Rodaje
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Rodaje

  1. 258 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Un joven cineasta se dispone a rodar su primera película en el Madrid en el que Berlanga filma El verdugo y se ha sentenciado a muerte a Grimau.

En la ciudad reina el recelo y la amenaza. Un joven cineasta se dispone a rodar su primera película en el Madrid en el que Berlanga filma El verdugo, mientras en el mundo real se ha sentenciado a muerte a Grimau. En el corto espacio de tiempo de seis días con sus noches se encadenan los acontecimientos: los amores y desamores del protagonista Pelayo Pelayo con su novia Laura, las discusiones con el famoso productor Midas Merlín, los encuentros con la periodista que le cuenta las novedades para salvar la vida del condenado, las visitas al plató en que rueda Berlanga, los paseos con el escandaloso actor Juan Luis Mañara, la bajada a los infiernos en una sala de cine de sesión continua, el humor y el ansia... La historia sucede en una metrópoli canalla heredera de la bohemia y que ya empieza a ser desarrollista. Todo ello mientras el joven cineasta trata obsesivamente de terminar su guion para el inminente comienzo del rodaje de la película. La novela de Gutiérrez Aragón describe un mundo absolutamente real que sin embargo parece salido de un film de misterio. Rodaje es una sutil trama de apariencia caótica que se desarrolla con una precisión geométrica, y que nos devuelve a un narrador sustancial, decididamente libre y magnífico.

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Información

Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788433999184
ISBN del libro electrónico
9788433942449
Categoría
Literature

1

–¿Qué se necesita para hacer una película? Se necesitan unos actores, una cámara, dinero y cierto talento. Lo último no es absolutamente imprescindible.
Eso dijo Pelayo Pelayo a su camarada, conocido como el Gran Manitú, mientras pensaba por tercera vez en la conveniencia de retirarse a dormir.
Contendían sobre el realismo en el cine: el sano realismo frente a las recetas narrativas mágicas.
–No sigamos discutiendo, el cine no va a cambiar a la gente, oh gran dios de los chiricahuas. ¿El realismo en el arte? ¿A quién le interesa ver dos veces la misma realidad? No, el cine no es la revolución, Manitú.
–Es una ayuda. Ayuda a comprender, o debería –objetó el llamado Manitú.
Apoyó la cabeza en el brazo acodado sobre la mesa cubierta de documentos legales.
–Las fuerzas del trabajo y de la cultura juntas.
La ceniza del pitillo cayó sobre la página cuarenta y tres del guion.
–Ese guion que escribes debería ser útil para la causa..., o por lo menos para ganar algo de dinero –añadió el Gran Manitú levantándose en toda su larga estatura–. Por cierto, el guion es un tanto rebuscado, aparte de subjetivista.
Pelayo cerró las páginas mecanografiadas en dos columnas de letras moradas, llenas de correcciones y añadidos.
La ventana de la salita, abierta, daba a un patio de vecinos. Subía una voz empalagosa desde la tele del tercer o cuarto piso; la misma locución llegaba a la vez desde otra casa, retrasada unos segundos:
Cuando contemplo emplo el cielo ielo
de innumerables rables luces adornado nado
y miro miro hacia el suelo uelo
de noche oche rodeado ado
en sueño ueño y en olvido vido sepultado tado...
Pelayo forzó un bostezo en dirección al agujero negro del patio. Estaba sentado en una silla en equilibrio de dos patas, con el respaldo apoyado en la pared. Sopló para librar las páginas manuscritas de ceniza y motas de polvo.
El Gran Manitú cerró la ventana con un golpe.
–Odio este patio, se oyen las teles..., y al final, el himno, y huele a niños descuartizados.
Se volvió hacia Pelayo:
–Cuando te den el cheque, ¿podrás pagar tu parte de alquiler?
El piso estaba compartido entre Pelayo Pelayo, guionista de cine, y Santiago Toxa, apodado el Gran Manitú, abogado laboralista.
–Oh sagrado dios de las praderas, pagaré hasta el último dólar –prometió Pelayo.
La silla emitió un gemido de duda mientras el joven guionista enderezaba el respaldo y se levantaba.
Pelayo Pelayo se dirigió a su habitación, que estaba a escasos metros.
La habitación de Pelayo Pelayo no olía a otra cosa que a él mismo. Junto a la cama, la pila de libros servía de mesilla de noche. Sobre ellos había un cenicero con colillas de Celtas. Encendió la colilla más larga que pudo encontrar y le dio dos chupadas antes de quemarse los dedos.
Desde alguna parte llegaron los solemnes sones del himno nacional al finalizar la emisión televisiva. Después se oyó un rumor de cisternas.
–¡Cierra la maldita ventana!
–¡Está cerrada!
Pelayo salió del dormitorio en dirección al baño, pero estaba ocupado por el joven abogado.
–¿Vas a tardar?
El abogado contestó desde el otro lado de la puerta.
–¿Sabes qué te digo y muy en serio? Te doy hasta este fin de semana para que pagues tu parte del alquiler.
Tiró de la cadena para subrayar la importancia de su ultimátum.
–Si no lo haces, abandonas el piso, camarada. Despídete del sol y de los trigos.
La pila mesilla de libros cenicero es lo último que ve, lee, huele, Pelayo, ya en posición horizontal sobre la cama: el lomo de un manoseado Fedón, que tapa el título de un libro de Azorín, que a su vez está sobre El doble de Dostoievski, con una caja de cerillas que sirve de señal entre páginas y en la que un letrero proclama: «¡Sidra El Gaitero, famosa en el mundo entero!»
Un libro sostiene un vaso vacío; en el lomo se lee: Look Homeward, Angel. Junto a él, un mazo de impresos, cuartillas y sobres encubre a medias un libro del que solamente asoma parte de la cubierta... de la ira... so Alonso.
* * *
Sonó un agudo timbrazo en la alta madrugada. Alertados, Pelayo y Santiago se asomaron a la puerta de sus habitaciones imponiéndose silencio el uno al otro.
Pelayo dio un paso furtivo, y el abogado le empujó hacia atrás.
–Cuidado, el suelo cruje –susurró Santiago Manitú.
El timbre volvió a sonar dos veces seguidas.
–Es la policía, quién va a ser si no. No abras pase lo que pase.
Retrocedieron en la oscuridad. «Solo falta que tropiece con algo», pensó Pelayo, «y me dé la risa floja.»
–Bueno, puede ser el casero. ¿Tiene llave?
–No sé si la tendrá, pero no puede entrar sin permiso.
Pese a que se habían alejado de la puerta, hablaban en voz baja.
–¿El sereno te vio llegar a casa? –preguntó Manitú.
–Claro que me vio llegar. Me abrió la puerta del portal.
–¿Te hizo algún comentario o notaste algo fuera de lo normal?
–No, nada. Y siempre le doy una buena propina, por si acaso.
El Gran Manitú contrajo los labios y después dijo, en un susurro:
–Saben que estamos dentro. Sean quienes sean.
Se oyeron unos golpes recios en la puerta.
–Es el sereno, con el mango del chuzo –dedujo Pelayo.
–Viene con la policía. Para que te fíes del sereno.
El Gran Manitú se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y actitud tranquila.
–Aquí seguiremos, como el pino junto a la ribera.
Pelayo hizo lo mismo, y expresó lo que más bien parecía un deseo:
–Puede que sea el casero que nos quiere pillar dentro... ¿Cuánto hace que no le pagamos? Si fuera la policía habrían despertado al portero.
–No siempre. Pueden traerse sus propios testigos o al primer borracho que encuentren por la calle.
Un hilillo de luz eléctrica se colaba por debajo de la puerta.
Pelayo se fijó –a contraluz– en el cuello gastado de la camisa del Gran Manitú. El borde asomaba y se ocultaba dentro del jersey, según los movimientos esporádicos de los hombros del abogado.
–¿No tendrás material en casa, eh?
Pelayo negó con la cabeza y contestó con voz susurrante:
–La casa está limpia Uh, quizá haya algún Mundo Obrero antiguo. Otras publicaciones del Partido no hay... Bueno, eso creo.
Horas más tarde los dos compañeros seguían en vela, atentos a las sombras de la rendija de la puerta.
El hilo de luz se iba volviendo azul. No se oyó ningún timbrazo más, ni golpe alguno.
Pelayo seguía sentado en el suelo, a la espalda de Santiago, sin más visión durante varias horas que el cuello rozado de la camisa de su amigo, que aparecía y desaparecía sin un ritmo fijo.
–Es odioso.
El abogado se volvió y preguntó:
–¿El qué?
Pelayo bostezó.
–Nada, nada, voy a revisar mi cuarto. Tranquilo, no quedará nada.
–Eres un irresponsable. En cierta medida, esta casa es un despacho laboral, ¿entiendes?, y no puedes poner en peligro la defensa de los trabajadores. Vas y tiras todo lo que huela a panfleto, aunque sea un anuncio de ron cubano.
El Gran Manitú se irguió en su larga estatura y miró la hora en su reloj, con prisa. Al coger la chaqueta colgada del respaldo de la silla, echó una mirada al guion de cine que había permanecido toda la noche sobre la mesa.
Lo apartó con brusquedad para sacar de debajo unos legajos del juzgado laboral. Señaló con la barbilla el guion y sentenció, como emitiendo un dictamen:
–La fetichización de los sentimientos... ¿Queda café?
Al ponerse la chaqueta y estirar el jersey, volvió a asomar el cuello rozado de la camisa.
–Es odioso –repitió Pelayo.
–¿Cómo?
–Que no quede café.
Pelayo estiró los brazos y desentumeció las piernas.
Recolocó con cuidado las páginas del manuscrito.
El abogado volvió a criticar el guion e insistió en que un comunista es siempre comunista, también a la hora de escribir guiones de cine.
Pelayo respondió:
–Todos somos camaradas, pero algunos, además, somos pecadores.
* * *
Encontró los panfletos y las llamadas a la libertad de los presos políticos entre un trozo de queso y unas latas de sardinas. También debajo de un juego de toallas, en el armario de luna.
Había muchos más de los que recordaba, quizá por no haberlos repartido o distribuido a tiempo o lanzado al aire en una estación de metro. Así que sacó todo el montón de casa, camuflado entre las páginas del guion.
La gente iba deprisa, camino de las paradas de transporte público. Pelayo acompasó su paso al de los transeúntes.
Allá en lo alto, el reloj del templo gris y blanco daba los cuartos. ¿Siete y cuarto, y media, ocho menos cuarto? Las campanadas avisan, pero al final se termina mirando el reloj de pulsera: las siete y media.
Se había ausentado de casa más temprano que nunca; mejor no estar donde te buscan.
La tienda de huevos y leche ya estaba abierta. «Cosa rara», pensó, «porque normalmente abre a partir de las diez.» La huevera, una señora mayor vestida de gris, estaba fijando la puerta con un taco, y le miró al pasar sin saludarle. Sí, era verdad, ya no compraba allí los huevos y la leche, Pelayo había cambiado de establecimiento, pero eso no era razón suficiente para denunciarle a la policía –rio el joven guionista.
En la esquina de Cardenal Cisneros con Eloy Gonzalo había una papelera; la calle estaba demasiado expuesta en ese momento como para hacer la maniobra de sacar la propaganda de entre las páginas del guion y echarla dentro. Además, la huevera podía seguir mirándole.
Compró el Abc en el quiosco de la glorieta de Iglesias. Contó el dine...

Índice

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  24. Rodaje
  25. Créditos