Las lealtades
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Las lealtades

Delphine de Vigan, Javier Albiñana Serraín

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  1. 208 páginas
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Las lealtades

Delphine de Vigan, Javier Albiñana Serraín

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Información del libro

Una novela desgarradora sobre un niño que se evade bebiendo y unos adultos que tratan de encontrar un sentido a sus vidas.

En el centro de esta novela hay un niño de doce años: Théo, hijo de padres separados. El progenitor, sumido en una depresión, apenas sale de su caótico y degradado apartamento, y la madre vive consumida por un odio sin fisuras hacia su ex, que la abandonó por otra mujer. En medio de esa guerra, Théo encontrará en el alcohol una vía de escape. A su alrededor se mueven otros tres personajes: Hélène, la profesora que cree detectar que el niño sufre maltrato a partir del infierno que vivió en su propia infancia; Mathis, el amigo de Théo, con el que se inicia en la bebida, y Cécile, la madre de Mathis, cuyo tranquilo mundo se tambalea después de descubrir algo inquietante en el ordenador de su marido...

Todos estos personajes son seres heridos. Marcados por demonios íntimos. Por la soledad, las mentiras, los secretos y los autoengaños. Seres que caminan hacia la autodestrucción, y a los que acaso puedan salvar –o tal vez condenar definitivamente– las lealtades que los conectan, esos «lazos invisibles que nos vinculan a los demás (...) las leyes de la infancia que dormitan en el interior de nuestros cuerpos, los valores en cuyo nombre actuamos con rectitud, los fundamentos que nos permiten resistir, los principios ilegibles que nos corroen y nos aprisionan. Nuestras alas y nuestros yugos. Son los trampolines sobre los que se despliegan nuestras fuerzas y las zanjas en las que enterramos nuestros sueños».

Una novela concisa, escrita con una prosa afilada, y que no da tregua al lector. Un relato de una contundencia sin contemplaciones, desgarrador y necesario. «Una narración precisa, rigurosa, casi austera. De ahí nace la belleza áspera de esta novela conmovedora, concienzuda y contenida» (Télérama).

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940933
Las lealtades.
Son lazos invisibles que nos vinculan a los demás –lo mismo a los muertos que a los vivos–, son promesas que hemos murmurado y cuya repercusión ignoramos, fidelidades silenciosas, son contratos pactados las más de las veces con nosotros mismos, consignas aceptadas sin haberlas oído, deudas que albergamos en los entresijos de nuestras memorias.
Son las leyes de la infancia que dormitan en el interior de nuestros cuerpos, los valores en cuyo nombre actuamos con rectitud, los fundamentos que nos permiten resistir, los principios ilegibles que nos corroen y nos aprisionan. Nuestras alas y nuestros yugos.
Son los trampolines sobre los que se despliegan nuestras fuerzas y las zanjas en las que enterramos nuestros sueños.
HÉLÈNE
Pensé que el chiquillo sufría maltratos, lo pensé enseguida, quizá no los primeros días pero no mucho después de la vuelta a clase, era algo en su modo de comportarse, de sustraerse a la mirada, sé lo que me digo, sé perfectamente lo que me digo, una manera de fundirse con el entorno, de dejarse traspasar por la luz. Solo que conmigo eso no funciona. Los golpes los recibí cuando era cría y las señales las oculté hasta el final, o sea que a mí no me la dan. He dicho el chiquillo porque lo cierto es que hay que verlos, a los chicos de esa edad, con su cabello fino como el de las chicas, su voz de pulgarcito, y esa indecisión consustancial a sus movimientos, hay que verlos asombrarse abriendo ojos como platos, o aguantar un rapapolvo con las manos entrelazadas en la espalda, el labio temblequeante y cara de no haber roto un plato. Sin embargo, es indudable que a esa edad empiezan las gilipolleces de verdad.
Unas semanas antes de la vuelta a clase, pedí ver al director para hablar sobre Théo Lubin. Tuve que explicárselo varias veces. No, ni indicios ni confidencias, era algo en la actitud del alumno, una suerte de enclaustramiento, una manera sui géneris de hacerse el distraído. El señor Nemours se echó a reír: hacerse el distraído, pero ¿no era ese el caso de media clase? Sí, claro, sabía a qué se refería: esa costumbre que tienen de encogerse en el asiento para que no se les pregunte, de fijar los ojos en la mochila o de abstraerse de pronto en la contemplación de su mesa como si fuera en ello la vida de todo el distrito. A esos los detecto sin siquiera alzar la vista. Pero no era ese el caso. Pregunté qué se sabía del alumno, de su familia. Seguro que habría alguna referencia en el expediente, observaciones, una notificación anterior. El director repasó con atención los comentarios aparecidos en los boletines de notas, varios profesores habían observado en efecto su mutismo el año anterior, pero nada más. Me los leyó en voz alta, «alumno muy introvertido», «ha de participar en clase», «buenos resultados pero alumno muy silencioso», y un largo etcétera. Padres separados, el muchacho en custodia compartida, todo de lo más normal. El director me preguntó si Théo había trabado amistad con algún otro chico de la clase, imposible negarlo, andan siempre juntos los dos, hacen buena pareja, la misma cara angelical, el mismo color de pelo, la misma tez clara, parecen gemelos. Los observo por la ventana cuando están en el patio, forman un solo cuerpo, hirsuto, una suerte de medusa que se contrae de golpe cuando se acerca alguien y vuelve a estirarse una vez pasado el peligro. Los raros momentos en que veo sonreír a Théo se producen cuando está con Mathis Guillaume y ningún adulto traspasa su perímetro de seguridad.
Lo único que llamó la atención del director fue un informe redactado por la enfermera a fines del año pasado. El informe no figuraba en el expediente administrativo, y Frédéric me sugirió que fuera a informarme a la enfermería, por si acaso. A finales de mayo, Théo pidió permiso para salir de clase. Dijo que le dolía la cabeza. La enfermera menciona una actitud huidiza y síntomas confusos. Notó que tenía los ojos enrojecidos. Théo explicó que tardaba mucho en conciliar el sueño y que, en ocasiones, podía pasar toda una noche sin dormir. Al pie de la hoja, la enfermera escribe en rojo «alumno delicado de salud» y lo subraya con tres trazos. Luego debió de cerrar el expediente y guardarlo en el armario. No pude preguntarle porque abandonó el establecimiento.
Sin ese documento, me habría resultado imposible que la nueva enfermera convocara a Théo.
Se lo comenté a Frédéric, me pareció preocupado. Me dijo que no me tomara el asunto muy a pecho. Le parecía cansado desde hacía algún tiempo, con los nervios a flor de piel,1 fue la expresión que utilizó, y enseguida me vino a la cabeza la navaja que guardaba mi padre en el cajón de la cocina, accesible a cualquiera, cuyo seguro accionaba una y otra vez, con gesto mecánico, para calmar los nervios.
THÉO
Es una ola de calor que no sabe describir, que quema y abrasa, a la vez un dolor y un alivio, es un momento que se cuenta con los dedos de una mano y debe de tener un nombre que él no conoce, un nombre químico, fisiológico, que define su fuerza y su intensidad, un nombre que rima con combustión o explosión o deflagración. Tiene doce años y medio y si respondiera con franqueza a esas preguntas que le formulan los adultos, «¿qué profesión te gustaría ejercer?», «¿cuáles son tus pasiones?», «¿a qué te gustaría dedicarte?», si no temiera que los últimos puntos de apoyo que parecen perdurar a su alrededor se desmoronasen en el acto, contestaría sin vacilar: me gusta notar el alcohol dentro de mi cuerpo. Primero en la boca, ese instante en que la garganta recibe el líquido, y luego esas décimas de segundo en que el calor desciende por su vientre, podría seguir el recorrido con el dedo. Le gusta esa ola húmeda que le acaricia la nuca y se difunde por sus miembros como una anestesia.
Bebe a morro y tose varias veces. Mathis, sentado frente a él, lo observa y se ríe. Théo piensa en el dragón del libro ilustrado que le leía su madre de pequeño, cuerpo gigantesco, ojos rasgados, fauces abiertas mostrando unos colmillos más afilados que los de los perros feroces. Le gustaría ser esa fiera enorme de dedos palmeados capaz de abrasarlo todo. Respira profundamente, se lleva de nuevo la botella a los labios. Cuando deja que le aturda el alcohol, cuando intenta visualizar su camino, evoca mentalmente uno de esos esquemas que la señora Destrée les reparte en clase. Muestra el trayecto de la manzana e indica los órganos implicados en la digestión. La imagen le hace sonreír y se entretiene distorsionándola. Muestra el camino del vodka; colorea su trayectoria; calcula el tiempo que se requiere para que los tres sorbos te lleguen a la sangre... Se ríe solo y Mathis se ríe de verlo reírse.
Transcurridos unos tres minutos, algo explota en su cerebro, es una puerta que se abre de una patada, un potente arranque de aire y de polvo, y le acude la imagen de un saloon del Oeste cuyos batientes ceden con un chirrido. En un abrir y cerrar de ojos pasa a ser ese cowboy con botas camperas que avanza hacia la barra en la oscuridad, y sus espuelas rascan el suelo con un ruido sordo. Cuando se acoda en la barra para pedir un whisky, se le antoja que todo se ha esfumado, el miedo y los recuerdos. Las garras de autillos que le oprimen de continuo el pecho han soltado por fin su presa. Cierra los ojos, todo se ha borrado, sí, y todo puede comenzar.
Mathis le coge la botella de las manos para llevársela a los labios. Le toca a él. El vodka se desborda, le cuelga un hilo transparente de la barbilla. Théo protesta: si se escupe no vale. Entonces Mathis bebe de un trago, le lagrimean los ojos, tose, se tapa la boca, por un instante Théo se pregunta si va a vomitar, pero a los pocos segundos Mathis rompe a reír con más fuerza. Con un gesto rápido, Théo le amordaza la boca para hacerlo callar. Mathis enmudece.
Contienen la respiración, inmóviles, pendientes de los ruidos a su alrededor. A lo lejos, se oye la voz de un profesor que no aciertan a identificar, un monólogo átono en el que no sobresale ninguna palabra.
Están en su escondite, su refugio. Es su territorio. Bajo la escalera que conduce al comedor, han descubierto ese espacio expedito, un metro cuadrado donde apenas se cabe de pie. Un ancho armario cierra el paso, pero con un poco de agilidad pueden deslizarse por debajo. Es cuestión de rapidez. Primero tienen que buscar refugio en los servicios hasta que todo el mundo esté en clase. Esperar unos minutos más, y dejar alejarse al vigilante, quien cada hora comprueba que los alumnos no deambulen por los pasillos.
Cada vez que consiguen deslizarse tras el armario, constatan que es cosa de centímetros. Dentro de unos meses, ya no podrán hacerlo.
Mathis le alarga la botella.
Tras echar un último trago, Théo se relame, le gusta ese sabor a sal y a metal que perdura en la boca, a veces unas horas.
La distancia entre el pulgar y el índice permite saber lo que han bebido. Repiten la operación varias veces, sin lograr hacerlo ni el uno ni el otro sin moverse, se echan a reír.
Han bebido mucho más que la última vez.
Y la próxima beberán aún más.
Es su pacto, y su secreto.
Mathis coge la botella, la envuelve en el papel y la mete en su mochila.
Se toman cada uno dos pastillas de chicle Airwaves con sabor a regaliz mentolado. Mascan aplicadamente para liberar el aroma, dan vueltas al chicle en la boca, es lo único que camufla el olor. Aguardan un buen rato antes de salir.
Una vez de pie, la sensación ya no es la misma. La cabeza de Théo bascula de delante hacia atrás, pero no se nota.
Camina por una alfombra líquida de motivos geométricos, de puntillas, se siente fuera de sí mismo, justo al lado, como si hubiera abandonado su cuerpo pero siguiera llevándolo de la mano.
Apenas le llegan los ruidos del colegio, amortiguados por una materia hidrófila, invisible, que lo protege.
Un día le gustaría perder la conciencia, del todo.
Hundirse en el tejido espeso de la embriaguez, dejarse cubrir, sepultar, durante unas horas o para siempre, sabe que eso pasa.
HÉLÈNE
Lo observo sin querer. Me doy perfecta cuenta de que mi atención retorna sin cesar a él. Me obligo a mirar a los demás, uno por uno, cuando hablo y ellos escuchan, o cuando están inclinados sobre su examen parcial, los lunes por la mañana. El lunes, precisamente, lo vi entrar en el aula con la cara más pálida de lo habitual. Parecía un chiquillo que no ha pegado ojo el fin de semana. Sus gestos eran los mismos que los de los demás –quitarse la cazadora, correr la silla, colocar la mochila Eastpak encima de la mesa, abrir la cremallera, sacar el cuaderno de clase–, no me atrevería a asegurar que me pareciera más lento que de costumbre, ni más nervioso, y sin embargo vi que no podía con su alma. Al comenzar la clase, pensé que iba a dormirse, porque le ha sucedido una o dos veces en lo que llevamos de curso.
Después, mientras hablaba de Théo en la sala de profesores, Frédéric me hizo notar, sin ninguna ironía, que no era el único al que le pasaba. Habida cuenta del tiempo que perdían ante las pantallas, si tuviéramos que preocuparnos de todos los alumnos que parecen cansados, nos pasaríamos la vida dando partes. O sea que las ojeras n...

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