El fondo de la botella
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El fondo de la botella

  1. 176 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El fondo de la botella

Descripción del libro

Patrick Martin Ashbridge, un abogado que se ha ganado la confianza de la clase acomodada de Tumacacori, en la frontera de Estados Unidos con México, recibe la inesperada visita de su hermano menor Donald, prófugo que cumplía condena por un intento de asesinato, hombre débil, irresponsable y, sin embargo, dotado de un extraño poder de persuasión. La llegada del fugitivo, que confía en cruzar la frontera aprovechando la crecida del río Bravo con las inmisericordes tempestades de la estación de lluvias, alterará la tranquilidad de la pequeña comunidad de rancheros y enfrentará a los dos hermanos, que se debatirán entre el amor y el odio, el rencor y la culpa. En este paisaje tan inexorable como el destino, cuya realidad social e histórica sigue invariable, Simenon urde uno de sus más notables romans durs, el primero de su etapa americana, donde recrea una compleja trama familiar de resonancias bíblicas, freudianas y, por qué no, autobiográficas.

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Información

Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788433902139
ISBN del libro electrónico
9788433943255
Categoría
Literatura

1

Tenía el vaso en la mano y miraba vagamente el fondo de whisky pálido que aún le quedaba. Podría decirse—y era sin duda verdad—que aplazaba el placer de apurar el último trago. Cuando finalmente se lo tomó, siguió un buen rato mirando fijamente el vaso. Dudaba antes de dejarlo en el mostrador, y de darle un empujoncito, de dos o tres centímetros. Bill, el barman, aunque parecía absorto en una partida de dados con unos cowboys, entendería la señal, porque estaba muy pendiente: siempre estaba muy pendiente, sobre todo tratándose de un cliente como P. M.
Está estupendamente organizado. Todo parece fortuito. Tus gestos son de lo más inocente del mundo, y, a fin de cuentas, eso te permite beber sin que lo parezca. Es como en la masonería, con signos que los iniciados entienden en todos los países del mundo.
Con el primer vaso, por ejemplo, cuando P. M. pide un whisky, o mejor dicho, pronuncia la palabra whisky sin mover apenas los labios, con un gesto de cansancio, o incluso como al descuido, ¿qué hace Bill? Murmura:
—¿Doble?
Ni siquiera es una pregunta. Se supone que un gentleman no va a entrar en el Montezuma Bar para tomar un whisky a secas. Es más: a veces no hace falta ni hablar. Cuando uno entra, y se encarama a uno de los altos taburetes, Bill, u otro, con una sonrisa de complicidad, alarga la mano hacia la botella exacta de bourbon, la tuya preferida, la de los entendidos.
A veces, tras llenar el primer vaso, deja la botella al alcance de la mano.
P. M. sólo tendría que adelantar un poquito su vaso en el mostrador, pero no lo hace, baja pesadamente del asiento y se dirige a los lavabos.
Él no es de los que, el sábado por la noche, pierden el control. Y en el valle hay algunos para los que la semana tiene varios sábados.
Se siente bien, sólo un poco ausente y con unos andares algo fluctuantes. Pero está seguro de que no se le nota. Si se dirige a los lavabos es para mirarse al espejo, y así saber si puede permitirse un último bourbon.
—¡Hola, P. M.!
—Hola, Jack.
Hay un tipo sentado tranquilamente en un retrete, en una de las cabinas sin puerta. Al igual que P. M., no se ha quitado el sombrero de cowboy. Ambos hombres, como todos los demás, en el bar y por la ciudad, van sin chaqueta, en mangas de camisa, blanca. La mayoría no lleva corbata, pero a P. M. siempre le ha gustado cierta corrección en el vestir y él la mantiene, hasta en el rancho.
—¿Ya está cayendo?
—Todavía no.
—Pues va a caer, y de lo lindo.
Falta poco para las doce. Desde que anocheció, se ven relámpagos y se oye un sordo retumbar de truenos por el lado de México.
P. M. se mira en la superficie gris del espejo. Está algo gordo, no mucho. Aquí se le ve amarillento, por culpa de la mala luz. Por el contrario, en el bar, con las pantallas de color de las lámparas, se le veía rosa chicle. No tiene aún los ojos hinchados. ¿Puede permitirse una última copa?
Jack, sentado en el retrete, prosigue la conversación.
—¿Cuántos hay que sigan compitiendo? Yo aposté por el 8 de junio. ¡Demasiado optimista!
—Yo, por el 4 de julio. ¡Demasiado optimista también!
Hace varios años que al periódico de Nogales se le ocurrió esa idea. Es un periódico pequeño, para una ciudad pequeña que, del lado estadounidense, cuenta poco más de siete mil habitantes.
Cuando se acerca la época de las lluvias, cuando la gente empieza a arrastrarse pesadamente por las calles, el asfalto a derretirse, el termómetro a marcar invariablemente cuarenta grados y los rancheros se preguntan si no tendrán, como pasa algunos años, que enviar el ganado a Nuevo México o incluso a Nevada, por falta de pasto, el periódico abre una especie de concurso. Cada uno inscribe una fecha en la que cree empezarán las lluvias, y esa lista se expone en el tablón de anuncios.
No quedan ya casi nombres en ella, cuatro o cinco; P. M. ha ido a echar un vistazo hace poco. No se imaginaban que llegarían al 24 de julio sin que cayera una gota.
—Creo que es una mujer la que se acerca más. No recuerdo cómo se llama.
P. M. se pasa un peine por el pelo. Siempre lleva un peinecito en el bolsillo. Cuando vuelve al bar, Bill enseguida entiende que puede alargar el brazo a una de las botellas.
P. M. se sienta invariablemente en el mismo sitio: en el extremo, donde la barra forma un codo, lo que da un poco la impresión de que la preside. Resumiendo, que no tiene los mismos gustos que los demás. Casi siempre, los que vienen, como él, del valle, forman grupos, y hablan haciendo mucho ruido.
Patrick Martin Ashbridge, con respetuosa familiaridad, va estrechando manos al paso, intercambia unas frases con todos, pero en realidad se mantiene siempre algo al margen.
¿Por una cuestión de dignidad? Tal vez. Pero también por gusto. Qué bien, quedarse de los últimos los sábados por la noche. El bar está casi vacío. Se siente cómodo, en su taburete, con su vaso en la mano, y Bill, que entre dos clientes, viene a charlar con él.
Bill levanta la cabeza.
—¡Ya está!
Parece como si de pronto unos pequeños perdigones crepitaran sobre el tejado. Alguien ha ido a abrir la puerta y, en la oscuridad de la calle, se ve la acera estriada por largas rayas de lluvia gris.
—¡Van a tener ya agua en el río!
¿Será que P. M. acertó al querer tomar su última copa? La verdad es que esta agua caída del cielo empieza a exaltarle interiormente. Sobre todo cuando el barman añade:
—A lo mejor no nos volvemos a ver en unos cuantos días.
A veces pasa. La gente del valle está separada de la carretera principal por un río que está seco la mayor parte del año, pero que puede llenarse en una noche de tormenta, a veces en una hora, y hasta menos, cuando las aguas llegan en tromba desde las montañas de México. No hay ningún puente. Si el agua no sube mucho, se puede pasar en coche, aunque con dificultad, o a caballo en caso necesario, cuando el fondo está demasiado blando para los automóviles. Pero pueden quedarse bloqueados del otro lado del Santa Cruz.
¿Será esa perspectiva lo que le hace desear cruzar la verja? Ve su imagen entre dos botellas y tiene la cara encendida, los ojos hinchados y las pupilas brillantes. Se siente violento. No se gusta así.
—Sé de algunos que mañana por la mañana tendrán problemas para volver a su casa.
Sobre todo cowboys. Cuando vienen a la ciudad, los sábados por la noche, raras veces se van antes del amanecer.
P. M. no piensa quedarse tanto. Da igual. Él irá. Se saca unos dólares del bolsillo trasero del pantalón, donde lleva siempre un fajo. Sus andares, al dirigirse hacia la puerta, son más vacilantes de lo que esperaba, pero ya no se resiste, sabe que ahora que se le ha metido una imagen en la cabeza, no hay más que un medio de librarse de ella. En el tiempo de cruzar la acera bajo la lluvia que cae a cántaros, la camisa se le ha pegado al cuerpo. Ya en su coche mete a tientas la llave de contacto. Cien metros más allá, llegará a la verja que separa la ciudad en dos, la mitad en el lado de los Estados Unidos, y la mitad en el lado de México. Aminora, y se detiene. La silueta de un agente de inmigración se aproxima. Le reconoce, no necesita enseñar la documentación.
Resulta bastante extraordinario: aun con la lluvia, que debería uniformizarlo todo, el contraste sigue impresionando. Sólo con cruzar una verja, y rodar un poco, a P. M. le da la sensación de entrar en un mundo extraño, equívoco, prohibido.
En el lado que acaba de dejar, todo era apacible, tranquilizador: la calle ancha, con sus escaparates familiares para él, sus aceras limpias, sus dos únicos bares aún abiertos… Y de pronto se ve sumergido en un hervidero misterioso. Pasada la medianoche, bajo el diluvio, unas siluetas merodean por allí, se ve gente en los umbrales, algunos vendedores tratan de captar clientes a la puerta de tiendas donde se expenden licores y curiosidades. Unos regueros amarillentos arrastran ya sus aguas por las calles reventadas, y en todos los rincones en sombra se adivina calor humano, gestos y susurros.
Irá allá arriba. No de buen grado. Nunca va de buen grado. Quizá sea por el último whisky, que ha reanimado algunas imágenes turbias, o quizá—más probablemente— por la lluvia, que le ha hecho subir a la cabeza una vaharada de recuerdos.
Hay que pasar por callejuelas que trepan por la colina dando vueltas y revueltas. Pronto te asalta un olor, las luces y las sombras no tienen ya el mismo sentido, unos brazos desnudos te saludan, unas mujeres se adelantan confiadas, a medio vestir, hacia los coches.
Sabe muy bien que, a lo largo del camino de regreso, arrastrará consigo el habitual rencor, que es sobre todo asco, que sujetará el volante de una manera especial, como si temiera contaminarlo, que evitará tocarse la cara, y coger su cigarro por el extremo que entra en contacto con la boca.
El agua chorrea por todas partes. Los parabrisas no funcionan más que a sacudidas. Cuando baja la colina, sus ruedas levantan haces de agua fangosa, y tiene la impresión de no haberse quitado aún de encima el olor, y sobre todo la visión de las palanganas, esas innobles palanganas de hierro esmaltado, a las que nunca ha podido acostumbrarse.
Ganas le dan de parar, para lavarse las m...

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