II
LOS ANZUELOS
Dejé las fotos en el sobre y lo guardé doblado en el bolsillo. Quizá para presentarme como íntimo y cercano lo que me era extraño, en los momentos de nostalgia (como la de una hilera de caballos, que no había visto nunca, comiendo calladamente; o la de las ovejas corriendo carretera abajo, sin rumbo); tal vez para presentarme como exótico y lejano lo que me era familiar, en los momentos de duda (los jardines descuidados; mi cuerpo sobre una roca, mirando al cielo; los árboles que caen en el bosque cuando el viento se anima). Boris había grabado esas imágenes contra los deseos de la gente y yo las llevaba conmigo porque eran, al mismo tiempo, un trozo de biografía inacabada. Y porque una foto siempre apunta que luego vendrá otra, y luego otra, y otra más; y eso es lo que yo necesitaba repetirme: que nada se había acabado. Por vanidad, por sentimentalismo o por no olvidar mi odio: no sé si quería conservarlas por miedo a la desmemoria o para no dejar que la rabia se nublara. Y es que, si cada foto era una historia, su acumulación era lo más parecido a la experiencia del recuerdo, una historia sin final. De vez en cuando, hundía las manos en el bolsillo y las acariciaba con los dedos. Aquí hay algunas:
LA HUIDA
Es un trozo de techo, lo que me ha caído encima. Un fragmento de cielo raso que se ha descolgado, húmedo y blando, de este viejo piso lleno de goteras, y se me ha desplomado sobre la cara, esparciendo el polvillo blanco y el yeso deshecho sobre la cama. Me he despertado sin saber dónde estaba, desorientado a causa del golpe, que era lo más parecido a estamparme contra una pared sin manos. Boris se ha despertado con mi grito y me ha pedido que me callara, que a qué venían esos gritos. Preparo café para los dos mientras él se vuelve a dormir. Por la ventana, desde esta altura, se ve el monte por la parte que vaciaron, que ya se va amalgamando con el resto, aunque todavía queda su rastro, porque no hay árboles de tronco grueso ni el verdor de las copas que se ve desde casa de mi madre. Una ciudad que no es nada. Me rodean edificios altos, revestidos de cristal, mirándose y señalándose entre sí, acusándose, y con fisuras, espejos rotos que multiplican los otros espejos y proyectan la luz hacia esta ventana nuestra. Como si los edificios estuvieran allí solo para iluminarnos, para alimentar nuestra pasión animal, ahora enraizada en la ciudad. El aire que grita. Una ciudad que no es ninguna parte.
EL MURMULLO
Todo el mundo quiere ser feliz. Todo el mundo quiere ser feliz. Todo el mundo quiere ser feliz. Y hay quien se lo dice al espejo, sosteniéndose la mirada, y hay quien tal vez cruza los dedos para que no le pase nada malo o reza para que no le venga ninguna tristeza. A eso daba yo vueltas sin parar, como un mantra fútil para no dejar la bolsa en el suelo, dar media vuelta y volver a casa. Había metido dentro un par de calcetines, las pocas camisetas que tenía, la navajita de mi padre y un anillo que mi madre me había regalado de pequeño. El verde ya quedaba lejos, verde oscuro, verde negro, verde blanco de la niebla y verde gris de la noche que daba paso a la madrugada, y verde amarillo de la primera luz del día que empezaba a salir. Y yo me repetía todo esto, y a ratos no tenía que repetírmelo porque me sentía seguro como un pájaro que migra, sin miedo, que no siente nostalgia, ni pena, ni nada, porque lo que hace es profundamente instintivo, una huida sin plan alguno. Y en otros momentos tenía que volver a repetírmelo, y me decía «la felicidad es...», y luego no, luego un convencimiento primitivo y animal que me empujaba hacia otro lugar, sin mirar atrás, en busca de otro verde que lo tiñera todo.
Boris toma el café como absorto en una idea superior y yo lo miro recién levantado. Los pelos como alambres por los que corre la luz. No me acostumbro a verlo así, medio dormido, ni a acostarme con él por las noches y no dormir solo; pero me gusta ir a la cama acompañado, cogerme a él y luego desasirme, medir la distancia que nos separa en la oscuridad y saber que hay alguien más en la habitación. Sí que me gustaría explicarle en voz alta lo que me pasa en voz baja por dentro, pero me conformo con mirarlo y escucharlo cuando explica cuáles son los siguientes pasos. Ha dejado la taza y se ha asomado a la ventana, y lo he seguido. Ante nosotros, este agujero donde estamos, inexcavado, que antes llamábamos civilización: ahora sin nadie. El recuerdo no es, en el fondo, distinto de una ciudad. Y a ratos no sé si echo de menos el jardín, el río, los animales, las maderas, la vaca y la hermana de Vita tocándola, el paisaje verde y oscuro desde las ventanas, las casas viejas desmoronándose..., no, no, mentira, mentira. Mentiras.
LA INVASIÓN
También controlaba la parte de camino que iba dejando atrás y me prometía que, cuando quedara menos trecho de carretera para llegar que trecho de carretera para volver a casa, no me permitiría dudas, ni vacilaciones, ni nostalgias. La calzada se empequeñecía y luego se ensanchaba, solo veía los dos metros que tenía delante –a ratos más estrechos, a ratos más amplios– y me entretenía recorriendo con la mirada su anchura, que iba mutando. Y mientras tanto pensaba que, si hace unos años, con mi padre todavía vivo, las casas bien pintadas, la ciudad llena y la hermana de Vita encerrada en casa, si hace unos años me hubiesen dicho que me vería así, deambulando en plena noche, habría pensado que el cerebro, maldita sea, que el cerebro tenía un ejército de diminutos aliens en una recámara y que salían para construirme la vida más difícil. Y que esos extraterrestres microscópicos, con unas agujas casi invisibles también, como una araña dentro del cráneo devorándome los centros nerviosos, me habían taladrado el cerebro para que pensara chaladuras tristes y solitarias, como por ejemplo que una noche, dentro de muchos años, me descubriré en una ciudad desierta yendo a un piso que no recuerdo dónde queda; y que la ciudad se me presentará desnuda y muerta. Y al levantar la cabeza tenía cientos de rascacielos delante, y no sabía dónde estaba ni por dónde empezar a buscar.
Después del café y de recogerlo todo, con las bolsas colgadas de la espalda y los brazos, lo he seguido y hemos dejado atrás el piso, el bloque y la ciudad. Hemos subido hasta la cima del monte, y entonces he contemplado el mismo paisaje que había visto con mi madre años atrás, cuando descubrimos a escondidas cómo enterraban tierra dentro de la tierra, el mismo paisaje que había visto no hace tantas semanas, en lo alto del cerro, mirando hacia la ciudad y las casas del otro lado. Y, más al norte, las Rocosas, y algunas minas destripándolas, como si hubiesen robado la vida a esas montañas tan altas y puntiagudas. Desde aquí, con Boris a mi lado, un horizonte es una estepa brillante, azulada y maquínica; y el otro horizonte un verde salvaje y descontrolado. ¿Por dónde empezar? Si callamos y abrimos bien los ojos, alcanzaremos a oír el ruido que se esconde bajo el silencio de la ciudad dormida, y también el latido de algunos animales que se escabullen entre la maleza. Por suerte, la mayoría de las cosas que vemos desde aquí nos sobrevivirán. Luego hemos emprendido el descenso y hemos pasado por la explanada donde el lobo devoró al cabeza rapada. Ni rastro. No le he dicho nada a Boris, y hemos seguido bajando hasta llegar a la verja del jardín de casa.
LA VOZ
Llamé a una puerta. Sin respuesta. Llamé a otra puerta. Sin respuesta. Llamé a otra puerta. Sin respuesta. Llamé a otra puerta. Sin respuesta. Me fui de ese bloque porque, poco a poco, empezaba a convencerme de que me había equivocado y entré en el bloque contiguo. Los portales de entrada al edificio estaban abiertos en todos los rascacielos, bien porque se habían roto, bien porque ya no había portales. Subí hasta la tercera planta y probé suerte, una vez más, en cada uno de los pisos. Sin respuesta. Sin respuesta. Y, a la tercera puerta, sin respuesta, pero un leve rechinar después de que llamara, alguien que se levantaba de la silla. Luego, unos pasos lentísimos. Después, el murmullo carnal de dos brazos que se movían y el ruido metálico de las llaves repicando. «Soy yo, Boris.» Y, entonces, un vendaval que demolía la quietud, que rompía aquella tensión lenta y ensayada, y, finalmente, el abrir de la puerta rozando el suelo, rugoso y sucio, y la cara desencajada de Boris preguntándome qué hostias hacía yo allí.
Entramos por el jardín, saltando al otro lado de la verja oxidada. El huerto está seco. No están las gallinas ni el cerdo, solo la vaca, tranquila. Los caballones se deshacen y los tallos, deshidratados y oscuros, yacen sobre la tierra. El verdín cubre el estanque como un velo, y en la superficie hay zapateros que se mueven ágiles, y renacuajos: este charco de agua caliente como el origen del mundo. Boris me ha seguido: hace tiempo que no ve este jardín y he supuesto que no lo ha reconocido, tan descuidado. Un zorro pequeño, al vernos, ha corrido hacia la carretera principal, cruzando el camino enlosado que bordea la casa. He levantado los ojos del agua, donde me veía reflejado. Las malas hierbas nos llegan a los gemelos. Las moscas se han enjambrado alrededor de nuestros brazos. La mosquitera está abierta y el viento la golpea contra la puerta, con golpes secos que hacen rechinar la madera. Con cada topetazo, parece que la casa vaya a venirse abajo, dejando un vacío en este rinconcito triste de barracas amontonadas. Cuando he pisado los tablones gastados de la escalera, he oído a mi madre ordenando: «No saltes, que los vas a romper», y yo, de niño, dando saltos con los ojos serios y sosteniéndole la mirada, y ella acercándose despacio, y yo saltando todavía más fuerte: ella avanzando paso a paso, yo saltando cada vez con más rabia.
LA DEUDA
Me dijo que...