Cien noches
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Cien noches

Luisgé Martín

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Cien noches

Luisgé Martín

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Una fábula moral con trazas detectivescas y científicas que indaga en el amor y la infidelidad. Una novela erótica y negra que explora las formas que adoptan las mentiras.

Alrededor de la mitad de los seres humanos confiesa ser infiel sexualmente a su pareja. ¿Pero la otra mitad dice la verdad o miente? Solo hay una forma de comprobarlo: investigar su vida a través de detectives o de medios de espionaje electrónico. Este es el experimento antropológico que plantea esta novela: investigar sin su consentimiento a seis mil personas para elaborar por fin una estadística fiable de los comportamientos sexuales de nuestras sociedades.

Irene, su protagonista, busca en la sexualidad los secretos del alma humana. De joven, viaja de Madrid a Chicago para realizar sus estudios universitarios en Psicología, y allí, lejos de su familia, empieza a analizar casi científicamente a los hombres con los que se cruza y con los que se acuesta. Su mirada fría de investigadora cambia cuando se enamora del argentino Claudio, que arrastra consigo un doloroso secreto y cuya familia tiene un pasado oscuro vinculado con la historia de su país.

Cien noches es a la vez una novela de reflexión sentimental, de indagación erótica y de persecución policial de un asesino que no ha dejado ningún rastro de su crimen.

En Cien noches se exploran las distintas formas de amor –algunas radicales y extremas– y los diversos comportamientos sexuales –algunos igualmente radicales y extremos–; se levanta acta de la lealtad, la infidelidad, los deseos inconfesables, los tabús, las medias verdades y los engaños que envuelven nuestras relaciones. Se habla de máscaras y de mentiras. Y a modo de juego se incorporan una serie de expedientes de adulterios que el autor pidió a los escritores Edurne Portela, Manuel Vilas, Sergio del Molino, Lara Moreno y José Ovejero, en un estimulante ejercicio de promiscuidad literaria.

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Información

Año
2020
ISBN
9788433941930

Proyecto Coolidge

I

Christopher Madison entra en el despacho de Adam Galliger. Se sienta con la espalda muy recta y las piernas juntas, como siempre, y antes de empezar a hablar se estira los puños de la camisa para que asomen cuatro o cinco centímetros de la bocamanga de la americana. Al otro lado de la mesa, Galliger examina su comportamiento con una sonrisa compasiva en los labios. Observa su indumentaria: cuando quiere tratar un asunto comprometido se pone unos gemelos de oro y una corbata oscura sin dibujos.
«¿Qué desea, Christopher?», pregunta. Lo hace con respeto y con interés, aunque sabe perfectamente de lo que Madison ha venido a hablar. Se divierte viendo cómo se le atiesa más el cuerpo, cómo aprieta las manos sin atreverse a decir nada. Aunque Madison sin duda ha ensayado varias veces sus palabras, ahora le flaquea la fuerza. Galliger deja pasar el tiempo con crueldad, pero siente afecto hacia ese hombrecillo anciano que lleva sirviendo a los intereses de su familia desde que él era joven. Debería haberse jubilado ya hace muchos años, pero si lo hiciera creería seguramente que es desleal.
«En el presupuesto mensual de la dirección he visto unas facturas proforma que deben de estar equivocadas, señor Galliger», dice con un hilo de voz, moviendo las pupilas hacia uno y otro lado del despacho. «No creo que estén equivocadas, Christopher», responde con cierta dulzura Galliger, que sabe bien a qué facturas se refiere. «Yo mismo revisé el estadillo contable.»
Madison se atusa el bigote y está a punto de rendirse, pero en un último acto de valor, abre el cartapacio que ha traído, busca un papel y lee en voz alta. «Hay tres partidas para pagar a investigadores y detectives privados por un importe de diez millones de dólares», dice con un tono de voz alarmado, y desglosa los tres montos de la cuenta.
«Esa es solo la primera parte, Christopher», asegura Galliger sin dejarle seguir. «Habrá otra partida igual dentro de seis meses.» Madison levanta de golpe los hombros, interrumpe un gesto en el aire. «¿A qué se refiere, señor Galliger, qué quiere decir?» «El importe total es de veinte millones de dólares», explica Galliger. «Las tres facturas que usted ha visto son únicamente la primera mitad.» Madison aún duda de si está entendiendo lo que oye. «¿Quiere decir que el total son veinte millones?», pregunta. Galliger asiente, lo repite de nuevo: «Veinte millones.»
Hay unos momentos de silencio durante los que Madison vuelve a estirarse los puños de la camisa y mira desordenadamente hacia todas partes. Mueve los labios, pero no llega a emitir ningún sonido. «Veinte millones», dice otra vez, y de nuevo se queda callado. Las mejillas se le han ruborizado. «¿De qué tipo de investigación se trata, señor?», pregunta por fin. «Eso no es pertinente, Christopher», dice Galliger sin inmutarse. «No es materia de discusión.» «Pero veinte millones es mucho dinero», insiste Madison, levantando un papel como si lo necesitara para demostrar algo. «Perdone que se lo haga notar, pero es mi obligación advertirle.»
Galliger hace girar levemente su sillón de cuero y apoya los codos en la mesa para estar más cerca de Madison, que se asusta durante un instante. «¿Cuánto dinero tengo?», pregunta con una voz afectuosa, parecida a la que se emplea con los niños cuando se les quiere enseñar a razonar. Madison duda. «Depende de las cotizaciones del día, señor Galliger», dice. «Ayer, seis mil setecientos millones de dólares.» Galliger asiente. «¿Usted cree entonces que veinte millones es mucho dinero?», vuelve a preguntar.
Madison se quita las gafas, azorado, y juega con ellas entre los dedos, abriendo y cerrando sus patillas. «Usted sabe lo que pensaba su padre», dice como disculpa. «Christopher, mi padre me consintió todas las extravagancias», asegura Galliger. «¿Cuánto me gasté cuando le pedí la mano a mi esposa?» Madison responde enseguida, como si tuviera la cifra frente a los ojos: «Veintitrés millones, señor.» Y a continuación puntualiza: «Veintitrés millones de aquella época.»
Galliger se recuesta de nuevo en el sillón y abre las manos como si diera por terminada la discusión, pero añade: «Mi padre sabía que solo se arruinan los jugadores y los especuladores. Por eso estaba tranquilo conmigo, aunque le irritasen mis rarezas. Porque yo no soy ni una cosa ni la otra. Ni siquiera soy un borracho.» Madison, avergonzado por haber llegado hasta ese punto de la conversación, hace un ademán extraño para dar a entender que jamás habría considerado esas posibilidades. «Me gusta averiguar cosas, Christopher, nada más. Y veinte millones me parece un precio asequible. Usted conoce bien cómo se mide el valor de algo: restando lo que se paga de lo que uno tiene. Y con seis mil setecientos millones todo resulta barato.»
Madison recoge bien los papeles y cierra la carpeta. Su rostro tiene un color rojo encendido. «No quiero molestarle más, señor Galliger», dice mientras se levanta. «Usted nunca me molesta, Christopher», responde Galliger. «Es una de las pocas personas en las que confío ciegamente. Venga siempre a decirme todo lo que estime oportuno.» Madison sonríe forzadamente y hace una reverencia rápida con la cabeza. «Así lo haré», dice antes de darse la vuelta y salir con prisa del despacho.
Desde los seis años fui a un colegio religioso regentado por una orden de clérigos alemanes que, aunque eran católicos, tenían toda la severidad moral del protestantismo. Lo peor de los dos mundos. El colegio, situado a las afueras de Madrid, tenía dos edificios simétricos unidos por un gran patio amurallado. En uno de ellos estaban las aulas de los chicos y en el otro las de las chicas. Al parecer, el patio había estado dividido antiguamente por una verja que solo se abría en las fiestas de graduación y en ocasiones especiales. Cuando yo comencé a ir, sin embargo, no quedaba ningún rastro de esa verja. Los alumnos y las alumnas permanecíamos separados, atrincherados cada uno en su espacio, pero había en el centro una tierra de nadie en la que los mayores, los de los últimos cursos, se mezclaban.
Mi mejor amiga, desde el preescolar, era una niña tímida que se llamaba Adela y que vivía en una casa casi vecina a la mía. Nuestros padres se turnaban para llevarnos y recogernos del colegio en coche. A esas expediciones se unió en el tercer curso Hugo, un niño de ojos azules que acababa de mudarse a Madrid con su familia y que vivía también en la misma zona.
Adela y yo le teníamos mucho cariño a Hugo, pero era un estorbo en nuestra intimidad infantil. A veces nos veíamos con él en el recreo, en ese espacio neutral del centro del patio, y a veces quedábamos los tres en la urbanización para jugar. No hacíamos los deberes del colegio juntos porque teníamos profesores diferentes, pero Hugo, que no era demasiado estudioso ni demasiado inteligente, nos pedía ayuda en las vísperas de exámenes o cuando tenía que entregar un trabajo escolar difícil. Como su casa estaba al lado de la de Adela, iba allí muchas tardes a estudiar con ella y a resolver sus dudas.
Adela y yo éramos niñas curiosas y perspicaces. Nos interesaba todo: la ciencia, el lenguaje, la lógica matemática, la geografía, el cine e incluso la religión. En la biblioteca de mis padres no había muchos libros interesantes (eran casi todos repertorios jurídicos y códigos legales), pero en mi décimo cumpleaños me habían regalado un volumen grueso que se titulaba Enciclopedia del saber humano, lleno de ilustraciones y de reseñas sencillas acerca de todo aquello que podía cautivar a una niña observadora como yo. Había capítulos dedicados a la filosofía griega, al estudio de los insectos, a la caja negra del cinematógrafo, a las capas geológicas que habían ido formando las islas y los continentes, a Shakespeare o a la pintura barroca española. Yo leía todos aquellos textos como si fueran evangelios, y así hablaba de ellos con Adela, con Hugo o en las clases del colegio, donde a veces me llevaba alguna reprimenda filosófica.
Vista desde su posterioridad, que es desde donde se ve siempre la infancia, yo fui una niña feliz hasta los trece años. Devoraba libros de cualquier materia que cayeran en mis manos, compartía mis aprendizajes con Adela y con Hugo y soñaba con un futuro tan asombroso que me podría llevar a cualquier parte a la que desease ir. A un barco pirata, al centro de un volcán en erupción, a la corte de Cleopatra o al interior de una de esas cajas misteriosas que los magos serraban por la mitad sin hacer ni un rasguño a quien estaba dentro.
A los trece años, sin embargo, comencé a convertirme en un monstruo. Me creció el pecho, se me afilaron los rasgos de la cara, las caderas se me ensancharon y las piernas, flacas, se volvieron firmes y refulgentes. Los chicos mayores, en el colegio y en la urbanización, empezaron a interesarse por mí de una forma que me asustaba.
Mi madre me había prevenido siempre contra los hombres. A los once años me había puesto en manos de un consejero espiritual que me aseguraba en cada uno de nuestros encuentros que todos los instintos de mi cuerpo me llevarían no solo al infierno, sino sobre todo al desengaño, a la tristeza y a la soledad.
Las sensaciones que me provocaba mi nuevo cuerpo me llenaban de terror por las noches, cuando rezaba arrodillada junto a la cama antes de acostarme. No me atrevía a mirarme en el espejo desnuda. Y me acostumbré a vestirme con jerséis cerrados y pantalones sin ceñir.
En aquellos primeros años, el miedo era seguramente una superstición religiosa debida a mi madre y a ese consejero espiritual que me hablaba del infierno y de la lascivia de Satanás con palabras amenazadoras y negras. Pero luego el miedo se convirtió en otra cosa más destructiva. Poco después de cumplir quince años, Hugo dejó de prestarle atención a Adela y comenzó a apurarme a mí con atenciones excesivas que yo –encerrada en ese mundo celestial en el que no existía el pecado– tardé mucho tiempo en percibir. Aunque mi casa estaba más lejos, él prefería ahora venir a estudiar conmigo, incluso las asignaturas en las que Adela destacaba más. A menudo se demoraba con distracciones y esperaba a que mi madre le invitara a quedarse a cenar. Hugo siempre aceptaba.
Un día en que mis padres no estaban en casa se atrevió a besarme. Yo no tuve valor o conciencia para negarme. Cerré los labios y esperé a que él se apartara. En aquella época probablemente yo ya no creía en Dios, pero esa noche, cuando Hugo se marchó, recé.
La belleza es monstruosa. A lo largo de mi vida he hablado de este asunto con muchas mujeres –y con algunos hombres– que creen que es un privilegio sin contrapartidas. Nadie es capaz de entender que la belleza va devorando las convicciones y las certidumbres hasta acabar con ellas. Remueve todos los sentimientos con la misma constancia con la que el agua, invisible, erosiona una roca hasta acabar con ella.
Me he casado tres veces, y mis tres maridos se equivocaron de mujer: buscaban a otra diferente. Hubo muchos otros hombres, además, que me amaron sin más por el extravío de mi belleza, por el malentendido y la emboscada. ¿De qué sirve ese amor? Ahora estaría perdido. Hace mucho tiempo que estaría perdido.
Tardé mucho tiempo en aprender a vivir con esa monstruosidad, y a los quince años, cuando recién la había descubierto, me produjo la misma repugnancia que la sangre que cada mes me bajaba del cuerpo. Quizás era todavía el pecado, pero era también ya el miedo de vivir sin entender la vida.
Hugo me besó muchos días sin que yo me apartara de él, aterrada, pero hubo uno en el que no supo detenerse y siguió descabezado, sin rumbo, hasta sacarme las bragas e introducir poco a poco su verga en mi vagina. Estábamos en una cama, pero ninguno de los dos nos desnudamos del todo: solo hubo una lascivia funcional. Hoy, en nuestro tiempo, aquel acto se habría clasificado –jurídicamente o no– como una violación. En aquellos años, sin embargo, era un procedimiento normal. La violación cometida sin violencia era únicamente un acto de amor. De hecho, cuando terminó de eyacular, Hugo me preguntó si me sentía feliz. Le dije que sí. Me había violado y se lo agradecí sumisamente. Era mi amigo, no había querido hacerme daño. O aún peor: estaba enamorado de mí con esa fortaleza que solo tienen los grandes sentimientos. No iba a reprocharle el amor. En aquellos tiempos las cosas se hacían de aquella manera.
Este episodio sirvió para llegar a una vuelta del camino y escapar de él. Me separé de Hugo con excusas escolares razonables y esquivé sus visitas –en el patio del colegio o en casa– con disculpas de otro tipo. Fue el final de aquella historia. No volví a tener trato con él.
Empezó a atormentarme algo más perdurable que el dolor: el miedo a no saber las razones verdaderas por las que una persona se acercaba a mí; el miedo a no ser capaz de comprender el sentido de los afectos o de los rendimientos sentimentales. Nunca he terminado de curarme de ese miedo. A medida que me he convertido en una mujer madura y los hombres han dejado de interesarse en mí –o al menos han dejado de hacerlo con aquella pasión cándida y desbocada que los hombres emplean cuando necesitan copular–, he descubierto una felicidad parecida a la que tenía de niña: confío de nuevo en las personas y en sus propósitos. Sé que nadie se acerca a mí por razones torcidas. Incluso empiezo a desear con fuerza que vuelvan aquellas razones torcidas. Los seres humanos somos criaturas siempre insatisfechas. Quien piense que alguien es dichoso y bienaventurado por su belleza, por su fortuna o por su reputación familiar no ha comprendido nada de la naturaleza biológica que nos sostiene. La fealdad es una desgracia. La belleza también.
No recibí ninguna educación sexual por parte de mi madre, y en los años de mi adolescencia, desde los trece hasta los dieciséis, sufrí una vigilancia rigurosa para que no me acercara a ninguno de los chicos que tenía a mi alrededor, salvo a algunos que, como Hugo, se consideraban casi de la familia.
Tal vez por eso, y por la relación incierta que la sexualidad tenía con los sentimientos, el trato con los hombres –cuando por fin p...

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