Spanish Beauty
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Spanish Beauty

  1. 136 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Spanish Beauty

Descripción del libro

Un policiaco negrísimo ambientado en Benidorm y protagonizado por una turbia agente de policía en busca de su padre y de un mechero talismán.

Si en sus novelas de la Trilogía instantánea de Madrid (Cómo dejar de escribir, Sánchez y Gordo de feria) Esther García Llovet construyó una ciudad nocturna, marginal y casi surreal, en esta Spanish Beauty, la primera entrega de la Trilogía de los países del Este, nos ofrece un Benidorm plagado de mafiosos ingleses, rusos millonarios, billares cutres de sótano y rascacielos a medio construir: una ciudad en la que manda Michela, la policía corrupta que necesita a toda costa recuperar un mechero que perteneció a los legendarios Kray Twins del Londres de los sesenta.

Gente barata y nuevos ricos, quemaduras de sol y de cigarrillo, secuestros en lancha, fiestas de madrugada y operaciones ilegales en hoteles de segunda, y el mar siempre de fondo como futuro proyecto urbanístico en una historia sobre la redención y la búsqueda del amor en la ciudad más enloquecidamente internacional de todo el Mediterráneo: una novela negrísima, empapada de DYC y Beefeater.

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Información

Año
2022
ISBN de la versión impresa
9788433999405
ISBN del libro electrónico
9788433943972
Categoría
Literatura
Un destello deslumbrante como un anuncio de publicidad interestelar, allí en medio del océano, en la noche de verano, al final de la noche del final del verano, el destello seco de las brasas de un cigarro. Las brasas se inflaman, luego se apagan, vuelven a encenderse con fuerza en la proa de la zodiac. Fuma y habla a la vez, sola. Después llama a alguien por el móvil. Al cabo de unos minutos arroja el cigarrillo al agua. Se hunde con una crepitación. Justo bajo la Boreal. Hay un reflejo verde lima sobre el mar de ácido, son las cinco de la madrugada, esa hora muy chunga de peaje al otro lado.
Un cielo electrónico.
Las letras: rojas. Cuadradas: Benidorm.
Ahora que amanece todo sigue en su sitio. La luna llena sigue en su sitio, transparente, porosa, de cal. La zodiac se acerca despacio a la playa de Finestrat como un marrajo inspeccionando la superficie del mar. Michela está de pie en la proa. Tiene esa cara de quien no ha dormido nada para despertar al mundo, húmeda y fría, su cara de siempre, el pelo tieso y duro de sal. Cuando llega a la orilla apaga el motor, salta al agua, arrastra la zodiac unos metros y la deja caer ahí mismo en la arena. Lleva vaqueros, la parte de arriba de un bikini de punto y las botas colgadas del cuello por los cordones. Avanza por la playa plana. Pasa junto a una pareja durmiendo la mona, un perro que hurga entre bolsas del Lidl, los restos de una fogata apagada con cerveza. Se dirige al chiringuito de donde viene la música. La música es algo de C. Tangana y suena en estéreo desde unos altavoces de plástico malo colgados sobre las cabezas de un matrimonio que desayuna con cerveza mientras lee The Sun. Chanclas, calcetines de tenis, el tabloide y un sello de oro amarillo en el meñique, él. Ella está en una silla de ruedas, los tobillos como cerillas, la raya del ojo color esmeralda, haciendo fotos del amanecer con el teléfono móvil.
–Ni fotos ni vídeos, señora –le dice Michela. Michela habla inglés con acento del este de Londres, un cockney imposible de pronunciar a no ser que se haya nacido en el mismo Hackney.
–¿Y usted quién es?
–¿Dónde está Martin? –pregunta Michela al camarero.
Las sillas del chiringuito están aún colocadas encima de las mesas, salvo la de los ingleses. Huele a fritura, a café, a aceite bronceador.
–Martin se ha pillado unos días libres. –El camarero habla con el mismo acento que Michela aunque no haya puesto un pie en Londres en su vida, ni fuera de Benidorm tampoco.
–Pues entonces nos vamos de fiesta tú y yo. Es su cumpleaños –le dice a la inglesa.
–Feliz cumpleaños –dice la inglesa. Y le tira una foto.
–No es mi cumpleaños. Estoy trabajando. ¿Quieren algo más? –les pregunta a los ingleses.
–Que os calléis –dice él.
–Te voy a dar una sorpresa –le dice Michela al camarero.
–No me gustan las sorpresas.
Michela se echa a reír:
–Quién lo dice.
–Lo digo yo –dice el inglés.
Michela coge una silla y se sienta frente al mar.
–Ponme un café. ¿Y adónde se ha ido? Llevo tres días buscándolo.
–No tengo ni la menor idea –dice bajando las sillas de una mesa. Lleva delantal de chica–. A mí me dejas en paz con vuestras movidas.
–Hoy no es día de andar perdiendo el tiempo –dice Michela–. No es día de andar perdiendo el tiempo nunca, y menos aquí, aquí todo el mundo va como si tuviera todo el tiempo del mundo y luego no hacen nada, ponerse morenos y ponerse ciegos y comer, no se enteran de que no hay más que eso, que tiempo, eso de que si no usas la cabeza otro lo hará por ti es una mierda soberana, lo que hay que hacer es poner el tiempo del otro a tus necesidades, a tu señora gana. Usarlo, tenerlo, y luego ya veremos.
–Yo morena no me pongo.
–Aquí, ahora, son tiempos blandos, no pasa nada, nadie quiere nada, y eso es lo peor que puede pasar. La tontería y el aburrimiento. Las sobras, las colillas. Y este sol de mierda.
–¿Quién habla de aburrimiento? –pregunta la inglesa. Lleva un vestido con girasoles aunque debe de tener setenta años cumplidos–. Esto es lo más divertido del mundo.
–También los rusos dicen que esto es divertido –dice su marido leyendo el periódico–. Lo dice aquí.
–¿Qué rusos?
–Los que han comprado la casa grande de Terra Mítica –dice sonriendo. Tiene una dentadura nuevita–. Van a dar una fiesta de bienvenida.
El camarero se dirige a la máquina de café. Prepara uno negro, espeso, sin azúcar. Cuando se vuelve Michela ya no está. Ha dejado el tabaco en la silla y ha vuelto a la orilla, se ha subido a la zodiac. Michela tira del arranque del motor, una, dos, tres, arranca, da un par de giros en trompo a unos metros de la orilla hasta que se estabiliza. Luego pone la proa hacia el horizonte. El inglés pide la tercera pinta de la mañana.
–Tu camello es una pieza de cuidado –le dice el inglés al camarero.
–No es mi camello.
–Cómo que no. Te he visto darle un sobre por debajo de la mesa.
El camarero se sienta en una de las mesas y da un sorbo al café. Luego tira el vaso de papel al suelo, escucha las olas efervescentes rompiendo en la orilla. Enciende un cigarrillo.
–No es mi camello. Esa es Michela. Esa es policía nacional.
Michela acelera, se queda de pie en la proa, se aleja dejando un fuerte olor a gasóleo y una estela de espuma batida cada vez más estrecha, una raya de farla que desaparece mar adentro como una autopista líquida, estrecha, ligera, directa hacia la luna caliente. Velocidad profunda. Domingo.
Benidorm. Cultura barata. Cultura de playa. Gente que habla tres idiomas sin tener el bachillerato, paquis, belgas, gin-tonics aguados, gays. Libros de Tom Clancy de segunda mano, hinchados por la humedad, crujientes de arena, arena en la almohada, arena en la paella, en el tanga, en la ducha, desayunos de salchicha y bacon a cualquier hora del día, masajes tailandeses a cualquier hora del día, chicharras de noche. Vomitonas, meadas contra las tapias y canciones de Tom Jones. Melanomas, cistitis, diarreas universales. Clamidias. Y el mar como el desierto de Levante, del Oeste, de Las Vegas, las sombras de los rascacielos sobre la playa, cada vez más altas, sombras kilométricas que se adentran sobre la superficie del mar tibio a las diez de la noche, mientras las familias cenan pollo frito en la orilla, Godzillas de acero mediterráneo sobre la arena fría del amanecer.
Martin vive en un Airbnb. En una habitación de nueve euros la noche en un chalet del Rincón de Loix, detrás de la fila interminable de restaurantes chinos de nueve euros el menú del día. La habitación tiene dos camas, una la usa para dormir y la otra a modo de mesa donde come, compone sus temas y deja sus cosas. Tampoco tiene tantas. Camisetas sucias y cómics de Alan Moore. En la pared hay una fotografía clavada con una chincheta, una postal de unas nubes blancas y compactas y unos bloques de hielo flotando en el océano gris justo debajo de cada una como si fueran los reflejos exactos de esas nubes. La postal es de Canadá. Lo pone debajo. Canadá. También hay un cartel de los White Stripes.
–Dónde cojones estás –gruñe Michela.
Abre el cajón de la mesa de noche, forrado de aironfix de flores. Vacío. Hormigas. Hay un solo enchufe en la habitación, y si Martin quiere encender el calentador del agua con la que se lava o cargar el móvil tiene que desenchufar la lámpara y hacerlo a oscuras. El cargador del móvil está enchufado en la pared. Así que Martin no se ha ido a ninguna parte, o no habrá ido muy lejos, y casi seguro está en Benidorm. Pero dónde. Michela coge un vaquero de encima de la cama y registra los bolsillos. Encuentra un ticket de compra de la rotisería Multipollo de la estación de autobuses. Mira la fecha. Es de las 11:47. Las 11:47 de esa misma mañana.
–Martin no está y no sé cuándo va a volver –le contesta Oliver.
Oliver es uno de sus soplones preferidos, un quinceañero de sudadera y capucha que se cree mucho más listo de lo que realmente es, aunque Michela no piensa decírselo porque toda esa tontería de estar de vuelta de todo le conviene. Está sentado en uno de los cuatro sillones de masaje, esos sillones negros como de piloto de pruebas que nunca funcionan, al final del pasillo del centro comercial de la estación de autobuses. Entra luz muy fuerte, polvorienta, por el lucernario del patio central.
–Le vas a decir que me conteste el móvil o que no vuelva a poner un pie en Benidorm.
–Se ha pillado tres días libres, ya está. –Hoy Oliver lleva una ceja rasurada. Lo habrá visto en Netflix.
–Que me coja el móvil, me oyes, cretino.
Oliver se mete las manos en la marsupia de la sudadera y ahí mismo se rasca la entrepierna.
–No te pongas cursi, que no te pega nada.
Michela coloca las manos en el respaldo del sillón y acerca su cara a la de Oliver:
–Llámalo ahora mismo. Delante de mí.
–Me han robado el móvil –se ríe Oliver.
–No te pases.
Oliver levanta los brazos como diciendo «tú misma». Michela lo cachea y es cierto, no lo lleva ni en la sudadera ni en los vaqueros. Por no tener no tiene ni llaves de casa. Se aparta.
–Hablas con él y le dices que me llame o vaya a mi casa. Hoy. Esta noche. Muévete o te saco a patadas.
Oliver le dice que vale con la cabeza, se levanta de mala gana y se va pasillo abajo, arrastrando las chanclas, saliendo por la rotisería, donde una docena de pollos giran lentamente ensartados por el culo, quemados, tiesos, bien muertos y sin cabeza.
El mar de día y el mar de noche. El cielo color Fanta de día y la Vía Láctea, Venus, las constelaciones como bucles de autopistas y mapas de carreteras perdidas contra el negro más profundo, de madrugada. Mar adentro, a unos tres kilómetros de la costa, apenas se ve Benidorm a no ser por alguna luz de los rascacielos más altos, destellos que aparecen y desaparecen detrás de las olas felinas y lentas, de caza furtiva. Han terminado la carrera hace apenas unos minutos y ya han apagado los motores. La carrera de motos náuticas de esta noche ha sido más rápida que de costumbre, la ha ganado un italiano, un empresario milanés de poco más de veinte años que no se quita el traje de neopreno ni para salir en las portadas de las revistas, y ahora se han reunido los siete competidores alrededor de la lancha de Michela, cada uno de pie en su moto. Unos fuman, otros miran el móvil mientras beben de lata, una chica se ha tirado al agua sin bañador pero con una bonita borrachera. El italiano cuenta la apuesta que acaba de ganar y que no necesita para absolutamente nada. El dinero viene en un rollo bien apretado con una goma de pelo, muchos billetes más que si las carreras de motos náuticas fueran legales, en abierto, igual que todo lo que se hace a escondidas sale por una clavada aunque luego eso por lo que pagas un riñón no sea ni mucho menos para tanto. Michela está sentada en la parte de atrás de la lancha, en lo más oscuro, donde nadie la ve, vigilando que todo esté en orden y que ninguno de estos niñatos venidos desde Ibiza o Marsella se ponga tonto por haber perdido y le eche a perder el tinglado que tiene montado desde hace cinco veranos. Se lleva un quince por ciento. Podría llevarse mucho más pero no lo necesita. En realidad lo hace porque se entera de mil movidas, trapicheos, quién hace qué a quién. Los chicos de Ibiza están hablando de pillar 2C-B para la fiesta de los rusos, se están riendo sin parar, como si estuvieran ya puestos, y probablemente sea así. Uno se tira al agua y empieza a nadar alejándose de las motos. Está cantando «Az...

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  3. Créditos