1. Cuando las
neopuritanas
son las demás
En los últimos tiempos, en menos de una década, hemos experimentado un golpe de timón enorme, un cambio que parecía imposible en la conversación pública de masas en España.1 No se sabe muy bien cuándo ni cómo llegó el salto en el discurso, pero de repente estaba ahí instalado. El concepto puritanismo empezó a utilizarse, unido a lo que se denomina lo políticamente correcto, y más recientemente a la ofensa, para en ocasiones discutir y en otras oponerse a expresiones propias de movimientos sociales considerados minoritarios o identitarios.
De repente, tras una denuncia pública, una queja de contenido social o una mera broma –como me había pasado a mí–, eras una puritana. Adjetivo al que se podía asociar, muy fácilmente, otro: el de censora.
¿Qué características van asociadas a esta acusación de puritanismo? En general, las siguientes: un puritano o puritana en la actualidad es aquel que observa un tipo de moral o visión con respecto a las normas sociales y la impone como única. Ese es el grueso de la definición. Para el puritano o puritana, todo aquello que no forma parte de esa regla moral o social debe quedar fuera del debate público por poco pertinente, cuando no debe ser directamente censurable, o punible por ley. En resumen, esta es la escalada de la censura implícita en el puritanismo contemporáneo:
1. Poco acertado.
2. Censurable y por tanto no apto para el debate público.
3. Castigable por ley.
La gradación varía con el caso, pero en general las opiniones del puritano, por la definición que ha calado en la prensa opinativa contemporánea, suelen atacar aquello que se sitúa entre el primer y segundo escalafón. La tercera categoría es propia de casos muy candentes y no se suele atribuir a la «moral puritana», sino a «la horda» o «la turba», una masa indefinida e indefinible que solamente tiene por objeto el «linchamiento» en las redes.1
Por ejemplo: la censura de los anuncios de una exposición de Egon Schiele en el Reino Unido y Alemania fue leída como un caso de puritanismo, pero la acusación al humorista Dani Mateo por delito de ofensa contra la bandera de España no. El primer caso tiene que ver, para quien lo define así, con una cuestión moral, y el segundo con una mala interpretación de la ley por parte de una horda de enfurecidos –léase la organización Alternativa Sindical de Policía–. Aun así, las acusaciones de puritanismo hoy se suelen producir en un ámbito muy concreto: los debates acerca de supuestas conductas inapropiadas, generalmente de tipo sexual, en el mundo de la cultura. De las últimas polémicas culturales que han sido calificadas de puritanas, las más notables son: la relectura de Lolita de Nabokov por parte de ciertas académicas feministas, el revuelo por una exposición del pintor franco-polaco Balthus o el ya citado caso de Egon Schiele.
Todas estas polémicas, curiosamente, han sido tachadas de puritanas alrededor de las mismas fechas, inicios de 2018.
La razón de esta coincidencia temporal no es casual. El término no llegaba ahora por ciencia infusa y no llegaba solo. Para la opinión pública, el epítome de las acusaciones de puritanismo se encuentra en la carta abierta publicada el 9 de enero de 2018 en Le Monde por artistas e intelectuales francesas de la talla de Catherine Deneuve o Catherine Millet. El texto, que aquí extractamos, comenzaba así:
La violación es un crimen. Pero el coqueteo insistente o torpe no es un delito, ni la galantería es una agresión machista. El caso Weinstein ha generado una legítima toma de conciencia sobre las violencias sexuales contra las mujeres, particularmente en el ámbito profesional, en el que algunos hombres abusan de su poder. Era necesario. Pero esta liberación de la voz de las mujeres se convierte hoy en su opuesto: ¡nos ordenan hablar como es debido, silenciar lo que enoja, y aquellas que se niegan a cumplir con tales órdenes son consideradas traidoras y cómplices!
Sin embargo, es propio del puritanismo tomar prestados, en nombre de un llamado bien general, los argumentos de la protección de las mujeres y de su emancipación para encadenarlas a un estado de eternas víctimas, de pequeños seres indefensos bajo la influencia de falócratas demoníacos, como en los buenos y viejos tiempos de la brujería.
Ah, la brujería. Cuando mencionaban el puritanismo, las firmantes no se referían (o no solamente), como podríamos especular, a la doctrina protestante que huyó de Europa y se instaló en Massachusetts por razones de índole religiosa, sino a su concepción más deslavada y menos primigenia. Puritana, aquí, quiere decir estrecha de miras, moralista y cerrada. Y al otro lado del ring, por supuesto, están las francesas.
(Nota mental: en el imaginario colectivo español, quizás un tanto heredado de la Transición y los viajes a Perpiñán para hacerse pajas en el cine, no hay nada más alejado de una puritana que una actriz francesa.)
¿Qué es un puritano? O, más bien, ¿en qué ha derivado el concepto de puritano? Hace falta retrotraerse a los inicios del término para poder entender por qué la palabra ha mutado de significado y ahora se le extrae un sentido que antes no tenía.
Antes de seguir, quiero dejar constancia de que no se me escapa que el lenguaje es un hecho social y que por tanto muta, pero es necesario analizar desde cuándo muta y por qué. Antes de profundizar en qué es una puritana, o una neopuritana, podemos retrotraernos, en esa misma línea, a la popularización del concepto feminazi por parte del comentarista radiofónico conservador Rush Limbaugh en los Estados Unidos, y su importación por parte de escritores como Arturo Pérez-Reverte allá por 2012. Mientras se escribe este texto, Pablo Casado, líder del PP, ha empezado a referirse a los grandes peligros de la «ideología de género», un sintagma de reciente creación que parece tener en común con los nuevos movimientos de ultraderecha y ultracatólicos europeos y latinoamericanos.
Pero a lo que nos ocupa: el término puritanismo, históricamente, define de forma peyorativa una deriva protestante y calvinista que pretendía «purificar» la Iglesia anglicana de las prácticas católicas. Los puritanos, más protestantes que los protestantes, estaban en profundo desacuerdo con la reforma de la Iglesia anglicana durante el siglo XVII y, tras ejercer una presión importante durante los reinados de Isabel I y Jaime I, quedaron relegados después de la Restauración inglesa en 1660.
Desde ese momento, el puritanismo como movimiento social, religioso y político se fragmentó y radicalizó y, relegado a las islas británicas, obtuvo mayor relevancia en las nuevas colonias de Massachusetts y Nueva Inglaterra, adonde migraron alrededor de 21.000 fieles, familias en su mayoría. La relevancia que alcanzó el puritanismo en el mundo anglosajón a partir de ese momento –su concepción de la moral, la relación entre lo público y lo privado y la idea del mal en la comunidad– definiría sus principios y mitologías hasta el día de hoy.
Los asentamientos puritanos –mayoritariamente calvinistas y presbiterianos– de lo que más adelante serían los Estados Unidos se regían por los siguientes principios: una gran conciencia cívica, deferencia hacia líderes e instituciones, pertenencia a la Iglesia y respeto y reconocimiento a la autoridad familiar, ejercida casi en exclusiva por los hombres.
Uno de los más comunes equívocos con respecto al puritanismo es que se le presupone un contundente rechazo a la sexualidad. Pero ese es un estereotipo falso. La rigidez moral es la usual comparada con otras comunidades religiosas europeas de su tiempo: el sexo prematrimonial o fuera del matrimonio está castigado –y eso penaliza mucho más a las mujeres que a los hombres–, y, en consecuencia, los hijos ilegítimos ponen en peligro la estabilidad de la comunidad. De la misma manera, las mujeres deben observar cierta «modestia» para no atraer el deseo fuera de la pareja, tal y como describió espléndidamente Nathaniel Hawthorne casi dos siglos después. Aun así, a diferencia de en el catolicismo del siglo XVII –y también en el actual, según la doctrina–, en el puritanismo se considera que el sexo dentro del matrimonio es un acto de disfrute que debe ser alentado. Tal como explica Sex in Middlesex: Popular Mores in a Massachusetts County, 1649-1699,1 el clérigo William Gouge se refería al sexo matrimonial como «uno de los mejores y más esenciales actos del matrim...