El don de la siesta
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El don de la siesta

Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo

Miguel Ángel Hernández

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El don de la siesta

Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo

Miguel Ángel Hernández

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Información del libro

Asociada con la pereza y la ociosidad, la siesta contraviene uno de los principios fundamentales del mundo moderno: la pulsión productiva. En los últimos años, sin embargo, este hábito se ha transformado en una herramienta central de la productividad, una rutina saludable, un imperativo del bienestar, e incluso una práctica cool, vendible y consumible. Frente a esa capitalización del sueño, este libro, a medio camino entre el ensayo y la memoria, defiende la siesta como un arte de la interrupción. Un evento excesivo capaz de frenar y transformar el ritmo desbocado del presente.

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Información

Año
2020
ISBN
9788433943583

1. #siesta

No recuerdo el momento preciso en que comencé. Pero desde hace unos años, prácticamente todos los días, a la hora de la siesta escribo un tuit que suele tener que ver con la actualidad. «La siesta de la democracia», el día de las elecciones. «Díselo con una siesta», el día de los enamorados. «¿Truco o siesta?», el 1 de noviembre. «Goya a la mejor siesta revelación»... Pequeños tuits habitualmente humorísticos que poco a poco se han convertido en una costumbre y que incluso me restan tiempo de sueño. En más de una ocasión he pasado la siesta en vela intentando encontrar algo ingenioso que tuitear.
Supongo que en esos tuits se encuentra el origen de este libro, especialmente en el deseo ingenuo de recopilarlos y publicarlos en papel. Con esa intención en mente es con la que descargo en mi ordenador el archivo de Twitter y comienzo a rastrear tuits que se remontan a 2010. Abro un documento de Word y comienzo a pegarlos uno detrás de otro:
«Vine a esta cama porque me dijeron que acá dormiría mi siesta.»
«Primero como tragedia, después como siesta.»
«Las siestas felices son todas iguales; las infelices lo son cada una a su manera.»
«Acato esta siesta por imperativo legal y categórico.»
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a dormir la siesta.»
«Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo; por una siesta..., yo no sé / qué te diera por una siesta.»
«Guardar siempre una siesta en la recámara.»
«Me encanta el olor de la siesta al mediodía.»
«Vendrá la siesta y tendrá tu cama.»
«Siesta permanente revisable.»
«¡Siesta de mi vida!»
Abandono la idea rápidamente. Muchos de estos tuits ya no tienen sentido. Fueron escritos para un presente tan inmediato que muchas veces ni siquiera reconozco. Se encuentran tan apegados al instante en que se redactaron que no hay forma de extraerlos de ahí. Además, gran parte de la gracia y la fuerza de esos tuits tiene que ver con encontrárselos en mitad del día, sin buscarlos, en la maraña de la actualidad.
Volver a leerlos, sin embargo, me hace consciente de la cantidad de momentos que han quedado ahí para siempre, actualidad «escenificada» que se perderá como píxeles en una lluvia de datos. Y es que escarbar en el timeline de una red social es viajar en el tiempo, literalmente. Un tiempo fugaz, que desaparece constantemente. Las redes son dispositivos de presente. Solo funcionan hacia delante, siguiendo la flecha del paso inexorable del tiempo.
Publicar esos tuits, sacarlos de la actualidad, de su presente, sería demasiado artificial. Entre otras cosas, porque ya habían sido publicados. Un tuit es una declaración «pública», una palabra fijada a un contexto. Tal vez algún día los rescate para un calendario, un taco de hojas o una agenda –un día, una siesta–, pero no para un libro. Un libro es otra cosa. Está sujeto una temporalidad diferente. Permite la reflexión y la pausa. La pregunta abierta. La demora para pensar.
Tal vez ese sea el tiempo de las siestas. El tiempo del libro y no el tiempo del tuit. Aunque el libro sea breve. Una pequeña interrupción, fuera de la pantalla, alejado del flujo infinito y continuo del timeline. Quizá por eso escribo ahora estas notas. Para pensar sobre la siesta más allá de la inmediatez y rapidez del tuit. Pero también para escapar de la tiranía de la actualidad. Y, secretamente, para dejar de tuitear a la hora de la siesta. Para volver a dormirla tranquilo, alejado de la luz de la pantalla del móvil, en la oscuridad de la habitación, en ese instante en el que todo se detiene y el mundo desaparece.

2. Mala costumbre

En las primeras páginas de La línea de sombra, poco antes de embarcarse como prematuro capitán de la nave Oriente y emprender uno de los viajes más complicados y fascinantes de la historia de la literatura, el joven marino alter ego de Joseph Conrad charla con el capitán Giles sobre la tendencia al reblandecimiento que este ha percibido en muchos «encantadores chicos blancos» durante su estancia en Oriente.1 Aunque la reflexión de Giles surge tras observar la actitud de un oficial indolente con el que se encuentra en una mesa del Hogar del Marino, Conrad intuye que en realidad se refiere a él, a su abandono del barco de vapor en el que llevaba unos meses y a su intención de regresar a Europa inmediatamente. Su réplica resuelta –«¿Le parece a usted mal?»– hace que Giles recule en su argumentación y comente, en tono jocoso, que él mismo también se está reblandeciendo. Por ejemplo, dice, justo después de comer, cuando está en tierra, suele echar una pequeña siesta. Y añade: «Muy mala costumbre. Muy mala costumbre.»
Durante mucho tiempo, como el entrañable capitán Giles, me he justificado ante los demás por practicar a diario esa «muy mala costumbre», consciente de la pésima prensa de ese hábito asociado con la pereza y la vagancia. Una costumbre personal, pero también relacionada con un modo de ser vinculado con el territorio, una especie de Volksgeist de los pueblos del Sur, frente al espíritu laborioso y aplicado del diligente Norte. El «tórrido sur», como lo llama Andrea Köhler en su ensayo sobre la espera, donde aún se practica la ancestral y «exótica» siesta, «la honorable institución del sueño a la hora del cénit».1
El Sur... y lo que eso signifique. En mi caso, el Sur aparece cuando viajo desde España a otros países del Norte; cuando, en España, viajo desde Murcia a otras ciudades del Norte; incluso cuando, dentro de Murcia, me movía desde la huerta a la ciudad. El Sur y la idea imaginaria de un tiempo otro, más calmado, a salvo del tiempo frenético del mundo moderno, ese ritmo enloquecido en el que detenerse a dormir la siesta mientras los demás continúan trabajando parece una ofensa y también un pecado.
Cada vez que he viajado a otros lugares y me he retirado a dormir la siesta, he tenido que disculparme por mi «exótica» costumbre. Y también aguantar la mirada indulgente de aquellos que continuaban alerta a mediodía y resistían el cansancio del cuerpo y la mente.
Recuerdo mis periodos como investigador en Estados Unidos. Primero en el Clark Institute y luego en la Universidad de Cornell. A mediodía, después de almorzar, cerraba con llave la oficina y me tendía en el suelo enmoquetado o en el sofá, cuando lo había, a cerrar los ojos al menos media hora. «Te hemos puesto unos cómodos sillones, así podrás dormir la célebre siesta española», me comentó con sorna el director de la Society for the Humanities el día en que me mostró mi despacho –quizá el más bello que he tenido jamás– en la universidad. Una concesión al extravagante hábito del profesor español. Una rutina que llamaba la atención de mis compañeros y raro era el día –sobre todo al principio– en el que, al cruzarme con ellos en la biblioteca o en los pasillos de la universidad, no me preguntasen: «Qué, ¿has dormido ya la siesta?» Lo hacían con afecto, lo sé, incluso como un respeto al ritual del diferente. Pero también intuía en ellos una especie de condescendencia que generaba en mí una presión creciente por demostrar que no era un holgazán o un perezoso que desaprovechaba su beca tumbado mientras los demás, humanistas inquietos, producían conocimiento. Tal vez por eso, durante mis estancias, me esforzaba hasta la obsesión en conseguir resultados, publicar papers sin cesar, ofrecer ponencias y conferencias en todos los congresos y seminarios de los que me enteraba, ser activo en los debates a los que asistía..., tratando de contrarrestar esa imagen de ocioso que suponía que los demás se habían creado de mí por el mero hecho de cerrar los ojos y retirarme del mundo un instante al mediodía.
Eso me sucedió en Estados Unidos, pero en más de una ocasión me he sorprendido autojustificándome antes de una siesta, convenciéndome de que había trabajado lo suficiente, que había producido todo lo posible –escrito o dado clases– y que, por tanto, podía permitirme dormir sin sentir culpabilidad, como si al echarme la siesta estuviera rompiendo una de las reglas fundamentales del mundo moderno, como si estuviera, en última instancia, cometiendo un pecado. Es la misma culpabilidad que muchas veces he sentido después de masturbarme. La condena de los placeres del cuerpo. La lujuria, la gula y también la pereza, pecados capitales asociados con la satisfacción hedonista e inmediata, con la felicidad del aquí y ahora, frente a la renuncia al goce de lo mundano y la posposición continua del goce a un mundo por venir. De algún modo, la siesta tiene que ver con esos placeres del cuerpo. Aunque en nuestro mundo moderno capitalista, regido por la productividad, el pecado al que responde es, si cabe, aún más grave: la pereza, que se enfrenta a uno de los pilares fundamentales de la ética capitalista según la clásica formulación de Weber, la laboriosidad sacrificada para lograr el éxito económico, otra felicidad siempre diferida a un tiempo venidero.1
Dormir fuera de la hora regulada para ello –la noche, el tiempo necesario del descanso– sigue siendo un «desorden» y un signo de haraganería. Y si se hace en público o ante los demás –incluso una cabezada en una reunión, en una conferencia, en el Congreso de los Diputados...–, un motivo de mofa. Motivo de «meme», diríamos hoy. Al menos en Occidente. En otros contextos la situación es diferente. Pensemos, por ejemplo, en la inemuri japonesa, una práctica no solo socialmente aceptada sino incluso bien considerada. Quedarte traspuesto en el metro, en la mesa de la oficina, en clase, en el parlamento, en una comida familiar... es síntoma de que has trabajado duro y tu cuerpo necesita un pequeño descanso para volver a comenzar. Nadie te mirará mal en Japón por cerrar los ojos en público, ni siquiera te despertará a no ser que tu participación resulte necesaria en ese momento. Si te quedas dormido, eres un buen trabajador.
Muy pocas veces he practicado la inemuri –me sigo preocupando demasiado por la imagen de mi cuerpo desvalido a los ojos de los demás, salvo tal vez en los viajes, donde sí me suelo abandonar sin miedo al sueño ante desconocidos–. La que sí he practicado en todas su variantes es la siesta de interior, la que supone una verdadera desconexión del mundo y una pausa en el fluir continuo del tiempo. Una siesta que, tal vez por contravenir la lógica productivista del capitalismo, disfruto como una especie de placer prohibido. Por supuesto, la siesta «normativa» después de comer –por lo general, en pijama y, siempre, en la cama–, pero también el placer del sueño en otros periodos del día. Por ejemplo, el momento dulce de algunos fines de semana en los que, tras desayunar y leer el periódico, me vuelvo a meter en la cama durante una hora, con el regusto del café con leche y las tostadas con mantequilla. O la siesta a media mañana, llamada de muchas maneras según los territorios –siesta del borrego, del carnero, del cerdo o del perro–, de la que uno se levanta con ganas de tomar un vermú antes de comer. También la siesta-meditación a media tarde, antes de cenar. O incluso, cuando preveo una larga noche de trabajo, la pequeña siesta después de la cena que más de una vez se me ha ido de las manos y he acabado enlazando directamente con el sueño nocturno.
He practicado todas esas siestas –y probablemente alguna más que no recuerde– con cierta asiduidad. Pero la que no suelo perdonar jamás –y cuando lo hago a veces pienso que no ha tenido sentido el día– es la siesta clásica tras comer al mediodía, la siesta de la «hora de la siesta», el verdadero objeto de este libro.
Paradójicamente, este hábito vinculado con la pereza y la ociosidad, tanto tiempo vilipendiado y prejuiciado, está sufriendo en los últimos años una transformación sin precedentes. Y es que, como trataré de mostrar en el próximo capítulo, dormir la siesta está dejando de ser considerado una «muy mala costumbre» –y, en consecuencia, también un placer prohibido– para convertirse en una rutina saludable, un imperativo del bienestar, una herramienta central de la productividad e incluso una práctica cool y a la moda, vendible y consumible.

3. Siesta®: el s...

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