III. YESI
«¿Quién eres? Soy el hombre que debía casarse con la muchacha que tú no habrías elegido, que debía tomar el otro camino en el bivio, beber del otro pozo. Al no elegir, has impedido mi elección. ¿Adónde vas? A una posada distinta de la que encontrarás tú. ¿Dónde volveré a verte? Colgado de una horca distinta de aquella en la que te habrás colgado tú. Adiós.»
Es un fragmento de El castillo de los destinos cruzados, de Italo Calvino. El libro por el que Yesi apostó en un concurso de la radio y se alzó con el premio, dos entradas para un concierto tras el cual tomaría el otro camino en el bivio. El libro con el que, siete años después, Julia pretendía dormir a su sobrino, la noche que le tocaba de canguro. Lo eligió pensando que era para niños, y no lo era, pero como el niño no protestaba ni se dormía, siguió leyendo hasta que llegó al párrafo en cuestión. Pura casualidad. Se le pusieron los pelos como escarpias..., según ha confesado en el taller, tras haberlo leído en voz alta para el grupo y antes de retomar el debate donde lo habían dejado, entre al menos media docena de manos levantadas.
... ¿Y si no fue casualidad? ¿Y si es cosa del destino? ¿De qué va? ¿Por qué Desi, la sabionda, la que siempre lo sabía todo antes que nadie, no tuvo nunca tentaciones de leerlo en busca de señales ocultas? ¿Alguien sabe qué es un bivio?
Un bivio es un cruce de caminos, una encrucijada que nos obliga a elegir una u otra dirección. No siempre elegimos la correcta, a veces ni siquiera elegimos. De eso precisamente va el libro. En cuanto a las señales ocultas, bueno, a veces no hay señales. La casualidad no se puede predecir ni evitar, y el destino no está escrito en ningún sitio porque, entre otras muchas cosas, depende del azar.
Y el azar tiene sus propias leyes.
1
Como un tiro al aire. Como sale una bala por la boca del cañón, disparada a cielo abierto. De la oscuridad infinita a la luz cegadora. Desde las alturas veía la geometría del barrio en todas sus dimensiones. El trazado de las calles y el flujo de la circulación, de arriba abajo y de derecha a izquierda, alternativamente. Las manzanas cuadriculadas, las azoteas y los patios interiores, la planta en forma de cruz griega del Mercado de Sant Antoni, las terrazas de los bares, el patio del instituto, la tienda de mi madre, la charcutería y la cola de gente esperando su pollo a l’ast, bajo el sol del mediodía.
A medida que perdía altura, atraída por la fuerza de la gravedad, reconocí algunas caras. Vecinos de escalera y clientas de la tienda. Una antigua profesora del colegio, muy embarazada. El borrachín del barrio hablando solo. Yo, de brazos cruzados, mirándome las uñas de los pies. Todos en una larga cola que daba casi la vuelta a la manzana y allí empezaba a retorcerse, inquieta, alterada por la noticia que se propagaba de boca a oído rápidamente.
Yesi Lugano ha desaparecido.
La voz anónima, asexuada, se mezclaba con otra mucho más enérgica y familiar que llegaba del otro lado del agujero negro.
–¿Te ha dicho algo? ¿Qué te ha dicho? ¿Dónde ha estado? ¿Qué le ha pasado? ¿Qué le han hecho?
Una voz con la fuerza y el apremio suficiente para traerme de vuelta, marcha atrás por el mismo túnel de oscuridad infinita, el atajo cósmico por el que había atravesado el tejido espacio-temporal. Desde el sábado 9 de junio del año 2013 hasta otro sábado de junio, cinco años atrás.
Y sin salir de mi habitación.
Un largo e intenso viaje de unos pocos minutos, que fue lo que tardó mi madre en despedir a madre e hija en la puerta, volver a mi habitación y apagar el maldito ventilador.
–Y, bueno, ¿qué te ha dicho?
Una fracción de segundo y, de repente, la sensación de peligro y fatalidad que me había bloqueado durante el reencuentro con Yesi se transformó en vergüenza y frustración. Un clic espontáneo y parece ser que perdí el control de la situación, la emprendí a patadas con el regulador y lancé objetos al aire hasta romper la lamparita en forma de tulipán. Pero yo eso no lo recuerdo.
Recuerdo hervir de indignación, avergonzada de lo torpe que me había sentido, lo lenta, lerda, incapaz, y todo eso que mi madre había puesto en evidencia tratándome como si todavía fuese una quinceañera desorientada, en lugar de una veinteañera desorientada; por no hablar del infame pellizco en el michelín, entonces un moratón amarillento y apenas perceptible, pero que dejaría una huella indeleble del momento. Recuerdo que aún me dolía cuando me metí en la cama, temblando de rabia y de impotencia, y que a media tarde, cuando vino mi padre a tratar de recomponer el estropicio, me desahogué con él.
–Llevármela a mi habitación y hablar de nuestras cosas... Nuestras cosas... ¡¿Qué cosas?! Y jugar a algo, por favor... No quiere que la llamen más Desi –con voz de retrasada forzada al máximo–, se le ha quedado pequeño... Seguro que lo ha hecho a propósito para abochornarme... Seguro que fue ella quien puso en marcha el ventilador...
–Bueno –dijo mi padre, tras escuchar mi larga lista de agravios–, si no quieres que te traten como a una niña, no te comportes como una niña.
Estaba de pie, la cabeza echada hacia atrás para ver mejor el regulador roto que colgaba de un cable. Se había olvidado sus gafas de presbicia y parecía distinto, más flaco, más joven, despreocupado. Habló sin parar durante el rato largo que le ocupó la tarea; de las partes en que se compone un regulador y cómo se arreglan, de lo difícil que es encontrar tulipas de vidrio para ventiladores tan antiguos, de las revueltas en Brasil, a punto de inaugurarse la Copa FIFA Confederaciones... Y cuanto más hablaba más inmune parecía a las miradas atravesadas que yo le lanzaba desde la cama, tapada con la colcha hasta la barbilla. Pero ¿qué me estaba contando? Me costaba entenderlo. Me importaba un pimiento. Me preguntaba si no se daba cuenta o si lo haría a propósito, y en ese caso por qué. Y sobre todo no podía entender cómo podía estar de tan buen humor. Cuando terminó me besó en la frente y se fue silbando. Olía a loción capilar.
Me lo tuvo que contar mi madre esa misma noche, tarde, cuando me trajo una manzanilla y un yogur a la habitación, y se sentó al borde de mi cama. Según los rumores que habían empezado a circular por la tienda, mi padre estaba empezando a salir con una mujer. Luego me besó en la frente, allí donde hacía un rato me había besado mi padre, y salió a buscar un termómetro.
Vaya, vaya... Por aquí sí parece que no ha pasado el tiempo.
Las primeras palabras de Yesi rebotaban por las paredes de mi habitación, tan aparentemente inofensivas. Vaya, vaya... Pero tan misteriosas en su irrelevancia, tan inquietantes en su tono burlón y escéptico. A mí me da igual, es tu cuarto. Su voz, distorsionada por la fiebre, parecía salir de un aparato de radiofrecuencia casero. Parece un niño. ¿Te trata bien? Y yo no podía hacer nada salvo escucharla... Pero no estás enamorada... así que al final, desesperada, me levanté y me arrastré hasta la cocina, donde me comí cuatro magdalenas que acto seguido vomité. Lo que yo te diga... Aquí no ha entrado ningún tío que te guste. Volví tiritando a la cama y forcejeé un rato con Chimo, que tenía demasiado calor bajo la colcha, hasta que al final se resignó y se quedó conmigo. Aún olía a zumo de piña. Qué de qué. ¿Tienes algo con alcohol? En cuanto entré en calor me sentí un poco mejor y me envalentoné. Así que la nueva Yesi bebía alcohol... Vaya, vaya. Y fumaba, llevaba siglos fumando. Y tenía los dientes estropeados, el pelo sucio, las mejillas hundidas y los ojos opacos, el cuerpo seco y enjuto... Era una sombra de la Yesi que yo conocía o creía conocer, una versión deteriorada y maltrecha, una piltrafa, un saquito de huesos con jersey de hombre y risa de perro viejo... Quién sabe cómo habrían ido las cosas si yo hubiese tenido un perro.
Yesi no se fue de mi habitación (ni de mi mente) en toda la noche. Mi trabajo me costó mantenerme aferrada al perro hasta la madrugada.
Veinticuatro horas después había somatizado la vuelta de Yesi en una gastroenteritis vírica. A la fiebre y los escalofríos se sumaron las náuseas y los retortijones, luego los vómitos y las diarreas. El médico recomendó guardar reposo y una dieta a base de líquidos hasta que remitiesen los síntomas. Entonces sobrevino el agotamiento, un sopor profundo, aplastante, como si estuviera sumergida bajo el agua, en el fondo del mar.
A mi alrededor percibía voces y olores familiares. Chimo, su aliento en mi cara. Mi madre entrando y saliendo, obligándome a dar sorbitos a una taza de caldo, poniéndome el termómetro, ventilando la habitación. La tele de los vecinos colándose por la ventana abierta, retazos de sus conversaciones cuando salían al lavadero a tender la ropa. A lo lejos, el estruendo del barrio en horas punta, el hervidero de rumores circulando por el subsuelo, los buitres de la prensa sensacionalista sobrevolando. El zumbido de mi móvil silenciado, colapsado de mensajes. Las redes sociales en ebullición.
Durante la noche me desvelaba y vagaba por la casa sin saber qué hacer, con el estómago vacío y la mente embotada. A veces saqueaba la nevera en busca de algo sólido para llenar el agujero y calmar a la bestia que rabiaba en el fondo, aun sabiendo que luego me sentiría peor y la recuperación se alargaría. Si la bestia no devolvía violentamente lo engullido, las digestiones se hacían lentas, pesadas e incluso dolorosas.
Y los sueños muy turbios.
Yesi estrangulada en un callejón. Yesi descuartizada en un vertedero. Yesi con bombo, vendiendo Biblias de puerta en puerta. Yesi con burka en algún lugar del lejano Oriente. Yesi con botas altas de charol, en el arcén de una autovía, sentada bajo una sombrilla...
Una sucesión de imágenes sin movimiento, de recuerdos ficticios, recreados a partir de noticias y rumores siniestros que en su día había oído sin poder evitarlo, de titulares de prensa leídos de refilón, de pesadillas nocturnas, febriles, de desvaríos de la imaginación. La clase de imágenes que mi madre había mantenido a raya a machetazos, y ahora, una vez abierta la veda, salían en tromba de algún lugar de mi mente.
2
–Desi, despierta.
–¿Qué pasa?
–Nada, pero despierta y ponte el termómetro antes de que me vaya a la tienda.
–¿Tan pronto...? ¿Qué pasa?
–No pasa nada. Son casi las diez de la mañana y está lloviendo.
Las diez de la mañana y apenas entraba luz en la habitación, aunque mi madre había subido la persiana y abierto la ventana de par en par. Llevaba el chubasquero puesto y el bolso al hombro.
–Sergio ha llamado tres o cuatro veces –decía–, preocupado porque no contestas a sus mensajes.
–Luego le llamo.
La temperatura había bajado y había un ligero olor a cloaca. Me tapé con la colcha hasta arriba.
–Y tus amigas se han pasado por la tienda quejándose de lo mismo...
–Luego las llamo, más tarde.
–... que no das señales, que dónde te escondes, que las tienes en ascuas... ¿Desi?
–Te he oído.
Era ella la que no me oía, mientras revolvía en los cajones del escritorio sin parar de hablar. Decía, hurgando en mis cosas, que mis amigas habían irrumpido en tropel en la tienda para recabar información, ansiosas por saberlo todo. Y qué pesaditas estaban. En especial Laia, nuestra Laia, que al oír de mi gastroenteritis había torcido el morro como si no acabara de creérselo... ¿Y no había insinuado al grupo que yo, a veces, inventaba excusas para hacerme la interesante? Precisamente Laia, que al parecer había vuelto a salir en un programa matutino de sucesos, esta vez a cara descubierta y sin poder contener su excitación, su afán de protagonismo; al menos según sus fuentes, porque a ella esos programas la ponían enferma y no lo había visto ni quería verlo...
–Ah, míralo, aquí está. –Se refería a mi teléfono móvil, que acababa de encontrar en un cajón, sin batería, y que enseguida puso a cargar sobre la mesita de noche–. Será mejor que las llames.
–Luego, mamá. Ahora no.
–Tú misma, pero yo creo que al menos deberías llamar a Yesi y felicitarla, me parece que fue su cumpleaños hace unos días.
–Pero ¿qué dices? ¿Ya ha pasado el día doce? ¿Qué día es hoy?
Emergí a la superficie, desorientada. El termómetro no marcaba más que unas décimas. Mi madre se quitó el chubasquero. Iba con prisas, dijo, pero cinco minutos serían suficientes para ponerme al corriente de la situación, puesto que ya estaba en condiciones de hacerme cargo, y ya que así estaban las cosas.
Estábamos a viernes, 15 de junio, y llevaba dos días lloviendo. Había perdido la convocatoria al examen pero no debía preocuparme, porque ya se había puesto en contacto con mi profesor y me conseguiría un aplazamiento antes de que cerrasen las actas. La prensa estaba empezando a desaparecer del barrio, pero a Yesi aún no la dejaban salir de casa, ni ver la tele. Mantenerla al margen del revuelo no estaba siendo nada fácil para los Lugano (Piero había vuelto, sin las niñas), que seguían actuando con naturalidad a la espera de que Yesi se recuperase lo suficiente, de que se sintiese lo bastante segura para empezar a abrirse, a hablar, a salir, a retomar sus amistades, sus estudios, su vida anterior. Pero la pobre Isa estaba empezando a desesperarse porque los días pasaban y Yesi no parecía tener el menor interés en hablar ni en recuperarse ni en retomar nada. Y aunque también estaba enferma, como yo, ella no consentía que la visitase ningún médico, y mucho menos someterse a un reconocimiento completo, tal y como todos estábamos esperando. Tal vez yo podría convencerla, tan amigas que fuimos... Inseparables desde la cuna. Como uña y carne.
En fin. Para qué decir nada, cómo rebatir una teoría que viene avalada por tantas y tan poderosas razones. Misma edad, mismo signo, mismo barrio. Años de colegio y de trayectos en la furgoneta del señor Ramón, cantando rumbas. Domingos intercambiando cromos repes en el Mercado de Sant Antoni. Tardes en la tienda, con los oídos abiertos a los misterios del barrio y del mundo, contagiándonos el miedo, la risa, el muermo, los piojos, las anginas. Las mismas películas doméstica...