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Descripción del libro

La conmovedora historia de una refugiada que llega a Roma huyendo de la violencia política del Congo. Un libro desgarrador, pero también esperanzado.

La conmovedora historia de una refugiada que llega a Roma huyendo de la violencia política del Congo. Un libro desgarrador, pero también esperanzado.

Durante el gélido enero de 2013 una mujer negra deambula por la Estación Termini de Roma. No habla ni una palabra de italiano. Busca comida en las papeleras. Llora. La gente la toma por loca. ¿Quién es? ¿Una extranjera indocumentada? ¿Una inmigrante ilegal más? ¿Una sin techo que no tiene dónde dormir? Pasados unos días, por fin un hombre negro se le acerca y le habla, primero en italiano –que ella no entiende– y después en francés.

El desconocido, que le ofrece algo de dinero, es un sacerdote. Averigua que la mujer se llama Brigitte y la invita a acudir a un centro de acogida. Después de su encuentro con el cura, Brigitte recibirá la ayuda de ACNUR y de una abogada y le contará su historia a la autora de este libro.

La historia es desgarradora, casi inenarrable. Ha llegado a Roma huyendo del Congo. Allí era enfermera, tenía una clínica y cometió la osadía de atender a unos manifestantes antigubernamentales heridos. Los militares le piden que los envenene con formol. Ella se niega. Lo que sigue es un calvario de torturas, humillaciones, violaciones y, al final, la posibilidad de huir gracias al gesto de un comandante, o acaso gracias al simple azar de que años atrás ella le había salvado la vida a la esposa de ese militar en su clínica y él la reconoce…

Melania G. Mazzucco reconstruye con prosa precisa y enorme impacto emocional la odisea de alguien que tiene que dejar atrás su país, a su familia –cuatro hijos–, su trabajo y su traumático pasado y reinventarse desde cero y sin dinero en un lugar extraño. Con esta crónica de la reconstrucción de una identidad destruida, Mazzucco rinde homenaje a la dignidad y la fuerza de voluntad de una mujer dispuesta a seguir luchando.

Este libro cuenta la historia de Brigitte. Pone rostro y nombre a una de los miles de personas que llegan a Europa huyendo de la guerra, la violencia política o la simple miseria, víctimas de una realidad que a menudo nos cuesta aceptar, y ante la que cerramos los ojos. Este libro es una novela. Una narración autobiográfica recogida por una escritora. Un testimonio. Un documento. Una obra imprescindible.

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Información

Año
2019
ISBN de la versión impresa
9788433980489
ISBN del libro electrónico
9788433940896

CINCO

¿Cómo he de medir esta soledad?
W. BENJAMIN, Soneto 54
Por detrás del barullo de la avenida Manzoni, la calle, flanqueada por pequeñas villas de dos plantas, en su mayoría transformadas en hoteles sin pretensiones para turistas de recursos limitados, es silenciosa y tranquila. En los escalones de la entrada se demoran enfermeros, jubilados, usuarios que esperan con el número en una mano y el smartphone en la otra. En el edificio de la ASL, recientemente reformado e insólitamente acogedor, el SaMiFo ocupa una extensa parte de la planta baja. Hay una oficina, un vestíbulo, varias estancias para los médicos (los de cabecera, el forense que extiende los certificados, los psicólogos, los psiquiatras), una sala de espera con una veintena de sillas rojas y las paredes recién pintadas con una tenue pátina amarilla, así como una biblioteca de la que pueden retirarse libremente libros y revistas. Italianos residentes en los municipios del centro de Roma y solicitantes de asilo se rozan casi sin percatarse.
Los blancos sacan los números de la maquinita y se distribuyen entre las mesas, para fijar la visita o pagar las prestaciones de los especialistas que van a recibir en las plantas superiores; los extranjeros, negros casi todos, las superan, y a la derecha enfilan en búsqueda de la orientación que pueda darles el SaMiFo. La mesa está situada en el centro de la sala de un modo estratégico: nadie puede ignorarla ni sentirse perdido. El encargado del mostrador, un maliano políglota, está listo para dar explicaciones en francés, bambara, wolof. Con cita previa, puede atender alguien que hable tigriña o amhárico. También los negros reciben un numerito. Se visita a treinta personas al día.
Abdu ayuda a Brigitte a gestionar los trámites para pedir la tarjeta sanitaria y poder disfrutar de dicho servicio. Luego la hace entrar en el back office para que pueda explicar lo que necesita en un espacio reservado. Los refugiados y, sobre todo, las refugiadas, tienen derecho a no informar a extraños sobre sus sufrimientos.
En el back office la escucha Martino, un italiano con gafitas rectangulares de miope, alto, guapo, moreno; él también tiene los ojos negros brillantes y barba, como Filippo. Brigitte le habla en francés y en francés le responde Martino. Acto seguido, ella caerá en la cuenta de que Martino es también un trabajador del Centro Astalli y que está allí precisamente para eso. Al principio, en cambio, su competencia lingüística contribuye a crearle la ilusión de que la mayoría de los italianos habla francés, que es la lengua que se enseña en el colegio, exactamente como lo fue para ella. Cuando Martino le pregunta dónde se aloja en ese momento, responde: en ningún sitio. Él apunta en la ficha «sin domicilio» y, alarmado, la envía de inmediato al médico de cabecera.
La doctora del SaMiFo determina que tiene tuberculosis y la hace rellenar el cuestionario para la TBC. Le dice también que tendría que ingresar en algún centro. Brigitte se niega. Sostiene que es enfermera y que sabe reconocer los síntomas de la enfermedad. Las tres T: tos, transpiración, temperatura. Y ella no tiene tos ni sudores, sino tan solo fiebre. Ha tratado a cientos de tuberculosos en su ambulatorio. La doctora, de todas formas, le realiza el test.
Detecta además una infección severa de las vías urinarias y del órgano reproductor. La paciente no tiene la regla desde hace cuatro meses. Está en edad fértil y refiere recientes abusos sexuales. A pesar de que la desaparición del ciclo puede estar provocada por las violaciones, por la malnutrición o por el shock, a pesar de que la amenorrea no es necesariamente un indicio de embarazo y de que casi todas las solicitantes de asilo, debilitadas por el viaje y por los traumas que han tenido que soportar, la sufren, le prescribe una visita al ginecólogo y un análisis de sangre para medir los niveles de beta-HCG.
Brigitte no se hace una prueba de embarazo desde hace siete años, pero ha realizado cientos. Al principio, antes de que llegaran los modernos tests, cuando trabajaba en un laboratorio, los realizaba de la manera tradicional. Con una jeringuilla, inyectaba la orina de la mujer en el lomo de un sapo. Al cabo de dos horas, aspiraba el líquido y lo aplicaba sobre el cristal. El microscopio revelaba de forma infalible si los espermatozoides habían fecundado el huevo. Su mente rechaza esa idea. No quiere ni pensar que pueda estar embarazada.
La doctora le receta un tratamiento con antibióticos y una serie de pruebas complementarias. Brigitte ni siquiera dirige una mirada a las recetas y se las entrega rápidamente al encargado del mostrador para que programe las visitas. Es una enfermera. Ya sabe lo que tiene y sabe qué son esas pruebas.
Aunque en francés se llama sida, es la misma enfermedad. Con mucha cautela, le han explicado que los seropositivos y los enfermos de aids en Italia (donde se utilizan las siglas en inglés) reciben asilo por razones humanitarias. Y también los inválidos y los afectados por enfermedades graves, en cuyos países de origen no podrían curarse. Es una forma de protección menor, aunque proporciona los mismos derechos que el asilo político. El permiso tiene una vigencia de dos años y puede ser renovado. Italia es el único país que contempla esta clase de protección. Podemos enorgullecernos de esta excepción.
¿Italia?, ha preguntado ella, dudosa. Estás en Italia. En Europa, pero en Italia. Ella asiente. Se acuerda de la primera vez que oyó hablar de Italia. Estaba en el mapa de la Biblia. El apóstol Pedro, explicaban las monjas belgas en catecismo, fue a difundir la buena nueva a la capital del imperio, en Italia.
La información sobre el asilo por motivos humanitarios para los enfermos la ha dejado perpleja y está convencida de que no ha entendido bien. Por regla general, nadie quiere a los enfermos. Son los últimos de los últimos. Esta Italia en la que se encuentra sin haberlo pretendido se anuncia como un país extraño. Pero de todas formas ese no va a ser su caso. No será una refugiada por motivos humanitarios. Cuando, unos días después, le sacan sangre, jura que si el resultado es «positivo», se dejará morir.
La doctora la envía al psicólogo. Urgentemente: lo que quiere decir que han de visitarla lo antes posible. Como revela el acrónimo SaMiFo, el ambulatorio está reservado para la prestación sanitaria a los migrantes forzosos y muchísimos de los que solicitan asilo necesitan una ayuda psicológica. Las mujeres, prácticamente todas. Las que lograron escapar a los abusos sexuales son raras excepciones. Muchas africanas, además, los han sufrido antes, durante y después de su huida. Pero también los más jóvenes son frágiles como el cristal. No hace ni tres días, en el aeropuerto de Fiumicino, se verificó un gravísimo incidente, que consternó a todos los médicos del SaMiFo, porque por cada uno que consigues salvar, pierdes a nueve. A las diez y media de la mañana, un chico de Costa de Marfil se prendió fuego en la Terminal 3. Era un «caso Dublín», repatriado desde Ámsterdam porque el primer país al que había pedido asilo era Italia y le había sido denegado. En cuanto desembarcó, le notificaron la orden de expulsión. Probablemente nadie le informó de que tenía derecho a presentar una apelación contra esa orden. Pero el retorno no se encontraba entre los planes del chico. Su viaje era solo de ida. En la bolsa llevaba un bidón de gasolina. Y en cuanto le cerraron el paso, se la echó sobre la ropa. Mientras trasteaba con el encendedor, un policía saltó valerosamente sobre él, con el resultado de que él también sufrió quemaduras. De no haber sido por una funcionaria de la aduana que vació encima de ellos el contenido de un extintor, el joven habría ardido como una tea, y el policía, con él. Las últimas noticias eran que estaba ingresado en el Sant’Eugenio, en la unidad de grandes quemados, grave, aunque su vida no corría peligro. La prensa no difundió su fotografía, pero sí las iniciales de su nombre: C. A. Todos los trabajadores del SaMiFo y del Centro Astalli se preguntaron si lo conocían, si había pasado por el comedor social, si lo habían ayudado ellos, o los compañeros de otras ciudades italianas, a presentar esa petición que había sido rechazada. Tenía diecinueve años. Y estaba tan desesperado y decidido que prefería la muerte antes que la repatriación.
Abdu fija la visita para el primer día hábil: el 21 de febrero. Hoy es 19. Brigitte piensa que no va a presentarse. No necesita un psicólogo. En todo caso, un ginecólogo o un especialista en enfermedades infecciosas. Las tarjetas en las puertas le han permitido ver que en el SaMiFo hay médicos de ambas especialidades. Cree en la medicina, en los fármacos, en la ciencia. Y si de verdad ninguno de estos remedios funcionara, siempre puede recurrir a un curandero. Desconfía de la credulidad ancestral, de la ignorancia que atribuye las enfermedades al mal de ojo y la pérdida de la razón a un hechizo, pero algunas veces, en la oscuridad de la prisión, creer que eran los espíritus los causantes de su desgracia habría sido un alivio, como creer que había sido Dios quien la había salvado. La magia es el espejo de la religión. Un psicólogo, en cambio, ¿qué puede hacer por ella? Lo que yo necesito es una cama, un techo, dinero, a mis hijos. Hoy es el cumpleaños de Gervais. Cumple quince años. Es la primera vez que lo celebra sin mí. Pensará que lo he abandonado. Me odiará para siempre.
Brigitte sale del SaMiFo inquieta y consternada. Está en una zona de la ciudad que no conoce, unas manzanas más allá de la estación de metro de Manzoni. Es un mediodía gris y nublado. Ha llovido durante toda la mañana y las aceras del paseo están viscosas e inundadas por charcos oscuros. Un mendigo muestra su pierna amputada por debajo de la rodilla: en un vaso de papel recibe las limosnas de los viandantes. Lo agita, cuando ella pasa por su lado, haciendo tintinear las escasas moneditas de cobre. Brigitte lo ignora, pero la idea de que ese hombre haya creído que ella tenía algo que darle le da ánimos. Camina sin meta, atraída por una construcción blanca que le resulta familiar. De hecho, lo es: se trata del edificio de las oficinas ferroviarias de la estación de Termini, tan largo como los trenes que desfilan por delante del mismo.
Se encuentra de nuevo en el vestíbulo y, durante unas horas, se protege del frío. Consigue incluso sentarse en el pretil de la fuente que hay en la planta subterránea. Intercambia algunas palabras con un blanco, no sabría decir si es italiano o de otro país. Aún no sabe distinguirlos. Divide el mundo en negros y blancos. No de inmediato, pero se da cuenta de que el blanco le está ofreciendo dinero a cambio de una prestación. No mucho, mejor dicho, poco, pero para algo rápido, conoce un sitio, aquí cerca. Dinero... Lo necesita. Lleva en el bolsillo dos euros y un billete de autobús. Se lo han dado en el Centro Astalli. Le insistieron en que pagara el billete en los transportes. La opinión pública ya se muestra hostil a los solicitantes de asilo, hay que evitar las ocasiones que puedan alimentar la intolerancia. El blanco está convencido de que ella estará de acuerdo. Está acostumbrado a hacer proposiciones semejantes y nunca se ha dado la circunstancia de que lo rechazaran. Pero Brigitte se levanta, enfadada. Ya puede llover, ya puede nevar, nunca más dormiré en Termini. Las noches siguientes las pasa en un banco de la plaza Venezia.
Podríamos habernos conocido en uno de esos días de febrero de 2013. En la plaza Venezia, en el primer piso del palacio que fue sede de la Embajada de la República Serenísima, luego de Austria y, al final, de Mussolini, quien instaló su estudio en la sala del mapamundi, con su tristemente célebre balcón; allí se encuentra la Biblioteca de Arqueología e Historia del Arte. En esa época, estoy escribiendo para la Repubblica la serie de artículos que compone el Museo del mundo. Cada domingo, en la cuarta página de cultura, explico un cuadro. Me he comprometido a entregar uno cada semana, durante todo un año. Soy un rayo cuando pienso y lenta cuando redacto: para no sentirme presionada por los plazos de entrega, antes del inicio de la publicación ya tengo preparada una veintena. Klee, el beato Angélico, Kokoschka, Jackson Pollock... He elegido los cuadros que más me gustan y mejor conozco, pero, a pesar de ello, necesito comprobar constantemente datos, noticias, recuerdos. He de ser mi propia editora de mesa: los despistes, los lapsus y los errores me serán imputados solo a mí. De manera que algunas mañanas voy en peregrinación a la biblioteca. Si llueve y no puedo utilizar mi scooter, voy en autobús. Me bajo en la parada de Aracoeli, cruzo los jardincitos de la plaza Venezia, en la cuesta que desde el Campidoglio desciende hasta el foso. Un recuadro verde delimitado por una escalinata de travertino y por un vallado bajo de hierro, entre la plaza Aracoeli y la parada final del autobús. La hierba del césped, que jamás riegan ni cuidan, está tiesa por el hielo y repleta de botellas vacías, colillas, cáscaras de naranja y otros restos de acampadas, pese a que un cartel de Roma Capitale, clavado en la tierra desnuda, advierte de que está prohibido pisarla y también está prohibido pasear perros, tirar basura, coger flores. El cartel confía la admonición no a vanas palabras, sino a cuatro elocuentes viñetas: a pesar de ello, se ignora. Una hilera de bancos de mármol bordea la explanada recubierta de grava, en la cima de la ladera, bajo altos pinos seculares y obesos cipreses. Precisamente unos de esos bancos es la cama de Brigitte.
Lo eligió por la cercanía con la parada del autobús. A pesar de que por la noche apenas sale uno cada hora y suben pocas personas, siempre hay alguien. Conductores, estudiantes borrachos que van acabando la ronda de los pubs de Campo de’ Fiori, algún mendigo que se regala un viaje en un espacio con calefacción, camareros que regresan a casa después del cierre de los bares. Y, por otro lado, está el coche patrulla de la policía que, mientras la luz de emergencia azul gira perezosa sobre el techo, recorre las calles del centro. Y están los militares que hacen guardia en el blanquísimo e imponente monumento que se cierne sobre la plaza: tan gigantesco y desmesurado, el Altar de la Patria parece velar sobre las criaturas liliputienses que lo rodean. La iluminación de las farolas es escasa, pero aun así esa parte de la plaza no se queda nunca completamente a oscuras. Por la noche le pareció un lugar protegido y, en efecto, lo es. El frío es su único enemigo en las noches de la plaza Venezia.
Pero no nos encontramos. Brigitte –dolorida, aterida– se levanta de su catre antes de las seis de la mañana. Se sacude de la chaqueta las agujas de pino que la han cubierto por la noche, se enjuaga la cara en la cercana fuente de la plaza San Marco, una piña de mármol que eructa, silenciosa e interrumpidamente, un reguero de agua dura y buena del acueducto de Roma. Bebe hasta calmar la sed y se marcha cuando aún no es de día. No quiere que nadie la vea dormir en un banco, por la calle, igual que una vagabunda.
O bien me cruzo con ella cuando, por el contrario, voy a la biblioteca por la tarde y salgo cuando la cierran, pasadas las siete: la oscuridad es ya densa y Brigitte se apresta, furtiva como una sombra, a tomar de nuevo posesión de su banco. No me fijo en ella.
No tiene cama, ni techo, ni dinero, ni hijos. Vaga durante dos días entre la plaza Venezia y la estación. Camina, camina durante horas, arrebujándose dentro de la chaqueta, sin mirar a su alrededor, sin ver nada, sin saber dónde está, sin meta. El sol brilla en un cielo fantásticamente azul, pero el aire es frío. No conoce el resultado de la prueba de embarazo ni de los análisis de sangre. No habla con nadie desde hace horas. Pero se fía de Martino tanto como de Francesca. El 21 de febrero se presenta puntual en el SaMiFo.
Martino ya la ha tranquilizado diciéndole que estará a su lado: traducirá sus palabras, será su intérprete. Pero cuando la hace pasar a la sala de las visitas, se queda helada. El psicólogo de guardia es una mujer, Maria. De nuevo, Brigitte tiene un impulso de rechazo. Aunque la petite fille, Francesca, empieza a gustarle, ella se obstina en preferir un hombre. Un blanc. Pero no puede elegir. Hubo un tiempo en que tenía el control de todo. De sus acciones, de las de los demás. Ahora no puede elegir nada, nada depende de ella.
Maria tendrá unos cincuenta años. De estatura pequeña, con el pelo negro y liso, separado en medio de la cabeza por una raya inexorable, la expresión tranquila. Quien trabaja en el SaMiFo es porque ha elegido hacerlo. Pero un turno en la sala de la calle Luzzatti equivale a un mes en una consulta propia. Las otras psicólogas tratan depresiones y situaciones de crisis, tienen como clientes a mujeres infelices, víctimas de abandonos e infidelidades, despidos, maternidades difíciles y síndromes del nido vacío. Maria, a víctimas de torturas innombrables, que han devastado cuerpo y mente, y a las que tal vez solo años de terapia podrán devolver a una vida normal o meramente aceptable.
Maria está ahí para escucharla, para conocerla, para comprender mejor quién fue, quién es y cómo puede ayudarla. Los médicos del SaMiFo trabajan en equipo: todos los miércoles por la tarde se reúnen para intercambiar pareceres, opiniones, actualizaciones. A veces, cuando publican artículos en folletos de información científica ni siquiera los firman: las opiniones de uno son compartidas por todos, pero cada uno de ellos, aunque siempre tenga a su lado al mediador, se enfrenta a solas con el paciente. Y Brigitte opone a Maria una sorda resistencia. No se fía y no se confía. Sobre todo, no quiere recordar lo que le sucedió. Se esfuerza, cada minuto de cada uno de sus días, en borrar tres meses de su vida. Solo así podrá reprimir la angustia que la devora y hallar de nuevo la dignidad. Y el orgullo. Eso no le falta. Tiene –tenía– otra opinión sobre sí misma. En África, una enfermera es alguien.
Así que, con gesto solemne, deposita sobre la mesa una identificación, tan pequeña como una tarjeta de visita, colocada dentro de su protección de celofán transparente. Los bordes están levantados: la identificación se cayó al agua o la ha empapado la lluvia. Arriba, a la derecha, la fotografía reproduce a una joven y agradable mujer negra, la sonrisa en los labios y el pelo ...

Índice

  1. Portada
  2. Uno
  3. Dos
  4. Tres
  5. Cuatro
  6. Cinco
  7. Seis
  8. Siete
  9. Ocho
  10. Nueve
  11. Diez
  12. Once
  13. Doce
  14. Trece
  15. Catorce
  16. Quince
  17. Dieciséis
  18. Diecisiete
  19. Dieciocho
  20. Diecinueve
  21. Veinte
  22. Post scriptum
  23. Fuentes de las citas
  24. Créditos