2029
1. AGUA GRIS
–¡No uses agua limpia para lavarte las manos!
Aunque pretendía ser un recordatorio amable, la reprimenda resonó como un grito severo. Florence no quería parecer eso que su hijo llamaba cacavieja, pero bueno..., las normas de la casa eran sencillas. Y Esteban las desacataba sistemáticamente. No hacía falta malgastar agua para dejar claro que no era un calzonazos sometido (en cierto modo) por una mujer mayor que él. Esteban era un hombre tan peligrosamente apuesto que ella, en casi todo lo demás, le permitía hacer lo que se le antojase.
–Perdóname, Padre, porque he pecado –dijo Esteban entre dientes, metiendo las manos en el cubo de plástico del fregadero donde recogían los residuos líquidos. Unas tiras de col flotaban en el borde.
–Eso que estás haciendo ahora no tiene sentido, ¿verdad? –dijo Florence–. ¿Usar el agua gris cuando ya has usado la limpia?
–Sólo hago lo que me mandan –dijo Esteban.
–Eso sí que es una novedad.
–¿Qué te ha puesto de tan buen humor? –Esteban se secó las manos, grasientas ahora, en un paño de cocina más grasiento aún (otra norma: un rollo de papel de cocina dura seis semanas)–. ¿Algo va mal en Adelphi?
–En Adelphi las cosas sólo van mal –refunfuñó Florence–. Drogas, peleas, robos. Niños con eczemas... que no paran de chillar. Así son los albergues para indigentes. Si quieres que te diga la verdad, no entiendo por qué es tan difícil conseguir que los que viven ahí tiren de la cadena, algo que en esta casa es el máximo lujo.
–Ojalá encontrases otra cosa.
–A mí también me gustaría. Pero no se lo digas a nadie. Cambiar de trabajo arruinaría mi reputación de santa. –Florence siguió cortando la col, una verdura económica aunque costase veinte pavos. No sabía cuánta más col podría soportar su hijo.
Había quienes, en cambio, vivían intrigados por la virtud que conllevaba realizar, durante cuatro largos años, un trabajo tan agotador e ingrato, pero las suposiciones acerca de la naturaleza angélica de Florence eran poco o nada realistas. Después de haber ido pasando a trompicones de un empleo mal pagado a otro, por culpa de esos duros golpes ya no le quedaba casi nada del altruismo ingenuo, o de la clase que fuere, que la había llevado a especializarse –imbécilmente, y por duplicado, además– en Estudios Norteamericanos y Política Medioambiental en Barnard. La mitad de sus trabajos ya no existían porque tal o cual innovación se había quedado obsoleta de un día para otro; había trabajado para una empresa que vendía ropa interior eléctrica –y larga, para ahorrar calefacción–, y luego, de repente, los consumidores se decantaron exclusivamente por ropa interior calefactable forrada con grafeno electrificado. Otros empleos desaparecieron por culpa de algo que, cuando ella aún no había cumplido los treinta, dio en llamarse bots pero los trabajadores norteamericanos que quedaron en la calle ahora llamaban robs, por razones obvias. Su puesto más prometedor lo consiguió en una start-up que fabricaba, con grillo molido, unas barras de proteína muy sabrosas; pero cuando Hershey’s empezó a producir en serie un producto parecido, si bien a todas luces aceitoso, el mercado de los tentempiés hechos con insectos se fue a pique. Así pues, cuando en Fort Greene apareció una vacante en un albergue municipal, se presentó movida por una mezcla de desesperación y astucia: si había algo seguro en el mundo, era que en la ciudad de Nueva York nunca iba a faltar gente sin techo.
–¿Mamá? –preguntó Willing en voz baja desde la puerta–. ¿Hoy no me tocaba ducharme?
Su hijo de trece años se había bañado por última vez apenas cinco días antes, y sabía perfectamente que a todos les correspondía una ducha por semana (hay que ver lo rápido que gastaban cajas y cajas de ese champú seco que se aplicaba con el peine). Willing también se quejaba de que ducharse bajo esa alcachofa diseñada para ahorrar el máximo posible de agua se parecía a «salir a dar un paseo en la niebla». Cierto, quitarse el acondicionador con ese «rocío» se convertía en una operación compleja, pero entonces la respuesta no era precisamente usar más agua, sino dejar de usar acondicionador.
–Es posible que todavía no te toque... Pero bueno, dúchate –transigió Florence–. Y no olvides cerrar el grifo mientras te enjabonas.
–Si lo cierro, pillo frío.
Una réplica categórica. No era una queja, sino un hecho.
–He leído por ahí que tiritar es bueno para el metabolismo –dijo Florence.
–Entonces debo de tener un metabolismo formidable –dijo Willing, con sequedad, y dio media vuelta. Se burlaba del lenguaje anticuado de su madre, y no era justo. Hacía muchos años que Florence había aprendido a decir malicioso.
–¿Y si tienes razón y este coñazo del agua empeora? –dijo Esteban, poniendo los platos para la cena–. Quién sabe... A lo mejor conviene abrir los grifos a tope mientras podamos.
–Te confieso que a veces fantaseo con duchas largas y con agua bien caliente –dijo Florence.
–Ah, ¿en serio? –Esteban le rodeó la cintura por detrás mientras ella le quitaba el corazón a otra col–. En lo más profundo de esta niña de coro estricta y mandona se oculta una hedonista que intenta salir a la superficie.
–Por Dios, si yo antes disfrutaba como una loca debajo de un torrente y con el agua todo lo caliente que era capaz de soportar. Cuando era adolescente y me duchaba, en el cuarto de baño se condensaba tanto vapor que una vez arruiné la pintura.
–Eso es lo más excitante que me has contado jamás –le susurró Esteban al oído.
–Bueno, más bien es deprimente.
Esteban rió. En su trabajo solía tener que levantar en brazos a personas mayores y pesadas para subirlas y bajarlas de una silla de ruedas eléctrica –la mobe, como se la llamaba por poco moderno que se fuera–, y esa actividad lo mantenía en forma. Florence sintió sus pectorales y sus abdominales tensos contra su espalda. Estaba cansada, no cabe duda, y eso que, como máximo, podía tener cuarenta y cuatro años, una edad que en esos días podría haberle permitido alardear de jovencita, y la sensación fue excitante. Follaban bien. O era una particularidad de los mexicanos, o sencillamente Esteban era un hombre aparte, pero, a diferencia de todos los otros hombres que había conocido, a él no lo habían criado con una dieta continua de pornografía desde que tenía cinco años. A Esteban le iban las mujeres de verdad.
Eso no quiere decir que Florence se considerase a sí misma un buen partido. En cuanto a belleza, su hermana menor se había llevado la palma. Avery era morena, con curvas delicadas y ese toque de fragilidad que a los hombres les resultaba tan atractivo; pero a Florence, nervuda y fuerte simplemente por estar siempre haciendo algo, de caderas estrechas e inquietas, con un rostro alargado y una melena castaño rojiza siempre despeinada que se le escapaba continuamente del pañuelo que usaba al estilo pirata para mantener a raya los mechones rebeldes, con frecuencia la habían caracterizado como «caballuna», un adjetivo que a ella le había sonado peyorativo hasta que Esteban comenzó a decírselo con cariño y dando palmadas en las caderas de su nerviosa potranca. Es posible que haya cosas peores que tener aspecto de caballo.
–Mira, yo tengo una manera completamente distinta de ver las cosas –le farfulló Esteban en el cuello–. ¿Se va a acabar el pescado? Pues atibórrate de lubina chilena como si fuese el fin del mundo.
–El peligro de que el mundo desaparezca mañana... De eso se trata. –El tono de institutriz que resonó en esa admonición se suavizó con una parodia de sí misma; Florence sabía que su fachada recta y severa ponía a Esteban de los nervios–. Si la reacción de todo el mundo a la escasez de agua fuese tomar duchas de media hora «mientras se pueda», nos quedaríamos sin agua incluso antes. Pero bueno, si ese argumento no te basta, te recuerdo que el agua es cara. Inmensamente cara, como dicen los chicos.
Esteban se apartó de su cintura.
–Mi querida,s1 qué deprimente eres. Si la Pedrada nos enseñó algo, fue que el mundo puede irse al carajo en un abrir y cerrar de ojos. No estaría mal intentar divertirse en los breves intervalos que separan un desastre de otro.
No le faltaba razón. Florence había intentado estirar ese medio kilo de picada de cerdo para hacer dos comidas; era la primera carne roja que comían en un mes. Después de que Esteban la instara a disfrutar del presente, Florence, en una especie de arrebato, y presa de un deseo desenfrenado de tirar la casa por la ventana, decidió preparar raciones únicas de unos ciento cincuenta gramos cada una. Hasta que se contuvo. Al fin y al cabo, se supone que somos clase media.
En Barnard, escribir una tesina titulada «Las clases sociales:
de 1945 a nuestros días» había parecido osado porque los norteamericanos se tenían muy alegremente por personas que estaban más allá de las clases. Pero eso había sido antes del legendario bajón económico que coincidió fatalmente con el final de su carrera universitaria. A partir de ese momento, los norteamericanos empezaron a hablar solamente de las clases sociales.
Florence había decidido encarnar un personaje brusco y práctico, y la autocompasión no le sentaba bien. Gracias a los fondos que su abuelo destinaba a los estudios de sus descendientes, las deudas que había contraído pagándose una formación que no servía para nada eran menos onerosas que las de la mayoría de sus amigos. Es posible que envidiara el aspecto de su hermana, pero no su vocación; en privado pensaba que esa práctica terapéutica alternativa llamada «PhysHead» era una patraña absolutamente inservible. Comprar una casa en East Flatbush había sido una decisión sensata, pues el barrio, antes muy dejado, se había valorizado. En Mumbai, los indios se manifestaban porque no podían permitirse comprar verduras; ella, al menos, aún podía darse el lujo de comprar cebollas. Técnicamente, Florence podía ser una «madre soltera», pero en su país había más madres solteras que casadas, y hasta la expresión había caído en desuso.
Con todo, sus padres nunca parecieron entenderlo. Aunque se desvivían proclamando lo «orgullosos» que estaban, la implicación de que, ya cuarentona, su hija mayor necesitara que la animaran como a una adolescente era un insulto. Ahora, las lisonjas por el trabajo que hacía en el albergue eran insoportables. Florence no había aceptado ese trabajo porque fuese una actividad loable; lo había aceptado porque era un trabajo. El albergue prestaba un servicio público fundamental, pero, en un mundo perfecto, ese servicio lo habría prestado otro.
No puede negarse que sus padres habían tenido sus propias penalidades. Carter, el padre, se había sentido subestimado durante mucho tiempo en la prensa escrita, atascado años y años en el Newsday de Long Island sin conseguir nunca arañar los puestos influyentes y mejor remunerados, para los que, en su opinión, ya había pagado un buen peaje. (Además, parecía sentirse siempre aventajado en relación con su hermana Nollie, quien, en su opinión también, no había pagado nada y cuyos libros, según él mismo había insinuado más de una vez, estaban sobrevalorados.) Con todo, hacia el final de su carrera pudo por fin entrar en su amado New York Times (que Dios lo tenga en su santa gloria). Trabajó únicamente en la sección del Motor y, más tarde, en la dedicada al sector inmobiliario, pero conseguir un empleo en el periódico que más respetaba fue un tributo a la profesión a la que había dedicado toda su vida. Jayne, la madre, pasaba como mejor podía de un proyecto apocalíptico a otro, pero había llevado la muy adorada librería Shelf Life antes de que quebrase; y también la tienda de productos comestibles artesanales –delicatessen– de Smith Street antes de que la saquearan durante la Edad de Piedra y ella quedase demasiado traumatizada para volver a poner un pie en ella. Y tenían su propia casa, ¿verdad? ¡Libre de cargas! Siempre habían tenido coche. Habían tenido los problemas habituales para conciliar la vida familiar con la carrera profesional, pero tenían una carrera, no trabajos anodinos de otra época. Cuando Jayne quedó embarazada de Jarred, un poco tarde en la vida, les preocupó la diferencia de edad entre el nuevo crío y sus dos hijas, pero ninguno de los dos se angustió por si podían permitirse o no tener otro hijo como se había angustiado Florence cuando quedó embarazada de Willing.
Entonces, ¿cómo iban a comprender las dificultades de su hija mayor? Después de acabar los estudios, Florence tuvo que vivir seis largos años con ellos en Carroll Gardens, y ese gran manchón donde no había nada seguía arruinando su currículum. Al menos, Jarred, su hermano menor, ya estaba en el instituto y podía hacerle compañía, pero, tras haberse deslomado para sacarse esa bobada de licenciatura, fue humillante tener que dedicarse a probar recetas originales de brownies de mantequilla de cacahuete y pepitas de chocolate con sabor a menta. Durante la llamada «recuperación» pudo por fin mudarse, y compartió pisos pequeños y asquerosas habitaciones alquiladas con gente de su edad que incluso tenía diplomas de la Ivy League en historia o ciencias políticas, y que también preparaba café hervido, subía a los autobuses con mesas y vendía esos viejos teléfonos inteligentes que se hacían añicos y que había que llevar a cargar continuamente a las tiendas de Apple. Ni uno solo de los trabajos de mierda que había pillado desde entonces tenía la más mínima relación con sus cualificaciones oficiales.
Cierto, los Estados Unidos salieron de la Edad de Piedra más rápidamente de lo que se había predicho. Los restaurantes de Nueva York volvie...