencia defecaba sobre el mood general.
Lo mismo solía sucederme cuando era niño y estaba a punto de oficiarse una sesión de espiritismo low cost (vaso, mesa de camping, dedos; sin tabla de ouija ni leches): el «médium» aut...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. 1. Enemigos naturales
  4. 2. Enemigos invisibles
  5. 3. Enemigos erróneos
  6. 4. Enemigos: manual del usuario
  7. 5. Enemigos instantáneos
  8. 6. Enemigos estériles
  9. 7. Enemigos evaporados
  10. 8. El chaval que no devolvió los puñetazos
  11. Agradecimientos
  12. Notas
  13. Créditos