Él no se desenoja.
Desenojarse es el tipo de verbo que solo tolera la negación. Nunca leeréis que alguien se desenoja. ¿Por qué? Porqué el enojo es algo valioso, que nos protege de la desesperación.
Tres horas antes, no existía nadie más feliz que él.
–Eres la más hermosa. Por tu culpa, todas las demás son feas. No. Por tu culpa, las otras mujeres no existen.
–Pues tendrás que acostumbrarte a ello.
–Llevamos cinco años haciendo el amor y nunca habíamos llegado tan alto. ¿Alguna vez habías oído algo parecido?
–No.
–Te llamas Reine. Al principio tu nombre me producía terror. Hoy no soportaría que te llamaras de otro modo. Reine te viene como anillo al dedo. Quédate entre mis brazos, amor mío.
–No puedo.
–¿Adónde vas?
–Voy a casarme.
–Muy divertido.
–No es ninguna broma. Me caso con Jean-Louis dentro de dos días.
–Pero ¿qué dices?
–Jean-Louis. Le conoces.
–Pero es a mí a quien amas. Es conmigo con quien quieres casarte.
–Cuando mis padres se casaron, estaban locamente enamorados. Han tenido una vida mediocre. Ahora mi madre le hace de criada a mi padre. Eso no es para mí.
–Conmigo no tendrás una vida mediocre.
–Llevamos cinco años juntos. Aparte de hacer el amor, no has hecho nada.
–No te he oído quejarte.
–No seas vulgar. Jean-Louis será el vicepresidente de una enorme empresa de electrónica. Me lleva a París con él.
–¡París!
–Sí. París. La excelencia, la gran vida. Es lo que siempre había soñado. ¿Cuántas veces te he dicho que quería marcharme de este pueblucho?
–Solo tengo veinticinco años.
–Y yo ya tengo veinticinco años. No puedo esperar más.
–¿Jean-Louis sabe que existo?
–¿Cómo no iba a saberlo?
–¿Y no le molesta?
–Es agua pasada.
–¿Pasada? ¡Hace media hora estábamos haciendo el amor como dioses!
–Era la última vez.
Reine acabó de vestirse en silencio.
–Amor mío, esto es imposible. Dime que es una horrible pesadilla, una broma de muy mal gusto, una provocación.
–Es la verdad. Adiós.
Una vez solo, él opta por el enojo. Para alimentarlo, decide vengarse. ¿Matando a Reine? De ningún modo. Eso se volvería contra él.
Quiere, sobre todo, que Reine sufra. Que sufra tanto como sufre él.
No se desenojará nunca.
Sentada en la terraza de su café preferido, Dominique saboreaba aquella tarde de sábado. Le gustaba aquel sol de septiembre, que calentaba sin quemar.
Secretaria en una empresa de importación y exportación, se sentía orgullosa de su trabajo. Su padre era marino en un buque de pesca, su madre no trabajaba. «Eres una mujer independiente, querida», le había dicho. «¡Bravo!»
Con veinticinco años veía el porvenir con confianza. Le gustaba su soltería. El amor llegaría a su debido tiempo. Cuando veía a algunas de sus amigas casadas y convertidas en madres, se felicitaba por no haber seguido sus pasos. ¡Encasillada, menudo destino más siniestro!
No se dio cuenta de que, en la mesa de al lado, un hombre la estaba mirando fijamente.
–Hola, señorita. ¿Puedo invitarla a una copa?
Ella no supo qué responder. Él lo interpretó como un sí y se sentó frente a ella.
–¡Camarero! Champán.
–¿Dos copas?
–La botella. Y del mejor.
El camarero trajo una botella de Deutz y llenó las dos copas.
–¿Tiene algo que celebrar? –preguntó la joven.
–Habernos conocido.
Brindaron. Dominique nunca había probado el mejor de los champanes y le conmovió que le pareciera tan bueno.
–¿Cómo se llama?
–Claude. ¿Y usted?
Ella contestó que se llamaba Dominique y que llevaba cinco años trabajando en la empresa Terrage. Luego se calló, porque no parecía que él la estuviera escuchando.
–¿A qué se dedica? –acabó por preguntarle ella.
–Tengo que ir a París para crear una empresa –le dijo con el tono evasivo de quien no desea extenderse sobre la cuestión.
Aquel hombre le daba un poco de miedo, no sabía por qué. Se tranquilizó pensando que, después de todo, era él el que la había abordado. ¿Qué importaba que se sintiera decepcionado?
–Es usted preciosa, Dominique.
Se atragantó con un sorbo de champán.
–Y no creo que sea el primero que se lo dice.
Sí, lo era. Hasta entonces solo su madre se lo había dicho y ella se lo había tomado con las lógicas reservas.
–No sé qué decirle, señor.
–Llámeme Claude. Somos de la misma edad.
–Yo no soy una creadora de empresas.
–No se preocupe por este detalle. Me gustaría volver a verla.
Él insistió para que le diera su número de teléfono. Ella se lo dio a regañadientes y se levantó enseguida para disimular su incomodidad.
Si hubiera sido una chica normal, habría llamado a una amiga para contarle la anécdota. Pero siempre había sentido una vergüenza que no sabía cómo explicar. Hablaba tan poco de sí misma que no sabía cómo llamarlo: se trataba de un complejo.
Sabía que todas las otras chicas no lo padecían. En su trabajo, tenía colegas petulantes acostumbradas a las lisonjas de los seductores. A ella nadie le decía esas cosas y había llegado a la conclusión de que no era guapa. En realidad, si nadie le tiraba los tejos era porque intuían su problema.
Aquel hombre –Claude, tendría que irse acostumbrando– no lo había percibido así. Se armó de valor para mirarse en el espejo. «Preciosa», había dicho él. ¿Qué había visto en ella?
Reflexionó. Un creador de empresas no tiene motivos para mentirle a una triste secretaria. No se había comportado como un hombre que busca una aventura. «Esperemos a que llame», pensó.
Transcurrió una semana. «Debería haber sospechado que no iba en serio. Menos mal que no se lo he contado a nadie.»
–Hola, buenas tardes, ¿podría hablar con Dominique, por favor?
–Yo misma.
–¿Qué tal está? Soy Claude.
–Pensaba que se había olvidado de mí.
–No es usted de las que uno pueda olvidar. Perdone que haya tardado tanto en llamarla. Tuve que viajar a París para cerrar unos asuntos esenciales de la empresa. ¿Está libre esta noche?
En el restaurante, él eligió por ella. A ella le sorprendió que le pareciera bien, además de sentirse aliviada: temía elegir platos poco sofisticados.
–Está usted muy elegante –dijo él con el tono de un experto.
Ella logró no ruborizarse. «Que hable él», pensó, «si no yo meteré la pata.»
–¿Cómo se llama su empresa? –le preguntó ella.
–En realidad es la filial de la empresa Terrage. Es de importación y exportación.
Ella se rió.
–Sabía que el otro día no me escuchó, sino se habría dado cuenta de la coincidencia. Yo trabajo allí.
–¿En Terrage? ¡Increíble!
Ella le preguntó cómo se llamaban sus colaboradores. Él contestó que, dejando a un lado al presidente-director general, no tenía ningún otro interlocutor. En ese momento ella sintió como su complejo le impedía respirar, y cambió de tema.
–¿Le gusta París?
–Siempre he querido vivir allí. Hay una energía única.
–Nunca he estado en París.
–Le va a encantar.
–Para eso tendría que ir.
–Cuando se haya casado conmigo, no le quedará más remedio que vivir allí.
Ella dejó los cubiertos, suspiró y dijo:
–No me gusta que me tomen el pelo.
–Hablo muy en serio, Dominique, ¿quiere casarse conmigo?
–Usted no me conoce.
–A primera vista he sabido que es la mujer que estaba buscando.
–¿A cuántas mujeres le ha ido con el mismo cuento?
–Usted es la primera.
Ella se levantó temblando.
–No me encuentro bien. Me voy a casa.
–Pero si aún no ha probado bocado.
–No tengo hambre.
Él la siguió hasta la salida.
–¿Me permite que la acompañe?
–No es necesario, y gracias por su invitación.
Empezó a andar muy deprisa y, aliviada, comprobó que él no la seguía. ¿Quién era aquel tipo? ¿Tenía que estar loco para comportarse así?
El aire frío disipó su malestar. Experimentó la alegría de la presa victoriosa, se metió en la cama al llegar a casa y se durmió sin soñar.
A la mañana siguiente, sonó el teléfono.
–¿Dominique? Me comporté como un patán. ¿Qué tengo que hacer para que me perdone?
–Dejarme tranquila.
–Entiendo. Le daré mi número. Llámeme usted, si le apetece.
Ella anotó el número que él le dictaba, convencida de que no lo utilizaría.
Los domingos almorzaba en casa de sus padres. De camino, se detuvo en la pastelería y compró un París-Brest.
El almuerzo transcurrió sin novedades. Hija única, Dominique había heredado la escasa c...