PROHIBICIONES, PRESCRIPCIONES
Hoy es viernes y he comido cocido, un plato lleno de carnes diversas. Comer cocido un viernes hubiera resultado imposible en mi infancia porque los viernes no se comían guisos con carne ni en las casas particulares ni en los restaurantes, que para ese día ofrecían un menú especial, en el que había platos de pescado, legumbres, verduras y hortalizas o huevos, pero no carne ni sus derivados.
Durante la dictadura franquista, España era un país oficialmente católico y la influencia de la Iglesia marcaba las pautas de la vida cotidiana. Aún no se había celebrado el Concilio Vaticano II, que liberalizó en gran medida la práctica religiosa del catolicismo.
Así que desde que se instauró esa prescripción en la Edad Media, hasta mediados del siglo XX, todos los viernes (día de la semana en que Jesucristo murió en la cruz) y en otras ocasiones (como la Cuaresma o las vísperas de determinadas festividades), los católicos de todo el mundo debían hacer un pequeño ayuno penitencial, consistente en abstenerse de comer carne o productos cárnicos. Se llamaban días de abstinencia, y todavía existía un escalón ascético más, los días de ayuno y abstinencia, en los cuales, además de no comer carne, solo se podía hacer una comida en todo el día, si bien en mis tiempos se admitía –según formulación del catecismo de la religión católica que me hicieron estudiar en el colegio– «un ligero desayuno y una frugal colación». El catecismo estaba estructurado como un diálogo de preguntas y respuestas, en el que la pregunta correspondía al catequista (el maestro, el cura o un voluntario de la catequesis) y la respuesta la teníamos que memorizar los educandos (los catecúmenos, ese es el término preciso).
Gracias a esa pregunta del catecismo no solo aprendí, cuando tenía seis o siete años, una de mis obligaciones como católica, sino que supe el significado de una palabra nueva que nunca había oído antes: colación, que el Diccionario de la Real Academia define como «refacción que se acostumbra a tomar por la noche en los días de ayuno»; refacción es otra magnífica palabra que nunca he oído utilizar a nadie en mi vida y que significa «alimento moderado que se toma para reparar las fuerzas» (literalmente, para rehacerse). Así que en los días de ayuno y abstinencia no se podía comer carne, solo se hacía una comida principal, pero se podía tomar «un ligero desayuno» (eso sí que lo entendía yo, porque desde muy pequeña mi madre me había acostumbrado a desayunar por las mañanas) y «una frugal colación», o sea una refacción frugal, otra palabra nueva: «parco en el comer y beber». Aquella pregunta sobre las prescripciones dietéticas del catolicismo era un auténtico festín de palabras.
Esas prescripciones marcaban el ritmo temporal de los alimentos que consumíamos; un ritmo que era semanal y también anual. Todos los viernes del año eran días de abstinencia, así que la semana estaba marcada por un día de renuncia a las proteínas cárnicas; y luego, en primavera, entre el miércoles de ceniza y el domingo de Pascua, se extendían los cuarenta días de la Cuaresma, que implicaban una mayor complejidad en la privación de alimentos: los días corrientes de la Cuaresma eran de abstinencia de carne, pero en los viernes cuaresmales a la abstinencia se añadía el ayuno, es decir, la práctica de una sola comida al día y el ligero desayuno y la frugal colación-refacción que describía nuestro catecismo; aunque a los niños, de todas formas, nuestras madres nos daban también de merendar porque el ayuno no regía para los menores de siete años, para los ancianos ni para las mujeres embarazadas o lactantes.
Así que, en las casas, los viernes se tomaban verduras, legumbres o huevos y, si se podía, se compraba pescado, según la estación: boquerones, sardinas, jureles o palometa en las casas modestas; lenguado o merluza en los hogares acomodados; pescadilla o gallo en las familias de clase media. Toda una jerarquía de peces se distribuía, de acuerdo con su precio, por los distintos pisos de las casas de vecinos, según el poder adquisitivo de cada familia.
También los platos de cuchara se modificaban para cumplir con la prescripción: en lugar de añadírseles productos cárnicos llevaban pescado, normalmente bacalao en salazón, debidamente lavado o desalado, desmigado antes de añadirse al potaje de garbanzos o a las lentejas con arroz. A veces, sin embargo, ni siquiera se añadía pescado a las legumbres o las patatas: se tomaban viudas, es decir, sin carne, solo con verduras como el ajo, la cebolla, el pimiento o el tomate, aderezadas con pimentón, con azafrán, con laurel. «Hoy, lentejas viudas, que es abstinencia», decían nuestras madres. Y nosotros, inocentes, no captábamos la obscenidad implícita en esa viudez de las lentejas del viernes, privadas de carne igual que las mujeres que enviudaban se veían privadas de la carne del varón.
En casi todas las religiones existen prescripciones encaminadas a intervenir en la alimentación de sus fieles. Establecen lo que se puede comer, lo que no se puede, lo que solo se puede comer unas veces sí y otras no, lo que hay que comer en ocasiones concretas, las épocas en que no se pueden consumir determinados alimentos. Algunas, también, sacralizan el ayuno.
El pequeño ayuno de los viernes de Cuaresma de mi infancia no era más que un exiguo residuo del uso del ayuno como elemento purificador, que aleja del pecado y eleva a un estado espiritual superior.
Los santos eremitas del cristianismo primitivo se apartaban del mundo y se iban a vivir al desierto, donde voluntariamente pasaban mucha hambre. Cuando nos contaban en el colegio historias de santos, me imaginaba ese desierto de los ermitaños como un paisaje de dunas doradas, abrasadoras, surcadas de vez en cuando por caravanas cansinas de camellos; parecía imposible vivir allí.
Luego, ya algo mayorcita, comprobé que en la iconografía de esos santos –en las estampas que se metían como marcalibros en los misales, en los cuadros al óleo de los museos o en los grabados antiguos– esos desiertos no eran de arena: estaban representados como lugares pedregosos, llenos de rocas sobre las que crecían algunos matorrales y bajo las que se abrían cuevas oscuras en las que el eremita, semidesnudo o vestido de harapos desgarrados o de pieles sin curtir, se cobijaba de las inclemencias del tiempo.
Eran hombres y mujeres enjutos, de largas cabelleras desordenadas –ellos, con las barbas hasta la cintura–, que solían arrodillarse sobre la tierra áspera mientras en su mano derecha sostenían un libro abierto, un crucifijo o una calavera, memento de la muerte que esperaban como una liberación. Los llamaban los padres del desierto, y varios de ellos tenían nombres fascinantes que a veces iban acompañados de un topónimo exótico: junto a nombres corrientes y familiares, como Antonio Abad o Pablo Ermitaño, otros llevaban onomásticos tan sonoros como Pafnucio, Macario, Onofre, Pacomio de Tebas, Palemón, Besarión el Anacoreta, Serapión, Menas de Alejandría, Simeón el Estilita (que, como penitencia, pasó casi cuarenta años viviendo en lo alto de una columna) o Cristóbal de Licia. Había también mujeres de nombres igualmente fascinantes, como Thais de Tebaida.
Para algunas de estas mujeres el desierto no estaba en descampado, sino en el interior de sus propias casas y monasterios; eran las santas emparedadas, que se encerraban durante décadas en una pequeña celda sin puertas y sin más que una ventanita de ventilación: Marana y Cira de Berea, Wiborada de San Gall, Ida de Toggenburg, Veridiana de Castel Fiorentino o santa Oria de San Millán. Mujeres que se apartaron del mundo, no alejándose de sus pueblos y ciudades para ir al desierto, al descampado yermo, almo de virtudes, sino cerrando a cal y canto una habitación y dejando el mundo fuera.
Todos ellos compartían la práctica del ayuno como ascesis, la inanición como virtud. Fueron santos y santas por no comer, ya que su penitencia solía consistir en alimentarse solo de hierbas del campo y beber agua de los manantiales que también aparecían representados en los cuadros, surgiendo generosos de las rocas peladas; o, en el caso de los emparedados, ingerir el escaso alimento (ahí sí, una frugal colación) que sus devotos les pasaban por el ventanuco de la celda clausurada en una simple escudilla de madera. A algunos un ave del cielo, normalmente una paloma o un cuervo, les traía muy de vez en cuando en el pico una golosina de anacoreta: un pedazo de pan seco con el que se alimentaban durante semanas.
El ayuno era total, porque la abstinencia de comida iba acompañada de (o, más bien, precedida por) la abstinencia de sexo. Solos y desnudos, oraban y martirizaban su cuerpo, a veces con azotes y cilicios, pero sobre todo privándose de todo lo placentero. Sufrían tentaciones del demonio, que ellos superaban heroicamente, rechazando las visiones que ofrecían a los varones muchachas desnudas y a todos los eremitas manjares suculentos. Venciendo la tentación, convertían su hambre en una forma de espiritualidad.
Todavía en países como Etiopía se practica esa espiritualidad sacrificial y austera, voluntariamente hipocalórica, de los eremitas del cristianismo primitivo. Una fotógrafa española, Cristina García Rodero, los ha retratado en unas fotografías tan descarnadas como los propios cuerpos penitentes. Hombres, mujeres y niños enjutos, de piel oscura, envueltos en mantos y túnicas claras, se postran en la tierra áspera o retuercen sus cuerpos para encajarse –casi como las santas emparedadas de la hagiografíaen minúsculas cuevas, semejantes a tumbas, excavadas en la roca. El lugar se llama Lalibela.
La India lleva años siendo el mayor e...