Con una sola pierna
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Con una sola pierna

  1. 224 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Desde hace años, Oliver Sacks es el explorador y magnífico cronista de un raro planeta de fronteras inciertas. Un universo poblado por gentes a las que un accidente o la enfermedad han confinado en los difíciles territorios de la locura, la diferencia, la extrañeza. De una notable sutileza como escritor un poeta de la estatura de William Auden calificó Migraña, su primer libro, de «obra maestra», Sacks es también un penetrante investigador, dotado de una especial sensibilidad para escuchar al paciente, para arrojar luz sobre nosotros mismos y nuestra «normalidad» mediante la observación de ámbitos muy poco «normales». Y así, internarse en los muy curiosos «casos clínicos» que sustentan su obra siempre es para el lector un maravilloso viaje de descubrimiento. En esta ocasión, su mirada se dirige por primera vez sobre sí mismo, y él es su propio paciente. Tras un accidente en una desolada montaña de Noruega, sufre una herida en una pierna, seria pero no inusual. Pero luego, durante lo que debería ser un rutinario período de recuperación, comienza a experimentar la abrumadora sensación de que la pierna se ha convertido en una parte de su cuerpo ajena a él, que ya no le pertenece. Y esta perturbadora experiencia será el punto de partida de una fascinante travesía por los misterios de la percepción del propio cuerpo, del sustrato físico de nuestra identidad, de los horrores y maravillas que habitualmente se ocultan tras la superficie de la salud.

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Información

Año
2006
ISBN de la versión impresa
9788433905680
ISBN del libro electrónico
9788433939319
Categoría
Literatura
II. ME CONVIERTO EN UN PACIENTE
¿En qué se convierte la gran extensión y proporción del hombre cuando él mismo se encoge y consume hasta ser un puñado de polvo...? Un lecho de enfermo es una tumba... En él la cabeza yace a la misma altura de los pies: ¡Postura desdichada y (aunque común a todos) inhumana...! No puedo levantarme de mi lecho hasta que me lo permita el médico, ni puedo decir que soy capaz de levantarme hasta que él me lo diga. Nada hago, nada sé por mí, de mí.
JOHN DONNE
«Así pues, estaba salvado... y ése era el final de la historia.» Había pasado por lo que había creído «mi último día en el mundo», con todas las pasiones y todos los pensamientos que lo acompañan, y ahora (para mi alegría y mi sorpresa incrédulas) me sentía plenamente de vuelta en el mundo, con una estúpida pierna rota por añadidura. A partir de este punto dejó, en cierto modo, de haber una «historia» o un «estado de ánimo» particular que aportase tensión y continuidad a los días que siguieron. Y por eso es difícil escribir sobre ellos, es difícil incluso recordarlos con cierto detalle. Ya había percibido esto en la montaña, en cuanto tuve la certeza, la seguridad, la convicción de estar a salvo: un abandono súbito, y puede que un agotarse, del sentimiento, pues los sentimientos profundos y apasionados ya no hacían falta, no encajaban ya en aquella situación que había cambiado y se había vuelto, digamos, prosaica, muy diferente de la tragedia, la comedia y la poesía de la montaña. Había vuelto a la prosa, la cotidianeidad y, sí, la trivialidad del mundo.
Y, sin embargo, no puedo terminar aquí mi relato, pues habría otra experiencia, o puede que otro acto del mismo drama complejo y extraño, que me parecería tan absolutamente inesperada y sorprendente en el momento, que superaría casi mi capacidad de comprender o de creer. Durante un tiempo consideré estas dos experiencias cosas independientes, pero poco a poco fui dándome cuenta de que, en el fondo, estaban relacionadas. No obstante, volviendo a lo que sentía yo en aquel momento, he de decir que los cuatro días siguientes fueron un tanto insulsos (aunque hubiese en ellos una operación trascendental, de gran envergadura, la operación que vincula las dos experiencias) y sólo puedo recordar ciertos altibajos que se destacan en la lisura monótona general del periodo.
Me llevaron al médico de la zona, un lugareño de rostro colorado, con una clientela dispersa por más de un centenar de kilómetros cuadrados de territorio de fiordos y fragosas montañas, que realizó un examen rápido y concluyente, pero no precipitado.
–Se ha roto el cuádriceps –dijo–. No puedo ver nada más. Habrá que llevarlo al hospital.
Prepararon una ambulancia y avisaron al hospital más próximo, que quedaba en Odda, a unos noventa kilómetros.
Poco después de que me instalasen en el pequeño pabellón hospitalario de Odda (era un hospital rural, con sólo una docena de camas o así y servicios elementales para cubrir las necesidades generales de la comunidad) entró la enfermera, una criatura encantadora, aunque indefiniblemente rígida y sin gracia en sus movimientos.
Le pregunté cómo se llamaba.
–Enfermera Solveig –contestó, muy tiesa.
–¿Solveig? –exclamé–. ¡Eso me recuerda Peer Gynt!
Enfermera Solveig, por favor..., mi nombre no importa. Y ahora tenga la bondad, por favor, de volverse. Debo ponerle el termómetro rectal.
–Enfermera Solveig –repliqué–, ¿no puede usted tomarme la temperatura por la boca? Tengo muchos dolores y esta rodilla condenada me hará desmayarme si intento volverme.
–Yo no tengo nada que ver con eso –contestó fríamente–. Yo recibo órdenes, y tengo que cumplirlas. Es una norma del hospital: temperaturas rectales al ingreso.
Pensé en la posibilidad de discutir, suplicar o protestar, pero la expresión de su rostro me indicaba que era inútil. Me volví abyectamente y la pierna izquierda, sin apoyo, cayó y sufrió un doloroso prolapso en la rodilla.
La enfermera Solveig me insertó el termómetro y desapareció... y estuvo ausente (lo cronometré) más de veinte minutos. No contestó al timbre ni regresó hasta que armé un escándalo.
–¡Debería darle verguenza! –dijo, cuando volvió, roja de furia.
El paciente que estaba a mi lado, un joven que apenas podía respirar debido a una asbestosis grave, tenía un buen conocimiento coloquial del inglés y me cuchicheó:
–Ésta es un espanto, pero las otras son más simpáticas.
Después de tomarme la temperatura, me llevaron a hacerme unas radiografías de la pierna.
Todo fue bien hasta que la radióloga alzó despreocupadamente la pierna sosteniéndola por el tobillo. La rodilla se dobló y se dislocó instantáneamente, y me temo que lancé un aullido involuntario. La radióloga, al ver lo que había sucedido, puso inmediatamente una mano bajo la rodilla, para sostenerla y, con mucha suavidad y ternura, la posó en la mesa.
–Perdone –dijo–, no me di cuenta.
–No se preocupe –dije–. No ha pasado nada, fue sólo un accidente. Pero la enfermera Solveig lo hace a posta.
Esperé en la camilla mientras ella examinaba las radiografías. Era la doctora de medicina general de la zona, una mujer agradable y maternal, que estaba de guardia en el hospital aquella noche por una emergencia. No había ninguna fractura en los huesos largos, dijo, en realidad no se podía examinar la rodilla ni radiografiarla. Nunca había visto una herida como aquélla, pero creía que probablemente no hubiese más que un cuádriceps roto, aunque sólo una intervención quirúrgica podría determinarlo. Se trataba de una operación de envergadura, dijo, «pero sin complicaciones», añadió inmediatamente, con una sonrisa, al percibir en mí un miedo manifiesto. Podría tener que estar inmovilizado hasta tres meses. «Probablemente menos, pero debería usted contar con eso.» Me aconsejó que me operase en Londres. La Cruz Roja arreglaría el traslado hasta Bergen (una carretera preciosa, añadió, si uno estaba de humor) y de Bergen a Londres había muchos vuelos...
Telefoneé a mi hermano, médico, a Londres. Se asustó mucho, pero lo tranquilicé enseguida. Me dijo que lo dispondría todo y que no me preocupase.
Pero uno se preocupa, y yo sentía una angustia terrible mientras estaba allí en aquella cama del hospital de Odda (después de verme la doctora me habían vuelto a acostar), con aquel joven que tosía y que no podía respirar a un lado, y un pobre viejo, un moribundus, en CI, al otro. Intenté dormir (me habían dado un sedante), pero era difícil apartar el pensamiento de la pierna, debido sobre todo a que el menor movimiento de la rodilla me producía un dolor súbito e intenso. Tenía que mantenerme casi inmóvil, y el esfuerzo por lograrlo no propiciaba el sueño.
En cuanto empezaba a adormilarme, y a relajarme, hacía algún movimiento involuntario y me despertaba bruscamente un dolor violento y súbito en la rodilla. Se consultó a una buena y maternal doctora y ésta aconsejó que me pusieran una escayola provisional para inmovilizarla.
Cuando me acostaron otra vez, después de la escayola, me quedé dormido instantáneamente, con las gafas puestas, pues aún las tenía puestas cuando me despertaron a las seis de un sueño en el que me estaban aplastando toda la pierna en una prensa. Y cuando desperté descubrí que efectivamente estaban aplastándome la pierna, aunque no con una prensa. La pierna se había hinchado muchísimo (lo que podía ver de ella me recordaba un calabacín) y era evidente que lo que la constreñía y apretaba era la escayola. Tenía el pie muy hinchado y frío, debido al edema.
Hicieron una incisión a todo lo largo de la escayola y, al aliviarse la presión y el dolor, volví a quedarme dormido enseguida, y dormí profundamente y bien hasta que irrumpió en la habitación una aparición absolutamente asombrosa y tuve que frotarme los ojos para convencerme de que no estaba soñando. Entró en la habitación un joven, vestido estrambóticamente, con un abrigo blanco, Dios sabe por qué, bailando, con mucha ligereza y agilidad, y luego cabrioleó por la habitación y se paró delante de mí flexionando y extendiendo cada una de sus piernas hasta el máximo como un bailarín de ballet. De pronto, sorprendentemente dio un salto y se puso de pie en la mesilla de noche y me ofrendó una sonrisa de duendecillo bromista. Después saltó de nuevo al suelo, me cogió las manos y las posó sin decir palabra en la parte frontal de sus muslos. Allí, a ambos lados, percibí una clara cicatriz.
–¿Siente, sí? –preguntó–. Mí también. Dos lados. Esquiando... ¡Mire!
Y dio otro salto a lo Nijinski.
De todos los médicos que había visto en la vida, o que habría de ver después, la imagen de este joven cirujano noruego es la que persiste en mi mente con mayor intensidad y afecto, porque defendía, utilizando su propia persona, la salud, el valor, el humor, y una relación empática activa y maravillosa con los pacientes. No hablaba como un libro de texto. Apenas habló..., actuó. Saltó y bailó y me enseñó sus heridas, mostrándome al mismo tiempo su perfecta recuperación. Su visita me hizo sentir infinitamente mejor.
El viaje hasta Bergen (seis horas en la ambulancia por una carretera de montaña) fue algo más que disfrutar de un paisaje bonito. Fue como una resurrección. Encaramado allá arriba en la camilla, en la parte de atrás de la ambulancia, recreé la vista con la contemplación del mundo que había estado a punto de perder. Nunca en mi vida me había parecido tan agradable, ni tan nuevo.
Subir al avión en Bergen fue una experiencia torturante. No disponían de medios adecuados para izar una camilla, así que tuvieron que subirme por la escalerilla y depositarme oblicuamente, atravesado, en dos asientos de primera. Por primera vez me sentía de mal humor e incómodo, con una especie de desasosiego entre angustiado y quisquilloso que procuraba dominar.
El comandante, un hombre grande y corpulento, que parecía un viejo bucanero, fue afable y comprensivo.
–De nada sirve incomodarse –dijo poniéndome una mano inmensa en el hombro–. Lo primero que ha de hacer un paciente es ¡aprender a tener paciencia!
Mientras me llevaban en ambulancia del aeropuerto de Londres al gran hospital donde debían operarme al día siguiente, el buen humor y la cordura empezaron a abandonarme, sustituidos por un miedo verdaderamente terrible. No puedo decir que fuese miedo a la muerte, aunque se incluía eso en él, sin duda. Era más bien un miedo a algo oscuro y sin nombre y secreto, un sentimiento de pesadilla, misterioso y amenazador, algo que en ningún momento había experimentado en la montaña. Entonces había afrontado, en conjunto, lo que me tenía reservado la realidad, pero ahora percibía que la distorsión crecía, se imponía. La veía. La sentía y me sentía incapaz de combatirla. No se esfumaba, y lo más que podía hacer era armarme de paciencia y aguantar, murmurar una letanía de frases tranquilizadoras y sensatas. Aquel viaje en ambulancia fue un mal viaje en todos los sentidos, y tras el miedo (que no podía dominar pues era yo quien lo creaba), sentí que se apoderaba de mi mente el delirio, un delirio que conocía (demasiado bien) de la niñez, cuando tenía fiebre o una de mis jaquecas. Mi hermano, que iba conmigo en la ambulancia, percibió algo de esto y dijo:
–Tranquilízate ya, Ollie, no habrá ningún problema. Estás pálido como un muerto y sudas frío. Creo que tienes fiebre y que estás intoxicado de las medicinas y conmocionado. Procura descansar. Cálmate. No va a pasar nada terrible.
Sí, tenía fiebre realmente. Me sentía ardiendo y helado. Asediaban mi mente miedos obsesivos. Mis percepciones eran inestables. Las cosas parecían cambiar, parecían perder su realidad y convertirse, según frase de Rilke, en «cosas hechas de miedo». El hospital, un prosaico edificio victoriano, me pareció por un momento como la Torre de Londres. La camilla con ruedas en la que me colocaron me hizo pensar en una carreta camino del patíbulo, y el cuartito que me asignaron, con la ventana bloqueada (la habían habilitado en el último minuto, pues estaban ocupados todos los pabellones, absolutamente todos), me hizo recordar esa cámara de tortura tristemente célebre llamada «Little Ease» que hay en la Torre de Londres. Más tarde, acabaría cogiéndole mucho cariño a mi pequeña habitación claustral y, como no tenía ventanas, la bauticé como «La Mónada». Pero en aquella noche terrible y amenazadora del día veinticinco, asediado por la fiebre y por una neurosis fantástica, estremecido por un temor secreto, lo captaba todo de un modo impropio y no podía evitarlo.
–Ejecución mañana –dijo el encargado de ingresos.
Sabía que tenía que haber dicho «Operación mañana», pero la sensación de ejecución dominaba lo que decía. Y si mi habitación era «Little Ease», era también la Celda del Condenado. Veía mentalmente, con una claridad alucinadora, el famoso grabado de Fagin en su celda. Mi humor negro me consolaba y me perturbaba y me permitió pasar por los otros detalles grotescos del ingreso. (No irrumpió lo humano hasta que no estuve arriba en mi cuarto.) Y a estas fantasías grotescas se añadían las realidades del ingreso, la despersonalización sistemática que acompaña al proceso de convertirse en un paciente. Te cambian tu ropa por un pijama blanco anónimo, te ponen en la muñeca un brazalete de identificación con un número. Pasas a estar sometido a normas y regulaciones institucionales. No eres ya una persona libre, ya no tienes derechos; no estás ya en el mundo. Existe una analogía rigurosa con el proceso por el que uno se convierte en un preso, y todo te recuerda de forma humillante el primer día de escuela. No eres ya una persona, pasas a ser un hospitalizado. Comprendes que esto significa protección, pero es a la vez absolutamente aterrador. Y este terror se apoderó de mí y me abrumaba, esa sensación básica y ese temor a la degradación, a lo largo de las tediosas formalidades del ingreso, hasta que (súbita y maravillosamente) surgió lo humano en el primer momento encantador en que alguien se dirigió a mí como yo mismo y no simplemente como un «ingreso» o una cosa.
De pronto irrumpió en mi celda de condenado una jefa de enfermeras muy bonita y alegre con acento de Lancashire, una persona, una mujer, comprensiva... y graciosa. Se quedó «pasmada», según su propia expresión, cuando vació mi mochila y encontró cincuenta libros y prácticamente nada de ropa.
–¡Oh, doctor Sacks, está usted chiflado! –dijo, y estalló en una alegre carcajada.
Y entonces también me reí yo, y con aquella risa saludable, se rompió la tensión y desaparecieron los demonios.
Tan pronto como estuve ya instalado, me visitó el interno de cirugía encargado de abrir la historia clínica. Hubo algunos problemas con «la historia», porque querían conocer los «datos relevantes» y yo quería contárselo todo, toda la historia. Además, no estaba seguro de lo que podría ser o no ser «relevante» en aquellas circunstancias concretas.
Me examinaron lo mejor que pudieron con la escayola puesta. Parecía tratarse sólo de un tendón...

Índice

  1. Portada
  2. Prefacio
  3. Agradecimientos
  4. I. La montaña
  5. II. Me convierto en un paciente
  6. III. Limbo
  7. IV. Vivificación
  8. V. «Solvitur ambulando»
  9. VI. Convalecencia
  10. VII. Interpretación
  11. Postfacio (1993)
  12. Bibliografía anotada
  13. Créditos
  14. Notas