Sábado
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Ian McEwan, Jaime Zulaika

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Sábado

Ian McEwan, Jaime Zulaika

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Henry Perowne es un hombre feliz. Tiene cuarenta y siete años, es un reconocido neurocirujano y está casado con Rosalind, una abogada que lleva los asuntos legales de un importante periódico. Y ambos disfrutan con su trabajo, se quieren y quieren a sus hijos, un prometedor músico y una joven poeta, y gozan de una confortable vida de placeres tranquilos e íntimas satisfacciones. Es sábado, el comienzo del fin de semana de descanso de Henry. Y es 15 de febrero de 2003, el día de las grandes manifestaciones contra la inminente guerra de Irak. Henry se despierta antes del amanecer, va hacia la ventana de su dormitorio, y en la fría media luz de la mañana que empieza ve un avión en llamas, o eso le pa­rece, que sobrevuela Londres muy bajo, en una trayectoria inesperada. Y en estos tiempos de estrépito y miedo, Henry teme lo peor: un acciden­te terrible, un ataque terrorista. Más tarde, escuchando la radio y toman­do café con su hijo, que vuelve de un concierto y aún no se ha acostado, sabrá que se trata de un aterrizaje forzoso, de un avión de mercancías ruso en dificultades. Y Henry volverá a dormir, y hará el amor con su mu­jer, y se irá luego a su partida de squash semanal. Pero la visión nocturna no habrá sido sino el presagio de la realidad, de esa realidad azarosa, bru­tal, ciega, que irrumpirá en la plácida burbuja de su vida tan armoniosa...

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Información

Año
2017
ISBN
9788433937636
Categoría
Literatura

Cuatro

No se molesta en aparcar en las caballerizas. Opta por estacionar justo delante de la puerta de su casa; a estas horas de la tarde está permitido ocupar una línea amarilla y está impaciente por entrar en casa. Pero dedica unos segundos a examinar el daño en la portezuela del copiloto: un simple rasponazo. Al alzar la vista del coche, advierte que la casa está a oscuras. Por supuesto, Theo aún no ha acabado el ensayo, Rosalind revisará con pies de plomo las últimas sutilezas de su escrito judicial. Unos copos de nieve, separados por un amplio espacio y alumbrados por una farola, resaltan nítidos contra la lustrosa negrura de la ventana. Su suegro y su hija están a punto de llegar y anda apurado de tiempo. Al abrir la puerta trata de recordar la frase textual de un comentario que Theo hizo al principio del día y que no le inquietó en aquel momento. Le fastidia un instante, pero el desganado afán de recordarla languidece cuando entra en el calor del vestíbulo y enciende las luces: una simple bombilla puede rebatir un pensamiento. Baja derecho al botellero y saca cuatro botellas. El guiso de pescado necesita un robusto vino regional: tinto, no blanco. Grammaticus le dio a conocer un Tautavel, Côtes de Roussillon Villages y Henry lo ha convertido en el vino de la casa: delicioso, y una caja cuesta menos de cincuenta libras. Descorchar vino unas horas antes de beberlo es una modalidad de pensamiento mágico: la superficie expuesta al aire es ínfima y no ocasiona una variación detectable. Sin embargo, quiere que las botellas estén más calientes, y las lleva a la cocina y las coloca al lado de los quemadores.
Ya hay en la nevera tres botellas de champán. Da un paso hacia el reproductor de cedés, pero cambia de idea porque nota el tirón, como la gravedad, del inminente telediario. Es una característica de los tiempos, esta compulsión de saber cómo está el mundo y de sumarse a la generalidad, a una inquietud comunitaria. La costumbre se ha vuelto más intensa en los dos últimos años; escenas monstruosas y espectaculares han infundido a las noticias una escala distinta de valores. La posibilidad de que se repitan es un hilo que ensarta los días. La advertencia del gobierno –que es inevitable un ataque contra una ciudad europea o norteamericana– no sólo supone descargarse de responsabilidad, sino que constituye una promesa embriagadora. Todo el mundo lo teme, pero también hay un anhelo más oscuro en la mente colectiva, una repugnancia al autoflagelo y una curiosidad blasfema. Así como los hospitales tienen sus planes para emergencias, así las cadenas de televisión están dispuestas a emitir algo que sus audiencias aguardan. Más grande y más brutal la próxima vez. Por favor, que no suceda. Pero déjame verlo de todos modos, como está sucediendo y desde todos los ángulos, y que yo sea de los primeros en hacerlo. Además, Henry necesita saber algo de los pilotos detenidos.
Inseparable de la idea del telediario, al menos los fines de semana, es la radiante perspectiva de una copa de vino tinto. Sirve en un vaso lo que queda de un Côtes du Rhône, enciende el televisor sin poner el volumen y empieza a pelar y a cortar tres cebollas. Le impacientan las capas exteriores, tan finas como el papel, y hace una incisión profunda, hunde el pulgar cuatro capas más adentro y las desgarra, desperdiciando una tercera parte de la pulpa. Pica la restante rápidamente y la echa en una cazuela con abundante aceite de oliva. Lo que le gusta de cocinar es la imprecisión e indisciplina relativas del acto: un descanso de las exigencias del quirófano. En la cocina, las consecuencias de un fracaso son leves: decepción, una brizna de vergüenza, rara vez confesada. No se muere nadie. Pela y pica ocho dientes gordos de ajo y los añade a las cebollas. De las recetas extrae solamente los principios más generales. Los escritores culinarios que admira hablan de «puñados» y de «unas gotas», de «agregar» esto o lo otro. Enumeran ingredientes alternativos y aplauden los experimentos. Henry acepta que nunca será un cocinero decente, que pertenece a lo que Rosalind llama la escuela entusiasta. Vierte en la palma varias guindillas de un frasco, las aplasta entre las manos y esparce las escamas y semillas sobre las cebollas y los ajos. En la televisión están dando las noticias, pero no sube el volumen. Es la misma toma del helicóptero antes de que anocheciera, las mismas muchedumbres que aún llenan el parque, el mismo jolgorio general. Sobre las cebollas y los ajos ablandados echa una pizca de azafrán, unas hojas de laurel, corteza rallada de naranja, orégano, cinco anchoas, dos latas de tomate pelado. En el vasto escenario de Hyde Park, inserciones de fragmentos pronunciados por un venerable político de izquierdas, una estrella pop, un dramaturgo, un sindicalista. En una olla de caldo introduce los esqueletos de tres rayas. Tienen la cabeza intacta, los labios llenos como los de una niña. Los ojos se les enturbian al contacto con el agua hirviendo. Un oficial de la policía responde a preguntas sobre la marcha. A juzgar por su sonrisa tensa y la cabeza escorada, parece satisfecho de la jornada. De la bolsa de malla verde de los mejillones, Henry saca alrededor de una docena y los añade a las rayas. Si están vivos y sufren, él no lo sabrá. De nuevo el mismo reportero serio de antes, refiriendo en silencio todo lo que hay que saber sobre esta concentración sin precedentes. El jugo de los tomates se está mezclando con las cebollas y las demás cosas y gracias al azafrán adquiere un color entre anaranjado y rojizo.
Perowne, cuyos oídos no se han repuesto por completo del ensayo, y con los sentimientos adormecidos y hasta embotados por la visita a su madre, decide que necesita escuchar algo con garra, a Steve Earle, el Bruce Springsteen del hombre inteligente, según Theo. Pero como el disco que quiere, El corazón, está arriba, en lugar de ir a buscarlo bebe el vino y sigue mirando al televisor, a la espera del telediario. El primer ministro está pronunciando el discurso de Glasgow. Perowne toca el mando a tiempo de oírle decir que el número de manifestantes de hoy ha sido superado por el número de muertes causadas por Sadam. Un argumento inteligente, el único que se puede aducir, pero debería haberlo esgrimido desde el principio. Ahora es demasiado tarde. Después de Blix, parece un golpe táctico. Henry apaga el sonido. Piensa en lo contento que se siente cocinando: ni siquiera la conciencia de sí mismo disminuye esta sensación. Vierte el resto de los mejillones en el colador más grande y los lava con un cepillo de verduras bajo el agua del grifo del fregadero. Por otro lado, las almejas, de un color verdoso claro, parecen delicadas y puras y se limita a escurrirlas. Una de las rayas ha arqueado la espina dorsal, como para huir del agua hirviendo. Cuando la empuja hacia abajo con una espátula de madera, la espina se rompe, justo por debajo de T3. El verano anterior operó a una adolescente que se quebró la espalda por C5 y T2 al caerse de un árbol en un festival pop, cuando intentaba ver mejor a Radiohead. Acababa de terminar el instituto y quería estudiar ruso en Leeds. Se recupera bien, al cabo de ocho meses de rehabilitación. Pero Henry ahuyenta este recuerdo. No piensa en el trabajo, quiere cocinar. Saca del frigorífico una botella de vino blanco, un Sancerre del que sólo queda la cuarta parte, y la vierte sobre la mezcla de tomate.
En una tabla más grande y gruesa, Perowne coloca las colas de rape, las trocea y las echa en un gran cuenco blanco. Luego lava el hielo de los langostinos y los añade en el mismo cuenco. En otro distinto echa las almejas y los mejillones. Guarda los dos en la nevera, tapados con sendos platos. Hay una toma del edificio de la ONU en Nueva York y, acto seguido, otra de Colin Powell apeándose de una limusina negra. Han relegado a segundo plano la noticia de Henry, pero le da igual. Está limpiando la cocina, arroja los desechos del mostrador central a un cubo grande y restriega las tablas bajo el agua corriente. Ha llegado el momento de verter el jugo hirviente de las rayas y los mejillones en la cazuela. Una vez hecho esto, calcula que tiene unos dos litros y medio de caldo de un brillante color anaranjado que hervirá otros cinco minutos. Justo antes de la cena, lo calentará y hervirá a fuego lento las almejas, las colas de rape y los langostinos durante diez minutos. Comerán el estofado con pan moreno, ensalada y vino tinto. Después de Nueva York, aparece la frontera entre Kuwait e Irak, un convoy de camiones militares que avanzan por una carretera desierta y nuestros muchachos durmiendo junto a las orugas de los tanques y luego, a la mañana siguiente, comiendo salchichas de sus platos de campaña reglamentarios. Saca dos bolsas de canónigos de la parte inferior de la nevera y las vacía en un escurridor. Lava las hojas con agua fría. Un oficial de poco más de veinte años, delante de su tienda de campaña, señala con un puntero un mapa en un caballete. Perowne no tiene ganas de subir el volumen: esas imágenes del frente tienen un aire alegre y censurado que deprime el ánimo. Escurre la ensalada y la echa en un bol. Más tarde la aliñará con aceite, limón, pimienta y sal. Hay queso y fruta para un pudin. Theo y Daisy pondrán la mesa.
Terminados los preparativos, dan –en cuarto lugar– la noticia del avión incendiado. Con la sensación confusa de que está a punto de conocer algo importante sobre sí mismo, sube el volumen y se queda mirando al televisor mientras se seca las manos con una toalla. Que sea la cuarta noticia podría significar que no hay novedades, o bien un silencio siniestro de las autoridades; pero de hecho la historia se ha desplomado: casi se oye en la introducción el tono pesaroso del locutor. En pantalla aparecen el piloto, el tipo arrugado y con el pelo lacio alisado hacia atrás, y el copiloto rechoncho en la entrada de un hotel cerca de Heathrow. El piloto explica por medio de un intérprete que no son chechenos ni argelinos, que no son musulmanes sino cristianos, aunque sólo de nombre, porque nunca van a la iglesia y no poseen un Corán ni una Biblia. Ante todo son rusos y orgullosos de serlo. No son en absoluto responsables de la pornografía infantil norteamericana descubierta en el cargamento incendiado. Trabajan para una buena empresa, registrada en Holanda, y su única responsabilidad se limita al avión. Y sí, por supuesto, la pornografía infantil es abominable, pero no forma parte de su cometido inspeccionar cada paquete que figura en el manifiesto. Los han puesto en libertad sin cargos y en cuanto las autoridades de aviación civil se lo permitan volverán a Riga. También se ha zanjado la controversia sobre el itinerario del avión hacia el aeropuerto; se han seguido los procedimientos correctos. Los dos hombres insisten en que la policía metropolitana los ha tratado con cortesía. El copiloto regordete dice que quiere darse un baño y tomar un buen trago.
Buena noticia, pero cuando sale de la cocina para entrar en la despensa, Henry no siente un placer particular, ni siquiera un alivio. ¿Le han ridiculizado sus inquietudes? Forma parte del nuevo orden, esta reducción de la libertad mental, de su derecho a divagar. No hace mucho, sus pensamientos eran más imprevisibles y abarcaban una lista más larga de temas. Sospecha que se está convirtiendo en un incauto, en el consumidor ávido y febril de forraje periodístico, de las opiniones, especulaciones y migajas que las autoridades sueltan. Es un ciudadano dócil que observa cómo el leviatán crece mientras él se desliza bajo su sombra en busca de protección. El avión ruso entró volando directamente en su insomnio y ha permitido, perfectamente contento, que el suceso y cada pequeña modificación nerviosa del proceso cotidiano de noticias tiñan su estado emotivo. Es una ilusión creer que él también forma parte activa del suceso. ¿Acaso cree que aporta algo cuando ve los informativos o se tumba de espaldas en el sofá las tardes de domingo, a leer más columnas de opinión sobre certezas infundadas, más artículos largos sobre lo que se esconde en realidad detrás de este o aquel acontecimiento, o sobre lo que casi con toda seguridad ocurrirá a continuación, predicciones que se olvidan apenas se han leído, mucho antes de que los hechos las desmientan? A favor o en contra de la guerra contra el terror, o de la guerra de Irak; a favor de que derroquen a un tirano odioso y a su familia criminal, a favor de la definitiva inspección de armas, la apertura de las cárceles donde se practica la tortura, la localización de las tumbas colectivas, las posibilidades de libertad y prosperidad, y a favor de lanzar una advertencia a otros déspotas; o en contra del bombardeo de civiles, los inevitables refugiados y hambrunas, la acción internacional ilegal, la cólera de los países árabes y el crecimiento de las filas de Al Qaeda. En ambos casos, viene a ser una especie de consenso, una ortodoxia de atención, una leve subyugación en sí misma. ¿Cree él que su ambivalencia –si en verdad es tal cosa– le disculpa de la conformidad general? Se siente más concernido que la mayoría. Sus nervios, como cuerdas tensadas, vibran obedientes con cada nueva «primicia». Ha perdido el hábito del escepticismo, le ofuscan las opiniones contradictorias, no piensa con claridad y, lo que es peor, intuye que tampoco lo hace con independencia.
Ve entrar en el hotel a los pilotos rusos y no volverá a verlos nunca. Coge de la despensa unas botellas de tónica, comprueba que haya cubitos de hielo y ginebra –tres cuartas partes de un litro son sin duda suficientes para una persona– y apaga el fuego que calienta el caldo. Arriba, en la planta baja, corre las cortinas de la sala en forma de L, enciende las lámparas y el gas de las chimeneas de carbones falsos. Estas cortinas pesadas, que se cierran tirando de un cordón lastrado con un grueso pomo de latón, sirven para eliminar de un plumazo la plaza y el mundo invernal del exterior. Reina un silencio relajante en la sala de techo alto y tonos crema y marrones; los únicos colores vivos son los azules y rubíes de las alfombras y una abstracta franja anaranjada y amarilla contra un fondo verde en un Howard Hodgkin colgado sobre una de las campanas de chimenea. Las tres personas que él, Henry Perowne, más ama en el mundo, y que más le aman a él, están a punto de llegar a casa. Entonces, ¿qué le pasa? Nada, nada en absoluto. Está bien, todo está bien. Se detiene al pie de la escalera y se pregunta qué se disponía a hacer ahora. Sube a su estudio en el primer piso y se queda de pie mirando la pantalla de su ordenador para recordar qué ope...

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