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Lo que empezó como una coincidencia terminó cristalizando en tradición: el seis de julio cenaban con Ramsey Acton en el día de su cumpleaños.
Cinco años antes, Irina había colaborado en un libro para niños con Jude Hartford, entonces aún casada con Ramsey. Jude había hecho algunos gestos para abrirse a la vida social; renunciando a los displicentes amagos estilo «tenemos-que-vernos-alguna-vez-en-serio», tan típicos de Londres, que pueden prolongarse indefinidamente sin que por ello la agenda se vea amenazada por una hora y un lugar reales, Jude había parecido interesada en concretar un encuentro de las dos parejas para que Irina, su ilustradora, conociera a Ramsey, su marido. Concretamente, lo que dijo fue: «Mi marido, Ramsey Acton.» Y esa manera de decirlo no pasó inadvertida. Irina supuso que Jude se sentía orgullosa, en ese cansado tono feminista, de no haber cambiado su apellido por el del marido.
Pero ya se sabe, siempre es difícil impresionar a los ignorantes. En 1992, mientras intentaba ponerse de acuerdo con Lawrence sobre los detalles de la inminente cena, Irina no sabía lo suficiente para decir: «Lo creas o no, Jude está casada con Ramsey Acton.» Por una vez Lawrence podría haber salido disparado a buscar su agenda diaria del Economist en lugar de objetar que, si ella necesitaba cotillear por motivos profesionales, al menos podía programar una cena no demasiado tarde para que él pudiese volver a tiempo y ver Policías de Nueva York. Sin darse cuenta de que le habían legado dos palabras mágicas capaces de vencer la abierta renuencia de Lawrence a los compromisos sociales, Irina dijo: «Jude quiere que conozca a su marido, Raymond o algo por el estilo.»
Sin embargo, cuando la cita propuesta resultó ser el cumpleaños de «Raymond o algo por el estilo», Jude insistió en que, cuantos más fuesen, más se divertirían. En cuanto volvió a la soltería, Ramsey contó sobre su matrimonio detalles suficientes para que Irina reconstruyera la situación. Al cabo de unos años de vida en común, Jude y él ya no podían mantener una conversación de más de cinco minutos; de ahí que Jude no hubiese dejado escapar la oportunidad de evitar una cena triste y callada en la que los dos únicos comensales habrían sido Ramsey y ella.
Y eso fue lo que a Irina le pareció desconcertante. Ramsey siempre pasó por ser una compañía bastante agradable, y el extraño desasosiego que siempre engendró en ella debía de ser, sin ninguna duda, menos intenso para la mujer casada con él. Puede que a Jude le encantara sacarlo a cenar para impresionar a sus colegas, pero ella misma no estaba lo bastante impresionada. A solas, Ramsey la aburría mortalmente.
Además, la agotadora jovialidad de Jude tenía un singular toque histérico, y sin ese quórum de cuatro sencillamente no despegaría; se deslizaría sin remedio hacia la desesperación subyacente. Cuando Irina prestaba oídos, aunque sólo a medias, a su enfervorizada conversación, le resultaba difícil saber si Jude reía o lloraba; y aunque reía mucho, y muchas veces también hablaba y reía al mismo tiempo, alzaba la voz en un tono mientras era presa de un ataque de hilaridad cada vez más acelerado aun cuando nada de lo que dijera fuese gracioso. Era una risa compulsiva, una manera de desviar la atención, producto de los nervios más que del humor, una especie de máscara, y, por lo tanto, un punto falsa. Con todo, ese impulso a poner buena cara a algo que debía de ser una infelicidad profunda, invitaba a ser comprensivo con ella. Su entrecortado alborozo empujaba a Irina en la dirección contraria, a hablar con sobriedad y a mantener la voz honda y serena aunque sólo fuese para demostrar que ser seria también era admisible. Así pues, si la actitud de Jude a veces la dejaba perpleja, en su presencia al menos se gustaba a sí misma.
A Irina el nombre del marido de Jude no le decía nada, al menos no conscientemente. No obstante, ese primer cumpleaños, cuando Jude entró en el Grill del Savoy brincando de contenta con Ramsey a su lado –en un matrimonio que, en realidad, sólo era un inmenso error bienintencionado, ya era muy tarde para entrar cogiditos de la mano, aunque más bien era Jude la que lo llevaba de la mano a él, en un gesto dirigido más que nada a la galería–, Irina se sobresaltó al tropezar con los ojos azul grisáceos del hombre; fue una brevísima descarga eléctrica que ella luego interpretó como producto del reconocimiento visual, y más tarde –mucho más tarde– como otra clase de reconocimiento.
Lawrence Trainer no era un pedante. Es posible que hubiese aceptado una beca de investigación en un prestigioso gabinete estratégico de Londres, pero se había criado en Las Vegas y seguía siendo incorregiblemente norteamericano, cosa que se le notaba enseguida en la pronunciación. Por lo tanto, no se había precipitado a comprarse un suéter blanco de trenzas ni a apuntarse a la liga local de críquet; pero, como su padre era monitor de golf, él había heredado el interés por los deportes. Desde el punto de vista cultural, era un hombre curioso pese a una vena misántropa que se negaba a cenar con desconocidos cuando lo que quería era quedarse en casa viendo las reposiciones de series policiacas americanas que daban por Channel 4.
Así, ya en los primeros días de expatriados, Lawrence desarrolló una marcada fascinación por el snooker. Como Irina había supuesto que ese pasatiempo británico era una variante misteriosa del pool, Lawrence tuvo que esforzarse para hacerle entender que era mucho más difícil, y mucho más elegante, que su deslucida variante norteamericana, que se juega con ocho bolas. Al lado de una mesa de snooker, con sus casi dos metros por cuatro, una mesa de billar americano parecía de juguete. Además, el snooker era un juego no sólo de destreza, sino de compleja premeditación, y requería de sus maestros de ayer que previeran hasta doce jugadas y desarrollaran una sutileza espacial y geométrica que cualquier matemático apreciaría.
Irina no había desalentado el entusiasmo de Lawrence por los campeonatos de snooker que transmitía la BBC, pues el ambiente de las partidas era reposado. El vítreo entrechocarse de las bolas y el carácter civilizado de los corteses aplausos eran muchísimo más relajantes que los disparos y las sirenas de las series de policías. Los comentaristas hablaban casi susurrando, y con suaves acentos regionales. El vocabulario era sugerente, aunque no siempre decoroso: «entre las bolas», «de tornillo», «doble beso», «la roja está suelta», «la negra está disponible». Aunque por tradición era un deporte de la clase trabajadora, se jugaba en un espíritu de decoro y refinamiento más asociado con la aristocracia. Los jugadores usaban chaleco y pajarita; nunca soltaban tacos, y las exhibiciones de mal genio no sólo eran recibidas con el ceño fruncido; también podían costarle al jugador los puntos acumulados. A diferencia del público del fútbol, gamberros en su mayoría, e incluso del tenis –antaño reducto de los esnobs pero últimamente tan de gente de bajos ingresos como el demolition derby–,1 los asistentes a una partida de snooker seguían el juego en medio de un silencio en el que podría haberse oído el zumbido de una mosca. Los aficionados debían de tener una vejiga resistente, pues hasta ir de puntillas al lavabo daba lugar a manifestaciones de censura por parte del árbitro, una presencia austera y lacónica que usaba guantes cortos de un blanco inmaculado.
Por si fuera poco, en una isla a cuyas costas no cesaban de llegar oleadas culturales de los Estados Unidos, el snooker seguía siendo profundamente británico. La programación de medianoche de la televisión inglesa podía estar saturada de reposiciones de Seinfeld; los cines ingleses podían estar dominados por L.A. Confidential, y la jerga local, contaminada, pero la BBC seguía dedicando hasta doce horas de un día completo de emisión a un deporte que la mayoría de norteamericanos no distinguiría del juego de las pulgas.
En suma, el snooker era un agradable telón de fondo mientras Irina preparaba los primeros esbozos para un nuevo libro infantil o cosía el dobladillo de las cortinas de la sala. Tras lograr, bajo la paciente tutela de Lawrence, una vaga apreciación del juego, de vez en cuando alzaba la vista para seguir un frame1 y, más de un año antes de que Jude mencionase a su marido, una particular figura en la pantalla había atraído su mirada.
En caso de que lo hubiera pensado –y no lo había pensado–, nunca lo había visto ganar un título. Sin embargo, esa cara sí parecía salir casi en todas las últimas rondas de los torneos televisados. Ramsey era mayor que casi todos los demás jugadores, que no solían tener ni treinta años; unas arrugas muy marcadas en la cara alargada sugerían que no podía tener mucho más de cuarenta. Hasta para un deporte que hacía tanto hincapié en la etiqueta, su porte era notablemente personal, y tenía buena postura. Y visto que, hasta cierto punto, la rectitud del snooker era puro teatro (Lawrence le había asegurado que, lejos de la mesa de juego, esos caballeros no tomaban precisamente Earl Grey con sándwiches de pepino), muchos jugadores tenían barriga y, a los treinta, el rostro demacrado de los que han vivido a tope. En un juego que destacaba por su refinamiento, los brazos a menudo se les ablandaban y los muslos se les ensanchaban. Con todo, ese personaje era delgado, tenía hombros muy marcados y finas caderas. Siempre llevaba camisa clásica, blanca y almidonada, pajarita negra y un chaleco color perla que lo distinguía: una rúbrica, tal vez, con intrincados bordados de hilo de seda blanco formando unas filigranas que evocaban la meticulosa manera en que Irina rellenaba algunas de sus ilustraciones.
Cuando los presentaron en el Grill del Savoy, Irina no reconoció a Ramsey de la televisión. En ese lugar estaba fuera de contexto. Brillante a la hora de recordar nombres, caras, fechas y estadísticas, Lawrence no tardó nada en aclararle por qué –Irina estaba verdaderamente intrigada– el marido de Jude le resultaba una cara conocida. («¿Por qué no me lo dijiste?», había exclamado, y no era nada habitual que Lawrence Trainer fuese obsequioso.) Por su parte, Ramsey Acton tampoco tardó nada en contarlo todo sobre un hombre que, por lo visto, era un icono del snooker, aunque en cierto modo era un vestigio de la generación anterior. Un préstamo del baloncesto americano, «Swish»,1 su apodo en el circuito, rendía homenaje a su propensión a meter la bola tan limpiamente que jamás tocaba los bordes de la tronera. Su juego era conocido por su fluidez y velocidad; era un jugador impulsivo. Con veinte años de profesional a sus espaldas, era famoso, si se podía ser famoso por algo así, por no ganar el campeonato del mundo, aunque había jugado cinco finales. (En 1997, es decir treinta años y seis finales después de iniciar su vida profesional, seguía sin ganar un mundial.) En un abrir y cerrar de ojos, Lawrence había arrimado su silla a la de Ramsey, iniciando así un dúo exultante que no toleraba intromisiones.
Irina había llegado a dominar el abecé: de acuerdo, se alterna una bola roja con una de color. Las rojas, una vez metidas, no vuelven a la mesa; las de color sí. Una vez eliminadas todas las rojas, se meten los colores siguiendo un orden determinado. No era tan difícil. Pero como nunca llegó a saber muy bien qué bola había que meter primero, si la marrón o la verde, era improbable que se liara con un profesional en una apasionante especulación sobre ese punto. A diferencia de ella, Lawrence había llegado a dominar las reglas más oscuras del juego. De ahí que, mientras hablaba, extasiado y con mucha elocuencia, sobre alguna «célebre negra» que había vuelto a la mesa, «Swish» le obsequiara con un apodo de su cosecha: «el Hombre del Anorak». No hace falta explicar que un anorak es una especie de cazadora informal, impermeable y con capucha, pero en sentido figurado, y en inglés británico, significa «obseso» y sirve para referirse a los que se dedican a ver pasar trenes y aviones, y a cualquier otra persona que, en lugar de trabajar para ganarse la vida, se dedica a memorizar el top ten internacional de jugadores de dardos. Con todo, era evidente que ese discreto peyorativo estaba acuñado con afecto. Para satisfacción de Lawrence, «el Hombre del Anorak» se mantuvo.
Irina se había sentido excluida. En efecto, Lawrence tenía tendencia a coparlo todo. Ella podía describirse como retraída, o callada; o, en momentos más sombríos, poquita cosa. En cualquier caso, no le gustaba tener que pelearse para hacerse oír.
Cuando esa noche Irina tropezó con la mirada de su amiga, Jude miró hacia arriba dándole a entender algo un pelín más desagradable que Míralos, si son como niños. Ella había conocido a Ramsey durante su época de periodista, cuando le habían encargado un artículo con mucho bombo para Hello! Corrían los años ochenta y Ramsey todavía era una estrella de segunda fila, aunque sexualmente atractivo; se emborracharon durante la entrevista y congeniaron. Sin embargo, para Jude, lo que probablemente había despertado un exiguo interés por el snooker se había ido desvaneciendo hasta convertirse en absoluta falta de interés por el snooker y, luego, en abierta hostilidad por la profesión de su marido. Después de armar tanto jaleo sobre cómo y cuándo Irina tenía que conocer a Ramsey Acton sólo para terminar manifestando semejante fastidio, no era descabellado pensar que, habitualmente, Jude lo sacaba de casa por la fuerza y se lo endilgaba a tip...