La vida secreta
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La vida secreta

Tres historias verdaderas

  1. 264 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La vida secreta

Tres historias verdaderas

Descripción del libro

Nuestra época, determinada por Internet, sufre una crisis de identidad que incita a los individuos a inventarse, ocultarse, multiplicarse y transformarse.

En La vida secreta, Andrew O'Hagan hibrida géneros para contarnos tres historias verdaderas con perfecto conocimiento de causa, con la premisa de que nuestra época, determinada por internet, sufre una fuerte crisis de identidad que incita a los individuos a inventarse, ocultarse, multiplicarse y transformarse en la medida de sus deseos y/o necesidades.

En 2011 a O'Hagan le propusieron escribir la «autobiografía» de Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, y durante meses estuvo en estrecha relación con él. La primera de estas «historias verdaderas» describe la curiosa metamorfosis del célebre hacker que por casualidad se convirtió en campeón de la libertad de expresión (cuando recibió un paquete con miles de documentos sobre la política exterior de Estados Unidos). La segunda historia es una especulación probabilística sobre un ciudadano del que O'Hagan no sabe nada: el autor va a un cementerio, busca un difunto real, toma sus datos y solicita un pasaporte con ellos. La tercera retrata a un hombre desdichado, un hombre perseguido por su propia facilidad para ganar dinero y por la Agencia Tributaria australiana: nada menos que el (presunto) inventor del bitcoin. Un genio de las matemáticas del que en ningún momento se sabe si dice la verdad.

En estos ensayos, Andrew O'Hagan se interna en un terreno que se extiende entre el mundo real y el virtual para hablar sobre la identidad, lo verdadero y lo falso con el vigor del reportero y la mirada del novelista.

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788433964465
ISBN del libro electrónico
9788433941022

EL CASO SATOSHI

La redada
El viernes 9 de diciembre de 2015, a la una y media de la tarde, diez hombres asaltaron una casa de Gordon, un barrio costero del norte de Sidney, Australia. En la camisa de algunos agentes se leía «Informáticos Forenses»; uno llevaba una orden de busca y captura, extendida de acuerdo con la Ley Penal Australiana de 1914. Buscaban a un hombre llamado Craig Stevens Wright, que vivía con su mujer, Ramona, en el número 43 de St. Johns Avenue. La orden se había extendido a petición de la Agencia Tributaria Australiana (Australian Taxation Office, ATO). Wright, informático y empresario, presidía un grupo de compañías relacionadas con criptodivisas y seguridad online. Wright y su mujer no estaban, pero los agentes entraron en la casa por la fuerza. Mientras un equipo registraba los armarios de la cocina y vaciaba el garaje, otro entró en las oficinas principales de la empresa, domiciliadas en el número 32 de Delhi Road, en North Ryde, otro barrio periférico de Sidney. Buscaban «originales o copias» de material contenido en discos duros y ordenadores; querían balances bancarios, registros de teléfonos móviles, informes y fotografías. La orden listaba docenas de compañías cuya documentación había que investigar y treinta y dos individuos, algunos con nombres o grafías alternativos. El nombre «Satoshi Nakamoto» era el sexto de la lista, empezando por abajo.
Algunos vecinos de los Wright en St. Johns Avenue dijeron que eran un poco reservados. Ella era cordial, pero él era un sujeto extraño –un vecino lo llamó «Craig el antipático»– y el propietario del inmueble se había preguntado por qué necesitaban tanta potencia eléctrica: Wright, al parecer, tenía una habitación llena de generadores en la parte trasera de la casa. Era para tener conectada toda una batería de ordenadores que él llamaba sus «juguetes», aunque el verdadero ordenador, el que le había costado un dineral, estaba a más de catorce mil kilómetros de allí, en Panamá. El día anterior a la redada se había llevado los ordenadores. Un periodista se había presentado en la casa y Wright, alarmado, había llamado a Stefan, el hombre que los aconsejaba en lo que Ramona y él llamaban «el trato». Stefan trasladó inmediatamente a los Wright a un piso de lujo de la Meriton World Tower de Sidney. En cualquier caso, no tardarían en viajar a Inglaterra y todas las partes coincidirían en que lo mejor era esconderse por el momento.
Las palmeras de Delhi Road 32 proyectaban una sombra estival en las aceras de hormigón –una valla publicitaria próxima decía «Soluciones para oficinas a su medida»– y en la planta baja del edificio había gente tomando café. La oficina de Wright, en la quinta planta, estaba pintada de rojo y daba al cementerio de Macquarie Park, conocido como un lugar de paz tanto para los vivos como para los muertos. Nadie supo qué hacer cuando irrumpió la policía. Los empleados se habían reunido en el centro de la estancia y los agentes les dijeron que no se acercaran a los ordenadores ni utilizaran los teléfonos. «Quise intervenir», contó más tarde un empleado veterano, un danés llamado Allan Pedersen, «y dije que tendríamos que llamar a nuestros abogados.»
Ramona no tenía muchas ganas de contar a su familia lo que sucedía. Los reporteros se olían una historia extraña –una historia demasiado complicada para que la explicase ella–, así que se limitó a contar a todo el mundo que se habían visto obligados a dejar la casa de Gordon por culpa de la humedad. El lugar al que se mudaron, un alto edificio de apartamentos, estaba en el centro y Wright se comportó como si estuviera de vacaciones. Cuando despertó el 9 de diciembre, tras dormir por primera vez en el nuevo domicilio, se enteró de que en dos artículos aparecidos de la noche a la mañana, uno en la página web Gizmodo, el otro en la revista tecnológica Wired, se afirmaba que él era quien estaba detrás del seudónimo Satoshi Nakamoto, que en 2008 había publicado un «libro blanco» que describía un «sistema paritario de dinero digital», una tecnología con la que Satoshi inventó el bitcoin. Mientras leía los artículos en su portátil, Wright supo que su antigua vida había tocado a su fin.
A aquellas horas ya había una multitud de cámaras y reporteros delante de su antigua casa y de su oficina. Hacía tiempo que oían rumores, pero los artículos de Gizmodo y Wired habían movilizado a los medios australianos. No estaba claro por qué la policía y los artículos habían aparecido el mismo día. A eso de las cinco de aquella tarde, un recepcionista llamó desde el vestíbulo para informar a los Wright de que la policía estaba allí. Ramona habló con su marido y le dijo que debían salir pitando. Wright se dirigió a la mesa que tenía delante de la ventana: allí había dos portátiles grandes –cada uno pesaba varios kilos y tenía 64 gigas de RAM– y cogió el que aún no estaba totalmente encriptado. Se hizo asimismo con el teléfono de Ramona, que tampoco estaba encriptado, y corrió hacia la puerta. Estaban en la planta sexagésima tercera. Entonces se le ocurrió que la policía podía subir en el ascensor, así que bajó a la planta sexagésima primera, donde había oficinas y una piscina. Se quedó petrificado un instante, cuando se dio cuenta de que se había dejado el pasaporte en el apartamento.
Ramona se fue poco después de su marido. Bajó directamente al aparcamiento del sótano y respiró de alivio al comprobar que la policía no vigilaba las salidas. Subió a su vehículo, que era alquilado, pero estaba tan nerviosa que chocó con la barrera de la puerta. Aquello no la detuvo y no tardó en acceder a la autopista, rumbo al norte de Sidney. Quería ir a algún sitio conocido para poder pensar. Se sentía indefensa sin su teléfono y decidió ir a casa de un amigo para pedirle el suyo. Fue al trabajo de dicho amigo y se lo pidió, aunque le advirtió que no podía explicarle el motivo porque no quería involucrarlo.
Mientras tanto, Wright seguía inmóvil junto a la piscina, con el traje puesto y el portátil en la mano. Oyó que subía gente por la escalera, así que echó a correr por el pasillo y se escondió en el lavabo de caballeros. Había allí un grupo de adolescentes, pero al parecer no repararon en él. Se metió en el escusado más alejado y dejó deliberadamente la puerta sin cerrar. (Supuso que la policía solo buscaría la indicación de «ocupado».) Cuando oyó que entraban los agentes se subió a la taza. Los agentes preguntaron a los jóvenes qué hacían allí, ellos dijeron «nada» y los agentes se fueron. Wright se quedó en el escusado varios minutos, luego salió y utilizó la tarjeta de apertura electrónica para esconderse en la escalera de servicio. Al final recibió una llamada de Ramona desde el teléfono de su amigo. Se quedó horrorizada al saber que su marido seguía en el edificio y le repitió que tenía que salir de allí. También él disponía de un coche alquilado y llevaba las llaves en el bolsillo. Bajó los sesenta pisos a pie, hasta el aparcamiento del sótano, abrió el maletero del coche, sacó la rueda de repuesto y puso el portátil en su lugar. Se dirigió hacia Harbour Bridge y se perdió entre el tráfico.
Mientras Ramona estaba al volante, envió mensajes de texto al misterioso Stefan, que se encontraba en el aeropuerto de Sidney y ya había facturado su equipaje para un vuelo a Manila, su ciudad de residencia. Stefan tuvo que organizar un alboroto para que sacaran su equipaje del avión. Volvió a Sidney y por el camino habló con Ramona, a la que le dijo que Wright tendría que salir del país. Ramona no discutió. Llamó al centro de vuelos y preguntó qué vuelos recientes había. «¿Adónde?», preguntó la empleada.
–A cualquier parte –dijo Ramona. En menos de diez minutos reservó a nombre de su marido un vuelo a Auckland.
A primera hora de la noche, Wright, asustado y perdido, se dirigió al barrio comercial de Chatswood, una zona que conocía bien y en la que se sentía cómodo. Envió un mensaje de texto a Ramona, diciéndole que se reuniera con él, a lo que ella respondió inmediatamente diciéndole que fuera al aeropuerto; que le había reservado un vuelo. «Pero no tengo el pasaporte», dijo él. Ramona temía que la detuvieran si volvía al apartamento, pero su amigo le dijo que iría él a recoger el pasaporte. Esperaron a que la policía abandonara el edificio y entonces subió el amigo por la escalera. Unos minutos después llegó con el pasaporte, junto con el otro portátil y un transformador.
Se reunieron con Wright en el aparcamiento del aeropuerto. Ramona no lo había visto nunca tan preocupado.
–Me encontraba en estado de shock –dijo él tiempo después–. No había esperado que los medios me denunciaran de aquel modo ni que la policía me persiguiera a continuación. En condiciones normales, habría estado preparado. Habría tenido la maleta hecha.
Cuando Ramona le dio el pasaje para Auckland, estaba angustiada porque no sabía cuándo volvería a verlo. Wright dijo que Nueva Zelanda estaba demasiado cerca y estaba preocupado por el dinero. Ramona fue a un cajero automático y sacó seiscientos dólares. Wright compró una bolsa amarilla en la tienda del aeropuerto y guardó en ella los dos portátiles. No tenía ropa.
–Fue espantoso decirle adiós –confesó Ramona.
Cuando se puso en la cola, para pasar el control de seguridad, Wright temía por los ordenadores. Estaban a punto de cerrar la puerta de embarque cuando el personal de seguridad le indicó que se detuviera. Iban a conducirlo a una sala de interrogatorios cuando un hindú que iba detrás de él sufrió un ataque. Hacía poco que se había producido el atentado de París, la mujer del hindú vestía un sari y el personal de seguridad quiso cachearla. El hombre se opuso. Todo el personal de seguridad acudió para poner orden y Wright recibió autorización para pasar. No podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Bajó la cabeza y cruzó la puerta de embarque.
La policía estaba interrogando a Allan Pedersen en la oficina de Wright. Pedersen oyó por encima que un agente preguntaba si habían atrapado ya a Wright.
–Acaba de tomar un vuelo para Nueva Zelanda –respondió el colega.
Wright no tardó en estar a mil metros por encima del mar de Tasmania, viendo cómo el programador Thomas Anderson (Keanu Reeves) era perseguido por los incognoscibles agentes de Matrix. El argumento de la película le resultó extrañamente tranquilizador; era bueno saber que no estaba solo.
En el aeropuerto de Auckland, puso el teléfono en modo avión, pero se comunicó con Stefan a través de Skype, utilizando el wifi del aeropuerto y una cuenta nueva. Hablaron sobre cómo trasladarse a Manila. Aquella noche había en Auckland un sonado concierto de rock y todos los hoteles estaban llenos, pero cruzó la ciudad en taxi y consiguió una habitación en el Hilton. Pagó por dos noches con dinero en efectivo. Sabía cómo conseguir de los cajeros automáticos más dinero del que se permitía sacar diariamente, así que utilizó varios cajeros cercanos al hotel y retiró cinco mil dólares. Pidió el servicio de habitaciones aquella noche y al día siguiente por la mañana fue a los almacenes Billabong de Queen Street para comprar algo de ropa. Estaba inquieto, fuera de su ambiente: normalmente llevaba traje y corbata –le gustaba pensar que vestía demasiado bien para ser un geek, un adicto a los ordenadores–, pero adquirió una camiseta, tejanos y calcetines. Mientras volvía al hotel compró un puñado de tarjetas SIM para que no pudieran rastrear sus llamadas. Ya en el Hilton, iba a guardar los ordenadores cuando lo llamó el fiel Stefan por Skype. Le dijo a Wright que fuera al aeropuerto y recogiera un pasaje que le había conseguido para un vuelo a Manila. Su foto estaba en todos los periódicos, así como la noticia de que lo buscaban.
Unas horas después de que el nombre de Wright apareciese en la prensa, empezó a recibir mensajes anónimos que amenazaban con revelar su «verdadera historia». Unos decían que había estado en Ashley Madison, la página web que concierta líos extraconyugales, otros que había sido visto en Grindr, una aplicación para ligues homosexuales. Durante una escala de seis horas en Hong Kong, canceló todas sus cuentas de correo y trató de borrar sus perfiles de las redes sociales, que sabía que estarían cargados con información que no quería que se aireara: «Más que nada cabreos», contó tiempo después. Cuando llegó al aeropuerto de Manila, Stefan pasó a recogerlo. Fueron al piso del segundo y la criada lavó la ropa de Wright mientras este instalaba los portátiles en la mesa del comedor. Pasaron el resto del sábado borrando la información que quedaba en las redes sociales. Stefan no quería que hubiera la menor posibilidad de contactar con él: quería aislarlo del resto del mundo. Al día siguiente, lo puso en un avión rumbo a Londres.
Mayfair
La tecnología está cambiando sin cesar la vida de personas que en el fondo no la entienden –conducimos coches sin interesarnos en absoluto por la combustión interna–, aunque de vez en cuando hay noticias que atrapan la imaginación del público en general. Yo estaba entre las personas que no habían oído hablar nunca de Satoshi Nakamoto ni de la «cadena de bloques» –el invento que está detrás del bitcoin y que confirma transacciones sin necesidad de una autoridad central–, ni de que es lo máximo en la ciencia informática. Para mí fue una novedad que los bancos estuvieran aprovechando la cadena de bloques como base de una futura «internet de valores». Si no hubiera sido por mi relación con Julian Assange, la historia de este informático legendario no se habría cruzado nunca en mi camino. No me entretengo mucho pensando en los nuevos paradigmas informáticos. (Todavía estoy cogiéndole el tranquillo al primero.) Pero para quienes hayan invertido más en el mundo de mañana la historia de Satoshi tiene las características de una alegoría moral moderna totalmente independiente de las realidades al uso. Hay cosas, siempre hay cosas que otros suponen que están en el centro del universo, pero que no alteran en absoluto el concepto del mundo cotidiano. Esta historia fue algo así para mí, ya que me encerraba en un enigma para el que no tenía nombre. Un informe detallado es un objeto trabajado, como la ficción a su manera, pero yo tuve que superar mi desconcierto –imagino que como el lector– para entrar en este mundo.
Unas semanas antes de la redada en la casa de Craig Wright, cuando su nombre aún no se había asociado públicamente con Satoshi Nakamoto, recibí un correo electrónico de un abogado de Los Ángeles llamado Jimmy Nguyen, de la firma Davis Wright Tremaine (autodescrita como «centro integrado para empresas de entretenimiento, tecnología, publicidad, deportes y otros ramos»). Nguyen me contó que querían contratarme para que escribiera la vida de Satoshi Nakamoto. «Mi cliente ha adquirido los derechos biográficos [...] de la persona real que hay detrás del seudónimo Satoshi Nakamoto, el creador del protocolo bitcoin», decía el abogado en el email. «La historia será de gran interés para el público y esperamos que el libro genere mucha publicidad y cobertura mediática cuando se revele la verdadera identidad de Satoshi.»
Daba la casualidad de que los periodistas llevaban años buscando a Nakamoto. Su identidad era uno de los grandes misterios de internet, un santo grial para el periodismo de investigación, con un creciente número de autores que no conseguían encontrar ni una sola pista. Para Joshua Davis, de The New Yorker, la necesidad de encontrarlo parecía casi dolorosa. «El propio Nakamoto es una clave secreta», escribió en octubre de 2011:
Antes de la aparición del bitcoin no se conocía a ningún codificador con ese nombre. Utilizaba una dirección de correo electrónico y una página web de origen ilocalizable. En 2009 y 2010 escribió cientos de mensajes en un inglés impecable y, aunque invitó a otros programadores a que lo ayudaran a mejorar el código y se escribió con ellos, en ningún momento reveló ningún detalle personal. Entonces, en abril de 2011, envió una nota a un programador diciendo que se había «puesto a hacer otras cosas». Desde entonces no se ha vuelto a saber de él.
Davis analizó el estilo de Satoshi y llegó a la conclusión de que utilizaba la grafía británica y era aficionado a la palabra bloody. Mencionó a un doctorando d...

Índice

  1. PORTADA
  2. PREFACIO
  3. HACER DE NEGRO
  4. LA INVENCIÓN DE RONALD PINN
  5. EL CASO SATOSHI
  6. AGRADECIMIENTOS
  7. CRÉDITOS
  8. Notas