Las tres de la mañana
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Las tres de la mañana

  1. 168 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Un padre, un hijo y los dos días que los cambiarán para siempre. Una conmovedora novela de iniciación a la vida adulta.

«Acabo de cumplir cincuenta y un años, la edad que entonces tenía mi padre. He pensado que podría ser un buen momento para escribir sobre aquellos dos días y sus noches.»

Los dos días y sus noches a los que hace referencia Antonio, el narrador de esta historia, son los que, recién cumplidos los dieciocho años, pasó con su padre en Marsella. Su infancia había estado marcada por la epilepsia y su familia decidió llevarlo a ver a un médico de esa ciudad que proponía una posible cura con una nueva medicación. Tres años después de iniciado el tratamiento, Antonio tiene que regresar a la ciudad para comprobar si, en efecto, ha superado la enfermedad. Esta vez solo lo acompaña su padre –ya separado de la madre– y, para valorar la curación, el chico deberá someterse a una prueba de esfuerzo y, con ayuda de unas pastillas, permanecer dos días sin dormir.

Durante esas largas horas insomnes que pasan padre e hijo, deambulan por la ciudad, acuden a un club de jazz, atraviesan barrios poco recomendables, toman un barco para ir a una playa local, conocen a dos mujeres que los invitan a una fiesta bohemia, el chico vive su iniciación sexual, el padre le confiesa intimidades y secretos de los que jamás le había hablado...

Y a lo largo de esos dos días y sus noches ambos comparten momentos inolvidables, que marcarán para siempre la vida del narrador.

Una novela de iniciación de una deslumbrante belleza, cuyo título está tomado de una frase de Suave es la noche de Francis Scott Fitzgerald: «En la verdadera noche oscura del alma son siempre las tres de la mañana.» Gianrico Carofiglio explora con una mirada cargada de emoción las relaciones paternofiliales, y plasma unos momentos decisivos en la formación del joven protagonista, que recorre una ciudad desconocida con su padre y descubre cosas que nunca podrá olvidar.

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788433980649
ISBN del libro electrónico
9788433941497
Categoría
Historia

1

No sabría decir cuándo empezó todo. Yo tendría unos siete años, o quizás alguno más, no me acuerdo bien. De pequeño uno no tiene claro lo que es normal y lo que no lo es.
Pensándolo bien tampoco lo tienes claro cuando eres adulto. Pero esto es una digresión y, en la medida de lo posible, querría evitar las digresiones.
El caso es que más o menos una vez al mes me sucedía una cosa extraña e incluso un poco agobiante. Sin previo aviso y sin que hubiera ocurrido nada especial, me invadía una sensación de ausencia, de distanciamiento de lo que me rodeaba, acompañada de una sorprendente intensificación de los sentidos.
Normalmente somos nosotros quienes seleccionamos los estímulos provenientes del mundo exterior. Estamos rodeados de sonidos, de olores y de todo tipo de entes visibles. Pero no somos objetivos, no oímos todo lo que choca en nuestros tímpanos, no percibimos todo lo que llega a nuestras fosas nasales ni vemos todo lo que impacta en nuestras retinas. El cerebro decide qué percepciones trasladar a la conciencia y qué información registrar.
Lo demás se queda fuera, excluido y sin embargo muy presente. Al acecho, podría decir.
Dejad de leer un momento y concentraos en los ruidos que os rodean y de los cuales no erais conscientes hace apenas unos segundos. Aunque estéis en una habitación silenciosa, seguro que percibís un motor a lo lejos, un crujido, un zumbido; voces más o menos cercanas cuyas palabras no lográis comprender, pero que existen. Y seréis conscientes también de los movimientos, de las vibraciones que produce vuestro cuerpo: la respiración, el latido del corazón o el gorgoteo del aparato digestivo.
Puede que no sea una sensación placentera, os aseguro que para mí no lo era. De repente mi cerebro dejaba de ser selectivo y permitía que entrase de todo. A este fenómeno correspondía una supresión temporal de la capacidad de interaccionar con los demás: con tantos estímulos era imposible. Durante algunos minutos no conseguía hablar y me quedaba ahí sentado, en cualquier parte, como si estuviera borracho.
Me pasé años sin hablar de ello con nadie. Pensaba que era algo propio de mi carácter y además no habría sabido cómo explicarlo. Carecía de las palabras necesarias para contar una experiencia de ese tipo.
Un día me sucedió en casa de un compañero de clase. Ernesto, el hijo de un oficial de los carabinieri que vivía en un enorme pabellón de servicio. Estábamos jugando al futbolín en el comedor de la casa después de habernos comido –a saber por qué me acuerdo aún de este detalleunos tofes.
Su madre estaba sentada en una butaca, puede que haciendo punto.
Yo atacando y a punto de tirar a puerta desde una posición muy ventajosa, pero no lo hice. De pronto, y con una violencia que nunca había experimentado, fui azotado por una enorme cacofonía que me arrolló como un torrente cargado de desechos. El impacto fue tan potente que por algunos instantes perdí el conocimiento.
Me desperté en la butaca que antes ocupaba la madre de Ernesto. Ahora, inclinada hacia mí, me acariciaba la cara y me hablaba con tono preocupado.
–Antonio, Antonio, ¿cómo te sientes?
–Bien –respondí nada convencido.
–¿Qué te ha pasado?
–¿Qué me ha pasado?
–No hablabas y parecía que tampoco oías. Luego te desmayaste.
El estruendo había pasado pero yo todavía me sentía confuso y no conseguía decir una palabra. Así que la mamá de Ernesto llamó a mi madre y le contó lo ocurrido. Al llegar a casa fui sometido a un nuevo interrogatorio.
–¿Qué te ha pasado, Antonio?
–No lo sé. Bueno, sí, nada nuevo.
–La madre de Ernesto dice que te hablaban y tú no respondías, como si estuvieras inconsciente o te hubieras quedado dormido.
–A veces me pasa...
–¿Qué es lo que te pasa?
Hice el esfuerzo de describir lo que de vez en cuando me ocurría, y que esa tarde se había manifestado de forma mucho más violenta.
La sensación de que alguien estuviera tocando un tambor en mi pecho. La respiración, tan presente, como para convencerme de que si me distraía y dejaba de pensar en respirar, moriría asfixiado.
Los sonidos más comunes se transformaban en una insoportable algarabía.
Y luego, con cierta frecuencia, me sucedía también otra cosa: la impresión de haber vivido ya el momento que estaba viviendo. Tiempo después me explicaron que se llamaba déjà-vu y que era un fenómeno relativamente normal. Pero entonces yo no lo sabía y en ocasiones me parecía estar viviendo en un mundo fantasmagórico.
Mi madre llamó a mi padre y media hora después ya estaba allí con nosotros. Eso me hizo pensar que el problema era bastante serio y que quizás yo había infravalorado los síntomas. Mis padres se separaron cuando yo tenía nueve años, y desde entonces papá entraba en casa de mamá –que antes era también su casa– poquísimas veces, y nunca de noche. Cuando yo iba a su casa, él venía a recogerme, me esperaba abajo, yo subía al coche y nos íbamos.
Volvió a hacerme las mismas preguntas, a las que yo di, creo, las mismas respuestas. Después llamaron al doctor Placidi, nuestro médico de familia. Era un anciano, un hombre simpático con un enorme bigote blanco, las venitas de la nariz rotas y un olor dulzón en el aliento que solo con los años he sido capaz de identificar. Quién sabe si mis padres eran conscientes del hecho de que su médico de confianza no era precisamente abstemio.
Vino a casa, me examinó y sobre todo me hizo un montón de preguntas. ¿Tenía convulsiones? Me explicó lo que eran y yo le dije que no, que no las había tenido nunca. ¿Tenía alucinaciones de colores o momentos de completa oscuridad? No, tampoco.
Eran solo esas sobrecargas sensoriales durante las que yo, sin embargo, seguía estando presente y podía orientarme aunque con dificultad.
Aquella tarde en casa de Ernesto todo fue mucho más intenso, aunque en el fondo no era tan diferente a cuando en el colegio me distraía, no escuchaba lo que decían los profesores y me ponía a fantasear.
–¿Sueles distraerte en el colegio? –preguntó el médico.
–A veces.
–¿Cómo si no oyeras lo que dicen los profesores?
Miré un instante a mis padres. No estaba seguro de tener que compartir con ellos ese tipo de información, pero luego decidí que había que colaborar con el médico y asentí. Él sonrió en señal de aprobación como si hubiera dado la respuesta correcta. El olor de su aliento era más fuerte de lo habitual.
Me hizo hacer unos ejercicios extraños. Tenía que estar en equilibrio sobre una pierna; cerrar los ojos y tocarme la punta de la nariz, primero con el índice derecho y después con el izquierdo, o apretar con fuerza su dedo pulgar con mi puño.
–Nada de que preocuparse –dijo al final dirigiéndose a mi padre–. Es un trastorno neurovegetativo normal, les pasa a los chavales de su edad, sobre todo a los más sensibles. Con la adolescencia el fenómeno desaparecerá.
Después se dirigió a mí y añadió:
–Tu cerebro tiene una hiperactividad eléctrica, lo cual es un signo de inteligencia.
Digamos que el diagnóstico era más bien vago. Trastorno neurovegetativo quiere decir todo y nada a la vez. Como si uno fuera al médico porque le duele la cabeza y tras la consulta oyera decir que lo que tiene es dolor de cabeza.
No obstante, el doctor Placidi tenía un aspecto tranquilizador y un modo de hablar tranquilizador –aparte de su aliento–, y de hecho mis padres se tranquilizaron. Recuperamos nuestra vida cotidiana y el episodio de aquella tarde se olvidó enseguida.

2

Los años pasaron sin mayor sobresalto.
A pesar del diagnóstico, más bien aproximado, la previsión del médico estaba resultando bastante exacta.
Ahora ya no me ocurría más de una vez al mes y las sensaciones eran cada vez más tenues, más difusas. Lo único que todavía me inquietaba era el déjà-vu, con su halo de fenómeno casi sobrenatural.
Pero bueno, era cosa de pocos segundos, así que estaba decidido a archivarlo todo como cuando vacías el armario y las cajas de tu habitación de niño y guardas para siempre los cuadernos de cuadrícula, los cuentos, las batas de rayas de preescolar o las cajas de soldaditos, animalitos y cochecitos.
Cursaba primero de bachillerato y acababa de llegar a casa del instituto. Mi madre también había regresado de la universidad y estaba preparando algo de comer o hablando por teléfono. No sé.
Yo estaba en mi habitación, en la mecedora, leyendo un tebeo de Tex.
En un momento dado las persianas vibraron –debido al viento, creo– y el ruido fue tal que pensé en un terremoto. Me incorporé con mucha cautela y fui envestido por la potencia de los sonidos. La televisión de la habitación de al lado, una moto que pasaba por la calle, el corazón que se me salía del pecho, la respiración forzada como en algunos documentales del mundo submarino o ciertas películas de suspense, incluso los torpes pasos que conseguía dar.
Tenía una colcha azul clara, casi celeste. De repente aquel color tenue y relajante se volvió amenazador, cobró vida, se abalanzó sobre mí como un ente psicodélico y me atravesó con una violencia descomunal. Acto seguido, la misma colcha emitió un destello de luz, una especie de arco iris, primero celeste, luego azul, amarillo y de otros colores, hasta convertirse en un blanco cegador que se iba transformando en una serie de estelas luminosas, que se entrecruzaban, se unían, se descomponían y se multiplicaban, ocupando poco a poco todo mi campo visual.
El estruendo se hizo atronador. Me tapé los oídos con las manos e intenté pedir ayuda. No sé si lo conseguí, eso es lo último que recuerdo.
Muchos años después, mi madre me contó que me había encontrado tendido en el suelo, sacudido por convulsiones, con los ojos en blanco e inconsciente.
En mi película la escena posterior al desmayo es un plano subjetivo tomado desde la cama de un hospital en una habitación con muebles color leche condensada.
Había gente a mi alrededor pero en ese preciso instante nadie me miraba. Estaba mi madre, mi padre y otros hombres con bata blanca. Hablaban entre ellos en voz baja, hasta que uno se dio cuenta de que me había despertado.
Mis padres se acercaron a mí.
–Antonio, ¿cómo te sientes? –dijo mi madre cogiéndome de la mano y acariciándome la frente. Un gesto inusual que, no sabía bien por qué motivo, hizo que me echara a llorar.
–¿Qué ha pasado? –pregunté al cabo de unos segundos.
–Te has... te has sentido mal, te ha dado un mareo muy fuerte... –El tono era extraño. Mamá hablaba siempre de modo claro y contundente, con frases perfectas, como extraídas de un guión bien escrito. Esa vez no.
–Te has sentido mal –confirmó mi padre–, pero no debes preocuparte, ya estamos en el hospital. Los médicos te van a hacer algunas pruebas y enseguida te llevaremos a casa.
Incluso en el estado de entumecimiento en el que me hallaba –sedado con Valium– me resultó clarísima la discordancia entre las palabras tranquilizadoras de mi padre y la expresión de su cara. Parecía un chaval que de buenas a primeras se había enterado de la verdadera naturaleza del mundo y de sus peligros mortales.
Uno de los hombres de bata se situó a su lado. Tenía la piel oscura, una sombra de barba negra que le cubría la cara hasta más arriba de los pómulos y un pelo que le nacía casi de las cejas. Me preguntó cómo me sentía, qué había sentido antes de perder el conocimiento y otras cosas que no me resultaron del todo claras.
Yo tenía sueño, era como si me hubiera despertado un instante para ver lo que pasaba a mi alrededor y deseara volverme a dormir de inmediato.
De los días sucesivos, conservo un oscuro recuerdo.
Lo que tengo claro es que no fue como ha...

Índice

  1. Portada
  2. Nota del autor
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  20. 18
  21. 19
  22. 20
  23. 21
  24. 22
  25. 23
  26. 24
  27. 25
  28. 26
  29. Epílogo
  30. Notas
  31. Créditos