El nuevo Barnum
eBook - ePub

El nuevo Barnum

  1. 310 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Una mirada caleidoscópica (lúcida, rigurosa, irónica) sobre el gran espectáculo de la sociedad occidental en las dos primeras décadas de nuestro milenio.

En este libro se recogen los artículos que Alessandro Baricco ha ido publicando en diversos medios periodísticos en los últimos veinte años. El título remite al célebre empresario P. T. Barnum, creador del espectáculo basado en fenómenos "frikis", puesto que Baricco aborda la cultura contemporánea como si fuera un circo donde se suceden de forma caleidoscópica diversas pistas, donde tienen cabida desde las manifestaciones de la cultura popular hasta las consideradas como de alta cultura: el deporte, la televisión, la literatura, el cine, el teatro, la fotografía, la música clásica, pero también aspectos más serios como pueden ser las polémicas sobre las subvenciones (o no) al mundo de la cultura o el atentado contra las Torres Gemelas.

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Información

Año
2022
ISBN de la versión impresa
9788433964793
ISBN del libro electrónico
9788433943811
Categoría
Literature

Entr’acte 1

Los cinco mejores lugares del mundo donde pensar y tener ideas inteligentes sobre uno mismo y sobre los demás.

MUMBAI

La India es un montón de cosas y una de ellas es Mumbai, que en mis libros de cuando era pequeño se llamaba Bombay y era un asunto de marajás y de veleros holandeses. Nunca me habría imaginado este mar marrón, Fiat 1100 con los interiores tapizados con flores y familias que por la noche duermen acostadas en las aceras, con un sueño tan seráfico, y tan delgadas en su derrota física, que parecen haber sido litografiadas allí mismo por un excelente artista. Yo, en lugar de eso, imaginaba elefantes. Pero también, con un instinto inexplicable, que las mujeres caminarían de ese modo, con esa elegancia ilógica, incluidas las más ancianas o las menos bellas, todas ellas dedicadas, sin saberlo, a convertir la India en un aparente refugio gigantesco para top model retirées. Y con turbantes, soñaba yo. Pero de eso hace bastante tiempo.
Mumbai es un montón de cosas y una de ellas es esta biblioteca por la que he atravesado una cuarta parte del mundo para volver a verla y para asegurarme de que aún está ahí. Si pensáis en una biblioteca como las nuestras andáis desencaminados y me costará muchísimo quitaros esa idea. Acabaremos antes si os imagináis el palacio de algún imperialista inglés, consagrado a sus propiedades, sustentado por su riqueza y enamorado de los libros. Hasta el punto de hacerse construir una enorme sala de lectura, recubrirla con volúmenes, dotarla de ordenadas mesitas de madera trabajada: añadid unas espléndidas puertas ventana que conducen, desde la sala, a una terraza cubierta, que la presencia tranquilizadora de una chaise longue de madera y mimbre convierte en sublime. Si habéis logrado llegar hasta aquí, imaginaos ahora todo ello en un estilo neogótico victoriano, sí, soy consciente de la dificultad: es un estilo arquitectónico por el que los ingleses deberían pedir disculpas, pero en fin... Pero, volviendo a lo que íbamos: si habéis conseguido enfocar la biblioteca del hipotético imperialista inglés (metafóricamente, claro está), que sepáis que tan solo habéis hecho la mitad del trabajo. Ahora añadid a esa biblioteca una revolución, la caída del Imperio, la India de Gandhi, una década de socialismo, muchas décadas de humedad y de temperaturas imposibles, el paso de infinitos estudiosos y de gente ociosa; para finalizar, considerad una civilización para la que el término mantenimiento tiene un significado claramente sublime, pero distinto del nuestro, y cuya idea del gusto es el resultado de variables a cuya altura no estamos nosotros. Eso es. Bienvenidos a la Sassoon Library, Mahatma Gandhi Road, n.º 152, Mumbai.
Que, además, ni siquiera se trataba de una biblioteca, al principio, es decir, a mediados del siglo XIX, cuando los ingleses la construyeron. Si lo he entendido bien, era una especie de club para los empleados de la fábrica de moneda inglesa, estudiosos de mecánica. El nombre –que yo encuentro espléndidamente dickensiano– procede de un individuo que se llamaba David Sassoon: era un judío de Bagdad que, en la mesa de juego asiática, movió con tal habilidad algodón, opio y petróleo que terminó acumulando una riqueza para la que, me imagino, serían necesarias esas unidades de medida que tanto me deleitan cuando leo las historias del Tío Gilito (fantastillardos, incredibillones, me refiero a esas). Ganaban dinero a espuertas y luego alguna cosa restituían: esa biblioteca, por ejemplo, fue construida también con un pedazo de cheque de la familia Sassoon. Ahora en el vestíbulo de la entrada reina la estatua a tamaño natural del gran David, que, vestido con ropas orientales y larga barba de gurú, parece el comendador de Don Giovanni, aunque mil veces más tranquilo. Rodeas la estatua, entras en el despacho de dirección (una acogedora sala de espera de de consulta de odontólogo de los años cincuenta), mantienes una agradable charla con el responsable de turno, preguntas si puedes trabajar un par de días en la biblioteca y, sin importar lo que te haya respondido, te despides cordialmente, luego subes la escalinata en forma de tijera, no dejas que te distraiga esa extraña sensación de que te está siguiendo el odontólogo, que en realidad te había contestado que No, y entras triunfalmente en la sala de lectura. Estás haciendo algo que no vas a olvidar y lo que hace que te des cuenta de ello inmediatamente es el ruido.
De hecho, la Sassoon Library da a una de las calles más anchas y transitadas de Mumbai, una especie de río en avenida que, desde la bicicleta al autocar, desde el motocarro hasta la hormigonera, arrastra consigo de todo, en un gran concierto de tubos de escape, bocinas, frenadas, chirridos siniestros y conmovedores silbatos (hay guardias, al parecer, aunque no resulta clara su función). Teniendo en cuenta que el calor es asfixiante e implacable, en la biblioteca tienen todas las ventanas abiertas y, es más, eso se hace con orgullosa e impávida naturalidad. Por tanto, la Sassoon Library es, que yo sepa, la biblioteca más bulliciosa del mundo. El asunto no parece molestar a los usuarios, muchos de los cuales, contra toda lógica, salen a estudiar a la terraza, donde más o menos uno tiene la sensación de estar encima de un semáforo. Podrían poner aire acondicionado e instalar cristales dobles: me gustaría darle las gracias personalmente a quien no ha encontrado nunca el dinero para ello, sea quien sea. Yo crecí en bibliotecas en las que, cuando abrías el estuche, se oía el ruido de la cremallera. Aquí, si tienes que intercambiar dos palabras con el vecino de al lado, tienes que gritar como en una fiesta. El vecino, por otro lado, suele estar dormitando, tendido tan pancho en una chaise longue: no es raro que se haya quitado los zapatos para estar más cómodo. Ante tanta serenidad, te das cuenta de que solo es cuestión de relajarse y, en efecto, en un tiempo razonable, los tubos de escape de allí abajo empiezan a transmutarse en un inmenso batir de alas y las bocinas se convierten en pájaros tropicales que se intercambian mensajes ilegibles, pero sin duda urgentes. Comprendes entonces que estás en una inmensa pajarera, con un sound único: repentinamente rodeado por un parque que te ha ahorrado la miseria del silencio, te sorprendes, de repente, a tus anchas. Empiezas a estudiar o a pensar. Sale solo, sin esfuerzo. Estás en tus pensamientos antes incluso de que tengas tiempo de preguntarte si los tienes. Es el efecto de la pajarera. La inteligencia es un artefacto extraño, tiene sus sofisticados sistemas de encendido, pero también un buen puntapié la pone en marcha. La pajarera es el puntapié.
Al rato, indolentemente, miras a tu alrededor, donde todo es tan torcido o inexacto o absurdo que no hay forma de que se te ocurra ni un solo pensamiento recto, ni pagando: lo que, a veces, te acaba llevando lejos. El fluorescente que cuelga y tal vez se caiga, una montaña de sillas en un rincón, todas rotas, cables eléctricos sueltos, un cristal que falta aquí, un enchufe que cuelga allá. Qué maravilla. En el techo giran, con una velocidad neurótica, las aspas del ventilador, y lo hacen en el corazón de una inmovilidad total, esa que tan solo las bibliotecas poseen. Los libros no se mueven, la gente lo hace con pequeños gestos lentos, mínimos. Todo está quieto, excepto esa rotación indefensa, allí arriba. Miraba y acudieron a mi cabeza esas películas sobre los condenados a muerte, frente al pelotón de fusilamiento. Los cuerpos inmóviles (¿y qué otra cosa puede uno hacer, por otra parte, llegado a ese punto?). Qué hará el corazón, me he preguntado siempre. Desde fuera no se puede ver, pero allí adentro, en el pecho, ¿qué estará haciendo el corazón, en ese momento? ¿Cómo hay que imaginárselo? Como un ventilador hindú en la inmovilidad de una biblioteca, ahora lo sé. Me imagino que es lo máximo que puede saberse al respecto, cuando tiene uno tan escasas posibilidades de ser fusilado.
Y, por otra parte, debido a ese latido, en la Sassoon todo tiende cómicamente a salir volando –hojas, apuntes, páginas– y esto no me habría sugerido per se nada más que tal vez una sonrisa. Pero estaban allí esos pájaros tropicales y toda la pajarera al completo, en su encantadora decrepitud, de manera que era imposible no tener pensamientos sesgados, hasta el punto que empecé a fijarme en que la gente, allí, con gran paciencia y cuidado, deposita sobre sus hojas, apuntes, fotocopias, para impedir que salgan volando, objetos ordinarios, pero pesados, objetos de la vida cotidiana: el móvil, el reloj de pulsera, el casco, y allí me acordé de que eso es lo que hacemos, siempre, todos nosotros, cada día. Quiero decir que se tienen visiones, deseos, locuras, o tal vez solo ilusiones, a lo mejor proyectos, y en resumen todo lo que hacemos mientras los estudiamos o los compilamos o los escribimos en nuestra fantasía, es mantenerlos sujetos con la vida ordinaria –los deberes, las tareas, las responsabilidades, el casco– y todo esto para que el ventilador de la suerte no haga que salgan volando. No hay que creer que uno se llena la vida de cosas por hacer, aburridas incluso, de gran responsabilidad, para sustituir con ellas los sueños: se las utiliza para mantener sujetos los sueños, para que no salgan volando. Si tenéis veinte años no podréis comprenderlo: es una técnica refinadísima de supervivencia que se aprende con la experiencia. No tiene nada que ver con el hecho de hacer los sueños realidad: tiene que ver con tenerlos. Lo que, que se sepa, es lo único que resulta auténtico e importante: hacerlos realidad, al final, es una especie de corolario no siempre del todo elegante.
Estudié un poco, me había llevado conmigo a Conrad y unos sonetos italianos, para una cosa que estoy preparando. En la gran pajarera, Conrad sonaba impreciso y fuerte como siempre; Petrarca, rotundo como no me lo había parecido en mi vida. Resulta curioso ver cómo el primero escribía mal y lo contaba todo; el segundo escribía divinamente y no contaba casi nada. En cualquier caso, el resultado es el mismo: la belleza. La de Conrad se encontraba precisamente en su casa, en medio de ese gran puchero de sudor, ruidos, olores, calores; un hechizo parecía la de Petrarca, tan limpia, despejada y transparente, que hasta habría despertado al tipo de allí, en calcetines, sobre la chaise longue, para que la viera. Son tan amables, por estos lares, que ese hombre lo habría valorado, estoy seguro al respecto. Pero, en realidad, lo que hice fue quedarme un buen rato allí y luego volver a meter todo en la mochila y levantarme: me apetecía marcharme al Victoria Terminal para ver partir los trenes, otro espectáculo letal, otra invención inglesa integrada ahora en esa Babel hindú. Lo más bonito es subirse a los trenes y saltar de ellos cuando parten: no cierran nunca las puertas, saltas de los vagones todas las veces que quieras sin llegar nunca a ningún sitio (es algo que encuentro delicioso también en la vida). De manera que coloqué bien la silla (poner orden en el caos, mi pasión, que practico sin especial talento) y lancé un último vistazo a esa sala que seguro que nunca dejaré de amar. Además, por razones que no son comprensibles, la primera gran mesa estaba cubierta por un metro de libros apilados al azar (alrededor, estanterías vacías: racionalidad hindú, bastante menos aburrida que la nuestra). También la segunda gran mesa (hablo de mesas de seis, siete metros) estaba sepultada bajo un metro de legajos varios. En la tercera, cubierta hasta la mitad de libros, solo la otra mitad volvía a ser de nuevo mesa, había dos individuos sentados, justo donde terminaban los libros, estudiando. Por el efecto perverso de la pajarera, que ya debo de haber explicado, me pareció claro que esos dos tipos tenían las horas contadas y que, probablemente por las noches, el avance de los libros acabaría tragándoselos. Es probable que lo sepan, me dije, y, es más, que ese sea su verdadero objetivo. En efecto, si uno se fija bien, hacemos montones así para luego acabar convertidos en libros, nosotros, los que escribimos o estudiamos: debe de ser nuestra forma de aspirar a cierta forma de eternidad o a un instante de auténtica autoridad. O, más probablemente, tal vez sea tan solo una forma muy digna de desaparecer.
Afuera, la pajarera era una parrilla de olores, destinos, pies, manos y contrasentidos, y, sin percatarme, se apoderó de mí y me arrastró. Me llevé a mí mismo, a Conrad y a Petrarca primero a los trenes y después al mercado de alimentos cubierto de Mumbai, uno de esos lugares donde el término higiene pierde todo significado y la palabra belleza adquiere otros sorprendentes. Eran cosas que Conrad sabía. Petrarca, menos: a duras penas seguía existiendo aún, agazapado en sus endecasílabos, casi transparente, cuando al llegar a casa intenté explicarle que ya estaba a salvo, lejos de esa forja de caos y recluido en mi alegre melancolía.
7 de junio de 2013

TÁNGER

Por lo que yo sé, nacemos en madrigueras, crecemos allí y luego todo lo demás es viaje hacia un confín que solo de tanto en tanto estamos destinados a superar: a menudo llegar hasta allí ya lo es todo. Por eso solo se me da bien pensar donde encuentro un refugio absoluto o donde camino en vilo sobre los bordes. Otros lugares, sitios intermedios, claro que los he visto, y he habitado en ellos, pero precisamente, lo único que puedo es permanecer en ellos, no es allí donde me resulta fácil pensar. Puedo vivir, que es otra cosa, decididamente menos intrigante.
Quedándome en los confines, tengo toda una colección propia y, sobrevolando los del ánimo, que resultan invisibles, me gusta hacer las maletas e ir a poner los pies y los ojos sobre ellos, en cuanto puedo, especialmente donde la geografía o la historia los ha dibujado con mano particularmente feliz, donde le han quedado muy bien. Entre todos ellos hay uno que geografía e historia decidieron dibujar juntas y tal vez por eso a mí siempre me ha parecido uno de los más exactos y elegantes y hermosos. Es un punto delimitado en el que se cruzan de verdad tres confines: el primero separa Europa y África; el segundo, el Mediterráneo y el océano Atlántico. Irresistible es el tercero, que nos llega de un remoto recuerdo; allí se acaba el mundo y empieza lo desconocido. En rigor, se trata de una porción de mar que ni siquiera es muy grande. Nunca he estado allí, físicamente, a remojo en el agua, pero sé cuál es el lugar más hermoso desde donde verlo, sumergido en la tierra. Me parece delicioso que se trate de un bar.
Como algunos antiinflamatorios, Tánger es una ciudad de absorción lenta: cuando uno llega a ella, es hermosa, y punto. Pero si le das tiempo, te va vaciando poco a poco y, entonces, te liberas y te encuentras en alguna lejana región de ti mismo de la que no sueles recibir despachos: una provincia lejana. El punto de no retorno, en mi opinión, es cuando te das cuenta de que sales de casa por la mañana, y no tienes nada que hacer, quiero decir, te parece absolutamente sensato empezar una jornada sin ninguna tarea concreta, sin ningún resultado que obtener, nada. En ese momento, te conviertes en un tipo de ser viviente cuyos únicos propósitos son saciar la sed, calmar el hambre y cambiar de ubicación de vez en cuando, sin motivo aparente, como desplazarse desde el bar del Continental al Café Tingis; del mismo modo que, como se habrá advertido, los pájaros cambian de rama y los perros, más allá, pasan de un lado al otro de la plaza, para tumbarse. Llegados a este punto, es mejor darse prisa para sacarse un billete de regreso. Pero también, hay que decirlo, ya estáis preparados para acercaros hasta el lugar donde estoy aquí para explicaros: se llama Café Hafa.
Hafa quiere decir borde del precipicio y, creo, por extensión, miedo. Y, en efecto, el Café Hafa está justo al borde del precipicio, es decir, donde el acantilado cae en picado y se lanza al mar, no lejos de la Medina, en la zona del estadio viejo. Más que un café como podéis imaginároslo, es una sucesión de terrazas que van bajando, con siete, ocho escalones, parecidas a los olivares de Liguria. Lo único es que en vez de olivos hay mesitas y sillas y, lo más importante, delante no está el charco del mar de Liguria sino un brazo de mar que es una categoría del espíritu, un lugar totémico, una frontera de la mente: las Columnas de Hércules. Allí termina el Mediterráneo y empieza el océano y, allí, durante milenios, los seres humanos fijaron la frontera donde terminaba el mundo y empezaba lo desconocido. Por esa puerta salió Ulises y nadie volvió a verlo nunca más, dice la leyenda dantesca: en su destino hemos enseñado, durante siglos, que el hombre ha nacido para buscar y, por tanto, para perderse.
Sentados a las mesitas del Hafa, todo el asunto adquiere, hay que decirlo, una imprevisible dulzura. Por una suma que no llega al euro, te ofrecen un té con menta que ha sido tomado al asalto por enjambres de avispas y claramente demasiado azucarado: el hecho de que te parezca el mejor té con menta de tu vida me confirma la idea, que me hace impopular entre los del Slow Food, de que el placer de la comida (bebidas incluidas) depende casi por completo del estado de ánimo con que la afrontas, de dónde estás, de quién está contigo, de qué luz hay, de los ruidos de alrededor. (No es así con los libros, por ejemplo, y esto tal vez quiera decir algo, y sé de qué se trata, pero este no es el momento de hablar de ello, pues, si no, empiezo a divagar...) (Añado únicamente que tarde o temprano tendrán que darse cuenta, por ejemplo, de lo inútil que resulta hacer la mejor fritura del mundo si luego tengo que comérmela con el Bolero de Ravel en mis oídos.) (Pido disculpas, soy incapaz de contenerme.) Como iba diciendo. Estás a horcajadas en la frontera simbólica más fuerte de nuestra civilización y tomas sorbos de tu té con menta intentando no tragarte las avispas. Hay que decir que el Hafa está ahí desde 1921 y, milagrosamente, a nadie se le ha pasado por la cabeza vendérselo a un ricachón ni montar ahí un local cool: por tanto, es necesario imaginárselo más bien decrépito, sillas de plástico, servicio descuidado, precios populares e higiene bajo mínimos. En el Estrecho, allí donde empezaba lo desconocido –y empezará para siempre, en nuestra fantasía–, el mar fluye lento y burlón: indeciso entre si ser mar u océano, acaba pareciendo un río obeso; bajo una luz cegadora, lo bajan o lo remontan sórdidos cargueros, románticos pesqueros y gaviotas despreocupadas de todo. Todas las cosas se mueven con lentitud, excepto el viento, y tal vez sea también por eso que este confín, que tendría que imponer ansiedad y desaliento, te encuentras observándolo con una extraña paz plena, entre personas que hablan con calma, miran y no hacen nada, de tanto en...

Índice

  1. Portada
  2. FRIKIS, PISTOLEROS E ILUSIONISTAS
  3. Señoras y señores
  4. Entr’acte 1
  5. Acrobacias
  6. Entr’acte 2
  7. Atracciones
  8. Bonus track
  9. Notas
  10. Créditos