III
26
Me toma usted el pelo, infirió Constance. Ni mucho menos, la tranquilizó Bourgeaud. Pues entonces se le ha ido totalmente la olla, diagnosticó la joven. No tanto como cree, matizó Bourgeaud señalando un mapa de la península coreana prendido con chinchetas en una pared del despacho, se lo explicaré.
Aunque todo el mundo sabe o cree saber cómo es Corea del Norte, le recordaré que es una tiranía dinástica y casi teocrática, en la que las tres generaciones de líderes han accedido a un estatuto divino. El control es omnipresente, todos recelan de todos, se denuncian como respiran –dado que a uno le denuncian si no denuncia–, mientras, con frecuencia sin resultado, buscan algo de comer.
Observe que a ese respecto, me refiero a la comida, media un abismo entre la capital y el resto del país. Así como en Pyongyang funcionan a base de esturión y grandes caldos, en el campo y en provincias lo pasan bastante peor. Hambruna tras hambruna, con trescientos gramos de maíz como mucho, la gente ha visto reducirse su estatura media a 1,55 metros. Pero más les vale no quejarse, lo mejor que se puede hacer es cerrar el pico. Al menor gesto o palabra maliciosa sobre el régimen lo mandan a uno a un campo donde, a razón de veinte horas de trabajo al día y dos sesiones de tortura imaginativa, se considerará afortunado si atrapa una rata o una serpiente para devorarlas crudas, y se alegrará más si puede asarlas de extranjis a riesgo, por esa fechoría, de ser torturado de nuevo antes de su ejecución pública, de que le cuelguen o le lapiden según el humor de su jefe de campo. Pero todo eso lo sabe usted, dijo el general recobrando el aliento tras esa fase demasiado larga.
También sabe, prosiguió, que ese país está siempre dispuesto a batallar. Desplegando un discurso tanto más belicista cuanto que está siempre técnicamente en estado de guerra con Corea del Sur, cuenta con dos millones de soldados activos o reservistas, un considerable stock de aviones, tanques y buques de guerra –por más que ese arsenal pueda estar obsoleto–, suficiente plutonio para construir varias bombas atómicas y abundantes reservas de armas químicas y biológicas. Construye además excelentes misiles Nodong-1 y Taepodong-2, que negocia a alto precio en todos los puntos calientes del globo –Siria, Libia, Irak, Irán, Yemen o Pakistán–. El comercio armamentístico es uno de los recursos capitales del régimen.
Entre las especialidades de éste, Bourgeaud mencionó a continuación algunos secuestros de aviones y otros secuestros diversos, la venta de material y de expertos militares a países africanos sensibles, la acogida con los brazos abiertos a terroristas extranjeros a los que traiciona al poco revendiéndolos por un riñón a sus jurisdicciones. En resumidas cuentas, todo es válido, exclamó el general, para arramblar pasta. Producción masiva de distintas drogas –entre ellas una metanfetamina fuera de serie–, tráfico con todo con cuanto se puede traficar, falsificación de moneda extranjera –sobre todo dólares y yenes falsos–, estafas por miles de millones a compañías de seguros internacionales, por no hablar de los ataques cibernéticos, de la piratería informática de datos bancarios y otros por casi todo el mundo.
Si le interesa, señaló el general orientando la punta de su Panter hacia el mapa, los mayores campos de concentración están situados ahí, ahí y ahí, me refiero evidentemente a los campos de régimen severo. ¿Y por qué me habla usted de ese país de mierda?, se interesó Constance. A eso voy, dijo el general.
Es que las mentalidades van cambiando poco a poco, verdad, muy lentamente pero hay indicios. Desde hace algunos años, la población que no sabía nada del mundo exterior ha empezado a saber de él, escucha clandestinamente radios extranjeras, se pasa DVD o memorias USB procedentes del Sur. Lo hacen con discreción, pero cada vez más, aun a riesgo de que los manden de cabeza al campo o al patíbulo. Como lo hacen con todas las tentativas de evasión que se realizan habitualmente por China, Mongolia y el Sudeste Asiático, Tailandia o Laos, hay varias redes de guías bastante preparadas. Estoy un poco al corriente, quiso abreviar Constance, he leído cosas al respecto en una revista. Casi he acabado, dijo el general. Llego al asunto que nos afecta.
Le resumo. Cuando Kim Jong-un, nuevo líder supremo, hijo del amado líder Kim Jong-il y nieto del líder eterno Kim Il-sung, subió al poder, permaneció durante algún tiempo rodeado de los siete dirigentes históricos del país, entre ellos su tío, número dos del régimen. Pero no tardó en deshacerse de aquella banda, el tío fue detenido públicamente y luego ejecutado. Un poco como en Hamlet, verdad, si ve a qué me refiero. Silencio de Constance.
Hamlet, vamos, Objat, tanteó el general, le dice a usted algo, ¿no? Pues no, contestó Objat sin apartarse de la ventana, lo siento, yo tampoco conozco esa obra. Bueno, zanjó Bourgeaud disgustado, el caso es que la liquidación del tío vino seguida por la del jefe de seguridad del Estado y de los altos responsables del ejército. Ministro, vicemariscal, jefe de estado mayor, cuyos nombres no recuerdo, todos fueron degradados, destituidos, sin duda fusilados. En esa operación, bastantes embajadores próximos a la pandilla fueron llamados a Pyongyang, trasladados a campos o físicamente eliminados. ¿Me sigue?
Silencio de Constance. Bueno, repitió Bourgeaud, a esa purga en la cima del Estado le siguió claro está una depuración más general de los mandos próximos al antiguo equipo, o sea, una decena de miles de apparatchiks, que debieron de correr la misma suerte. Lo cual supone una renovación de los efectivos, un nuevo aparato totalmente bajo la férula del jefe, y entre las promociones recientes hay una que nos interesa. Es un nuevo consejero del líder, que lo consulta sobre diferentes puntos, especialmente sobre el ámbito nuclear. Un tipo joven bastante discreto, instruido, educado en Suiza como su jefe. Nos parece más bien abierto, pensamos que con él podríamos conversar. Tenemos que desarrollar los lazos con él. Él es nuestro objetivo. Y aquí es donde interviene usted.
¿Y por qué yo?, preguntó Constance. Bourgeaud dejó pasar un tiempo, fingiendo buscar algo en un cajón y luego en otro. Paul Objat, al fondo del despacho, examinaba el patio del cuartel por la ventana. Sobre el pavimento de ese patio caía desde hacía un rato una lluvia menuda cuyo susurro sordo, apagado, sonaba en armonía con un runrún de impresora proveniente de un despacho vecino.
Es usted la persona ideal, contestó por fin Bourgeaud. Tal vez lo ignore, pero allí es usted un ídolo entre los medios dirigentes. ¿Perdón?, se inquietó Constance. Pues sí, suspiró él, eso es un elemento fundamental. Le recuerdo que usted fue la primera intérprete de
. ¿Podría repetirlo?, se alarmó Constance. Es la adaptación coreana de «Excessif», precisó Bourgeaud, ya sabe, una cosita que cantó hace bastantes años. Figúrese que después de tantos años esa cosa allí sigue haciendo furor, la adaptaron a su lengua pero eso ya no les basta. Parece ser que no paran de ponerse la versión original, o sea la suya, en los banquetes del Partido del Trabajo. Hasta el líder está colado por usted, lo sabemos.
No diga gilipolleces, saltó Constance. Nada de eso, insistió el general, gracias a eso entrará usted en escena. La recibirán como a una estrella, pero no se preocupe que no estará sola, dispondremos de dos contactos personales que velarán por usted. El primer objetivo será pues ese consejero del líder. Le diremos cómo contactar con él –pero verá como todo marcha solo–, más adelante recibirá instrucciones. ¿Y cómo se llama ese tipo?, preguntó Constance. Gang Un-ok, articuló diligentemente el suboficial. Un nombre fácil de recordar, ¿no le parece? Nos hemos informado al detalle sobre él y es usted exactamente su tipo de mujer, al parecer. Eso podría ayudarla en su trabajo. Eso es asqueroso, se sublevó Constance. Es sobre todo, anunció gravemente el general poniéndose en pie, algo beneficioso para la comunidad internacional. Pero ahora debo dejarla, supongo que no tardaremos en vernos. ¿La acompaño?, propuso Objat.
27
Fue en Suiza, precisamente, pero en otro tipo de campo, donde los dos contactos profesionales a los que se había referido el general pasaron las de Caín, sudaron sangre, sometiéndose a un cursillo intensivo para acceder al título de escoltas.
Nada los predisponía a semejante formación. Ni uno ni otro, sobre todo Christian, habían practicado desde hacía tiempo la menor actividad física. Al llegar, los dejó helados el discurso de acogida del monitor jefe. Se trata, les dijo, de adquirir la inteligencia técnica, psicológica, física, táctica y conceptual para la protección de las personas. Lo cual suponía muchísimo, les pareció.
Una estatura imponente ya no es garantía de eficacia, precisó acto seguido el monitor, lo cual tranquilizó a Christian. No obstante, señaló, el escolta debe ser instruido, culto, políglota y polivalente, observador y perspicaz, capaz de evolucionar socialmente, estar al tanto de la legislación en vigor en su ámbito, ser psicológicamente estable, discreto, cauteloso, deportista, sano de cuerpo y de mente. Lo cual suponía cada vez más: Jean-Pierre se mordió el labio y no se atrevieron a mirarse.
Enseguida se pusieron manos a la obra para hacerse a la vida paramilitar. Por las mañanas comenzaban temprano con un footing en grupo de diez kilómetros: al principio, Christian solía caerse de cansancio y el instructor no permitía que intervinieran los demás, dejándolo recobrar el aliento, incorporarse solo y proseguir renqueando. Seguían luego a lo largo del día distintas enseñanzas teóricas y prácticas –observación y localización del lugar, exploración y segurización de una zona, artes marciales, defensa propia, dominio de las armas, extracción de notable en apuros, neutralización de un paisano, ejercicios de inmovilización en el suelo, actuación tras una agresión con arma de fuego, con arma blanca o con cualquier otro objeto, socorrismo, salvamento de urgencia en medio hostil y uso del maletín antibalas desplegable de Kevlar. Todo aquello era fatigoso. Se acostaban temprano sin fuerzas para hablar y se dormían muy rápido.
Al final del cursillo, resultó menos difícil habituarse al traje negro, a la corbata negra o, según las circunstancias, a la pajarita, a las gafas oscuras y a enroscarse un tirabuzón de auricular de hilo blanco en la oreja. Más delicado resultó aprender a raparse la cabeza, a lo cual Jean-Pierre y Christian procedieron primero mutuamente, hasta que se arriesgaron a hacerlo cada cual por su cuenta. Me arde, refunfuñaba Christian masajeándose el cráneo, me irrita el cuero cabelludo, ¿no tendrás crema o algo?
La víspera de su marcha, después de que no sin indulgencia ni complacencia –ni acaso deseo de quitárselos de encima– los juzgaran aptos para ocuparse del prójimo, se concedieron una noche para darse un respiro abriendo una botella en su dormitorio, cada uno sentado en una de las camas gemelas encima de las cuales, respectivamente, Jean-Pierre había clavado con chinchetas una reproducción de Bazaine y Christian dos fotos de mujeres en cueros. Pues lo hemos hecho, constató Christian echando la menor cantidad de agua posible en su Pastis 51, lo hemos conseguido. Yo no me veía capaz, reconoció Jean-Pierre deformando la cubitera. Pero mira, yo creo que me ha ido bien, me ha hecho levantar cabeza. Qué distinto de la Creuse, ¿no?
Estancia en la Creuse cuyos buenos momentos rememoraron brindando: La verdad es que la chica, se atrevió Christian, dirán lo que quieran, pero estaba para tirársela. Desde luego, reconoció Jean-Pierre deshaciéndose el nudo de la corbata, a mí también me tenía encandilado, pero qué le vamos a hacer, no es nuestro mundo. Me pregunto qué habrá sido de ella, soñó Christian. Si he entendido el proceso, analizó Jean-Pierre, no tardaremos en volverla a ver. ¿Y crees que el idiota del marido acabó pagando?, se preguntó Christian.
El idiota se encuentra ahora apoltronado en su canapé de cuero teñido ante su Beovision Bang & Olufsen, una copa de Laphroaig Cask Strength Red Stripe en una mano, en la otra un mando Logitech Harmony Touch mediante el cual desfilan, una tras otra y nunca durante más de unos segundos, unos cientos de cadenas. Detrás de la barra, del lado de la cocina, entrechocan y tintinean los platos y cubiertos que Nadine Alcover ordena en el lavavajillas. Ambos han cenado sin gran cosa que decirse: Se me ha pasado el asado, creyó necesario reconocer Nadine Alcover entre dos silencios. En absoluto, estaba bien, le contestó Tausk un pelín tarde y al tiempo que consultaba los SMS en su smartphone, y allí acabó la cosa: tranquilidad, mucha tranquilidad.
Una vez en marcha el lavavajillas, Nadine Alcover va a su habitación y marca el número de Lucile, que lo coge al instante. Cambian tres frases preliminares, y la conversación deriva rápidamente a la vida amorosa, ¿cómo te va con tu viejo?, se interesa Nadine Alcover. Se ha repuesto del accidente, contesta Lucile, pero a veces no sé, no sé. Me da la impresión de que sexualmente sólo le interesa una cosa, sabes. Como si yo sólo sirviera para eso. Hay días en que me pregunto... Creo que ya sé, dice Nadine Alcover, lo de Louis conmigo tampoco es ya del todo lo mismo. Pero a veces me digo que él u otro, en fin, ya sabes. Creo que ya sé, dice Lucile como un eco. Vendréis mañana por la noche, ¿no?, le pregunta Nadine Alcover.
Y al día siguiente Lucile y Lessertisseur se presentan en efecto a cenar en casa de Lou Tausk. Es la primera vez y se les ve incómodos, Lessertisseur sobre todo está muy incómodo. Pero al fin y al cabo Tausk desconoce su participación en el secuestro de Constance, Nadine Alcover también, y Lucile es tonta, no hay motivo de preocupación: Maurice Lessertisseur se va relajando poco a poco. Además esa historia se ha acabado, sus actores se han dispersado, Constance ha vuelto a su casa: Lessertisseur acepta una copa y una butaca, sus escrúpulos se disipan al cabo de la segunda copa. Pasemos página. Y pasemos a la mesa. Y muy pronto, en efecto, en la mesa se pasa página. La página parece pasar sin esfuerzo en cuanto la conversación se instala, se desarrolla y se anima sobre temas diversos.
Y, ahora, teníamos previsto transcribir al detalle esa conversación. Conforme ésta iba caldeándose y amplificándose, habíamos pensado incluso ahondar en los temas que abordaba: acontecimientos políticos, sociales, culturales y enseguida íntimos. A punto estábamos de hacerlo cuando he aquí que suena en la puerta, en intervalo de tercera mayor descendente, el doble gong del timbre. ¿Esperabais a alguien?, pregunta Lucile. No lo creo, se sorprende Nadine Alcover. Ve a ver quién es, le sugiere Tausk.
Transcurre menos de un minuto hasta que, seguido de Nadine Alcover perpleja, se ve aparecer a Clément Pognel en persona, un perro menudo pisándole los talones, su pistola de bolsillo Astra Cub en mano: de pronto a la página parece costarle un poco más pasar. Se nota a las claras que le cuesta. Se ha agarrotado. Se oye muy bien que la página rechina. Se acabó el cachondeo, declara Pognel.
28
Pero la velada no duró mucho. Y a la mañana siguiente Lou Tausk madrugó, dejando dormir a Nadine Alcover, para acudir al estudio, en la rue de Pali-Kao, donde se limitó a leer el periódico y a echar un vistazo al correo. Guardar cuatro papeles en el escritorio, desplazar dos objetos –una grapadora y un cenicero– para dejarlos de inmediato en su sitio. A eso de la una, en vista de que el aire se había templado y de que el sol intentaba una escapada, se fue a comer al Mandarín Pensativo, solo en la terraza del establecimiento, calentado por los radiadores de infrarrojos y protegido por un entoldado translúcido.
Observémoslo ante su bobun de buey mientras rememora la velada de la víspera. No ha acabado de entender la irrupción de Clément Pognel, quien –resumamos– no se quedó más de un cuarto de hora, tras guardarse enseguida en el bolsillo el Astra Cub y tomarse una copa mientras acariciaba a su perro, sin manifestar gran cosa y mirando a la gente, la casa, limitándose a decirle a Tausk con frialdad que le alegraba verlo tan bien aposentado. Aun así Tausk tuvo tiempo para comprobar lo que había cambiado en Pognel en esos treinta años. Bastantes cosas en realidad: amén de su leve cojera, su aplomo cuando se acomodó entre Lucile y Nadine Alcover, rozándolas y examinándolas con arrogancia –no era así en aquellos tiempos–, su descaro cuando, cogiendo del plato de Lucile una corteza de tocino, la dejó caer en la alfombra y observó cómo el perro la devoraba cochinamente, gruñendo y babeando de satisfacción. Despacio, Faust, despacio, sonreía Pognel, y a Tausk no le gustó nada aquel chucho. No entendió las razones de esa pequeña intrusión, de aquella marcha rápida, como si Pognel se hubiera presentado tan sólo para comprobar algo. Tampoco entendió, durante aquella escena, la manifiesta incomodidad de la tal Lucile y el tal Maurice antes de su también presta marcha.
Desde la terraza del Mandarín, alzando un instante los ojos al cielo, Tausk ve éste atravesado por un Boeing cuyas toberas dejan tras él la habitual estela de vapor de agua, condensada por los -20 ºC de altitud y formando un hilo blanco de cristales de hielo expandido en halo triangular irregular, nube artificial que se ondula enseguida y que, ya desdibujada por el entoldado, palidece antes de difuminarse y descomponerse. Volviendo a su bobun, Tausk olvida rápidamente ese B777-300ER de Air China, destino Pekín, en el que han embarcado una hora antes Constance y sus guardaespaldas, éstos en clase turista, ella en clase de lujo Pabellón Prohibido donde acaban de servirle una segunda copa de Armand de Brignac con un platillo de caviar salvaje, mientras que Jean-Pierre y Christian tan sólo disfrutan detrás de un sándwich club descongelado en envase de plástico y una Tsingtao tibia.
El vuelo duró once horas durante las cuales Constance durmió bastante bien, Jean-Pierre y Christian casi nada. Plegados en tres en sus asientos, miraron algunos comienzos de películas bostezando, tantearon tres juegos de vídeo, mendigaron en vano otras cervezas hasta que el 777 inició su descenso –TCP en las puertas, desarmar las rampas, comprobación de la puerta opuesta– hacia el aeropuerto internacional, donde los tres fueron trasladados a una sala de tránsito.
El general Bourgeaud había solventado ya las diligencias de visado, pero hubieron de rel...