La anguila
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La anguila

Paula Bonet

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La anguila

Paula Bonet

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Un libro sorprendente, osado y de altísima calidad literaria.

Este es un libro sobre el cuerpo. Sobre un cuerpo que ama y es amado. Un cuerpo que también es abusado, violentado a través del sexo y el parto, del aborto y la sangre, de la mugre. Materiales no artísticos en manos de una pintora que escribe, de una escritora que mira.

La anguila aborda la memoria y la herencia, habla sobre nacimientos y pérdidas, sobre el deseo que traspasa generaciones, los gestos aprendidos y truncados. Sobre rebeliones y huidas, sobre la amistad y sobre Chile.

Es el retrato de una mujer que asume los riesgos de mirar atrás sin veladuras y se dirige hacia una vida nueva.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433942616

Parte dos

EL PRINCIPIO

Ingenuidad de mi madre, creía que el saber y un buen oficio me protegerían de y contra todo, incluido el poder de los hombres.
ANNIE ERNAUX
Lidia cerraba los ojos y se ponía muy seria cada vez que atravesábamos una zona de turbulencias. ¡Vamos a morir!, le susurraba al oído, y ella me mandaba a la mierda. En Milán cogimos un tren hasta Pésaro, y de Pésaro a Urbino fuimos en autobús. En el autobús, un hombre italiano me gritó «Porca putana!» y Lidia soltó una risotada.
Urbino era la ciudad que vio nacer a Raffaello Sanzio, tenía una larga tradición en técnicas de grabado y, si íbamos, además de aprender buril o aguafuerte, podríamos visitar Florencia: la Piazza della Signoria, el Ponte Vecchio, la galería de los Uffizi. Compramos los pasajes y conseguimos una habitación en un colegio mayor situado en plaza del Palazzo Ducale. Solo íbamos a estar en Italia quince días, pero aquello era importante para nosotras porque habíamos vendido algunas pinturas y, como teníamos dinero, era la primera vez que podíamos tomar una decisión sin tener que consultarla con nadie. También era la primera vez que íbamos a subirnos a un avión.
Federico da Montefeltro, el señor al que retrataron de perfil con una sofisticada vestimenta roja y que aparecía en cada uno de nuestros libros de arte, era el duque de Urbino, el responsable de la belleza que cada mañana veríamos desde la cama. Visitaríamos el Palazzo Ducale y Lidia me tomaría una foto delante de uno de los grandes ventanales, yo se la enviaría por mail al que había sido mi profesor de pintura el curso anterior y él ensalzaría mi belleza y compararía la instantánea con una pintura flamenca –por la luz, por la composición, por la atmósfera captada en la imagen–. Y se preguntaría en voz alta para que yo lo oyera cómo había sido posible que Vermeer hubiera sido capaz de pintar la belleza de mis ojos cuatro siglos antes de que existieran. Y, después de lijar cobre, sumergirlo en ácido nítrico y hacer varias tiradas numeradas de un par de planchas, «si attesta che Paula Bonet y Lidia Marcilla hanno frequentato il Corso Internazionale per l’Incisione Artistica tenuta del prof. Adriano Calavalle dal 2 al 13 Iuglio 2001». Pero antes del viaje, antes de ver la Piazza della Signoria por primera vez y ponerme a llorar de nuevo y que Lidia tuviera que volver a sacar los kleenex, tenía que presentar varios trabajos finales, vaciar la taquilla, y decidir si seguía en el piso de alquiler de la avenida Blasco Ibáñez o si buscaba una habitación en otro lugar.
Una mañana de junio recibí una llamada: Como se acercaba el final de un curso que yo había conseguido hacer tan excitante únicamente con mi presencia, mi profesor de pintura quería invitarme a cenar en señal de agradecimiento. Yo estaba eufórica pero no me atrevía a aceptar la invitación, y él insistía, y yo dudaba, y él seguía con su «mi táctica es mirarte / aprender como sos»29 y su voz cálida y hermosa. Y yo seguía diciéndole que no podía, pero cómo deseaba aquella cena. «Después de este curso tan largo y con tantas confidencias nos merecemos como mínimo una cena, Paulita.» Entonces alguien entró en el despacho y la voz hermosa se puso de golpe dura: «Vale, muy bien, como quieras, adiós.»
Tardé en llegar a su despacho el tiempo que se tarda en recorrer la distancia que había entre mi piso de estudiantes y la universidad. Llegué acelerada y golpeé la puerta con cuidado. Cuando la abrí seguía allí sentado. Le dije que si quería podía invitarme a comer, y al día siguiente fuimos a un restaurante chino que quedaba a medio camino entre su casa y la universidad. Nunca había estado en un restaurante bonito. Solo conocía la pizzería del pueblo y el bar de carretera en el que comía a veces con mi padre y mi abuelo cuando venían a Valencia con el camión a cargar género y me volvía con ellos al pueblo.
El bar de carretera olía a carne a la brasa y a cerveza. Parecía que a los mantelitos individuales de papel blanco sobre los que íbamos a comer les habían dado varios usos, y las aceiteras estaban llenas de mugre. Nos sentábamos en unas mesas largas que estaban llenas de camioneros solitarios con las cabezas dirigidas hacia las pantallas de televisión, y pedíamos chuletas a la brasa con all-i-oli y una ensalada inmensa con cebolla y vinagre. Y mientras vigilaba las patatas fritas de mi ración y me chupaba los dedos pegajosos que sabían al tostadito ese tan rico de la grasa del cordero, ellos, con las bocas llenas, volvían a contar la historia del bar con bufet libre del que los echaron porque el hermano del abuelo se había pasado con la carne y las juajadas.
A mi profesor y a mí nos sentaron en una mesa que estaba justo en el centro de una amplia sala que olía a final de primavera. Unas tiras doradas que reflejaban la luz de junio colgaban desde el alto techo. Proyectaban claridad en todas las direcciones. Las paredes también eran doradas y la luz seguía rebotando, y todo aquel resplandor se reflejaba en su cara hermosa. En aquella sala su piel era todavía más blanca, y sus ojos más azules. Podía olerlo. Deseaba acariciarlo. A pocos centímetros de mi mano tenía la versión envejecida de la cara que había aparecido entre mis apuntes sobre John Berger y yo había pegado en la pared, al lado de la reproducción de la Riña de gatos que compré cuando fuimos al Prado. Cuando empezara a frecuentar su casa, sabría que el retrato era un fragmento de una foto pequeñita en la que aparecía con sus dos mejores amigos a la edad de dieciocho años –«uno menos de los que tú tienes ahora, Paulita»–. Estaba en un marco dentro de una estantería al lado de los libros de Luis Landero –«tienes que leer El guitarrista, Paulita»–. Arriba del retrato había una foto artística de dos manos abiertas y juntas, con las palmas ocultas, como diciendo eh, somos una paloma de la paz, y un poco más arriba una pintura de una nube –«aprende a observar las nubes, Paulita, que son las manchas que despiertan nuestra inventiva»–. A la derecha de la librería, un lienzo circular con la pintura de un coño peludo y negro. Al lado, unas alas de plumas blancas clavadas en la pared –«Me las regaló la alumna guapa mayor de pelo corto que a veces viene a clase de visita, es una chica muy lista, las alas son una metáfora de que sabe que me tiene que dejar volar».
Comimos wonton, chop suey y tofu picante con carne picada y salsa de guindillas. Él pidió una copa de vino tinto y yo pedí una Coca-Cola. No recuerdo de qué hablamos, solamente que estaba nerviosa porque no sabía cómo le contaría a mi novio que había ido a comer con mi profesor, y como su imagen me venía una y otra vez a la cabeza, me costaba concentrarme en la conversación. Que perdiera el hilo no era un problema porque tampoco tenía mucho que aportar, prefería escuchar y aprender, y mirarlo, aunque no comprendiera lo que me estaba contando.
Cuando salimos del restaurante dijo que podíamos ir a tomar el café a su casa, pero yo tenía que volver al piso porque mi novio iba a recogerme para volver al pueblo. Anduvimos un rato más con paso lento y él hizo un par de observaciones sobre los arbolitos que había plantados en los rectángulos con tierra del asfalto. Dijo que me fijara en las hojitas, en su movimiento, en cómo la luz rebotaba en ellas, y en la sombra que proyectaban sobre las paredes. Me dijo que aquello que estábamos haciendo en aquel momento también era pintar y a mí aquella apreciación me pareció sugerente y hermosa. Después, cuando ya estábamos cerca de mi piso, me cogió de la mano, me puso delante de él con mucha delicadeza, y me abrazó. Fue el abrazo más largo que nadie me había dado nunca, me acarició la cabeza, y deslizó muy poco a poco las manos por mi espalda. Noté una erección y cómo la restregaba contra mi pelvis, pero hice como si no pasara nada. Cuando nos separamos me dio un beso en la mejilla y yo me di la vuelta y empecé a andar con la sensación de tener un ovillo de serpientes deslizándose calentitas por mi entrepierna. Mientras yo andaba, ellas atravesaban tejidos, hacían lo que les venía en gana dentro de mi cuerpo, subían lentas por los intestinos y anidaban en la boca del estómago.
Juanita, no sabes la impresión que tuve cuando te vi y te conocí en El Salvador y lo a gusto y feliz que pasé el resto de aquel día cuando íbamos paseando en aquella linda carretera, que no sabes lo contento y a gusto que iba a tu lado que yo no me hubiera separado de ti hasta el fin del mundo. Ya sé que tú no me quieres como yo te quiero porque yo estoy enamorado de ti y puede que para ti sea muy pronto.
Juanita, si es que me quieres como yo te quiero escríbeme tan pronto recibas estas cuatro letras y así el domingo subiré a verte y hablarte en serio lo que tú te puedes pensar.
Sin más que contarte en letras se despide este que ya te lo dirá si tú quieres.
Unos meses después de la comida en el restaurante chino, en algunos espacios íntimos que empezaría a frecuentar, mi nombre pasaría a ser un sustantivo común. Niña. La Niña. O mi Niña. Cuando me alejé de la mirada autoritaria de mi madre entró en mi vida un hombre que me doblaba la edad y me deseaba, y me dejaba notas en el caballete, y me mandaba mails y cartas. También yo lo deseé y le escribí. «¿Por qué no me envías fotos pornos tuyas? Anda, sé buena...», y él debe de guardar una caja llena hasta arriba.
Unos meses después de la comida en el restaurante chino, las llamadas de mi profesor se multiplicarían y empezaríamos a compartir largas sobremesas con poetas y novelistas importantes. Yo callaría y observaría, me reiría cada vez que tuviera una salida ingeniosa, o llevaría conmigo a mis amiguitas de la facultad o a mis compañeras de piso si él me lo pedía.
Antes de convertirme en la Niña, el que sería mi Hombrecito aprovechó una tarde que lo llevaba en coche hasta su casa para acercarse a mí más de lo habitual. La intimidad del vehículo le permitió darme un beso largo con sonrisita pícara al acabar. Después salió, cerró la puerta y desapareció en su portal. A las cinco de la mañana volví a coger el coche para esperar a mi novio en la puerta de su casa y decirle que habíamos terminado.
A partir de ese momento mi vida entera giraría alrededor del Hombrecito. Estaría atenta a cada palabra que saliera de su boca, anotaría los títulos de los libros que citaba y retendría cualquier comentario que hiciera acerca de las otras mujeres. En el caso de que alabara la belleza de una rubia con botas de caña blanca, yo acudiría a mi siguiente cita con un sucedáneo de aquellas botas, si dijera que le gustaba el cuerpo atlético de Verónica de Operación Triunfo, me apuntaría al gimnasio, si el piropo fuera para Ana Torrent, moderaría mi dieta. Y más tarde escribiría, pintaría y fotografiaría pensando solamente en él y en su placer, sin tener en cuenta el mío.
Una mujer de espaldas está a contraluz en una habitación amplia que da a un patio lleno de plantas. Tiene el pelo muy largo, el cabello es una veladura brumosa que no tapa su figura. Mi profesor me mostró orgulloso la imagen uno de los primeros días que dormí en su casa. La mujer tenía las piernas un poco separadas y podía verse la pelusilla del vello púbico. Yo lo imaginaba en su sillón con la foto en la mano y envidiaba a la mujer, quería haber estado desnuda en esa habitación y que él hubiera sentido el deseo de conservar mi imagen.
Fue entonces cuando empecé a enfrentarme a mi reflejo en el espejo con una cámara en la mano. Me gustaba mirarme y pensar que era él quien me miraba. Volvía el ovillo de víboras a mi entrepierna. Imprimía las instantáneas en acetatos y las encolaba en pequeñas tablillas de madera. Las guardaba en cajitas y esperaba a que llegara el momento para poder regalárselas.
Un día, en la universidad, propuso trabajar un ejercicio sobre la metáfora, y yo pensé en la bestia octópoda de ese poema que habíamos hecho nuestro y pedí a una pareja de amigos que vinieran a casa para ayudarme a resolver la imagen. Quería que la foto que viera mi Hombrecito pasara a ser una de las imágenes importantes de su caja de mujeres desnudas. Coloqué la cámara en el trípode y uno de ellos se tumbó en la cama. Cuando yo me colocara delante de él sus brazos habrían de moverse sobre mi cuerpo y confundirse con los míos, tenía que ir cambiando también la posición de las piernas. Un foco rojo nos alumbraba. Mi otro amigo tenía que disparar cada vez que yo hiciera un movimiento.
Inolvidable Juanita:
Tomo la pluma para decirte que tuve buen viaje.
Juanita, amor mío, no te puedes imaginar lo que yo pienso en ti porque yo estando a tu lado me siento muy feliz, porque aunque estos días de Pascua en ese pueblo no se divierten los jóvenes, yo estoy muy contento y orgulloso de haber pasado los dos días a tu lado porque estando a tu lado no me iría nunca porque para mí cada hora que pasa me parece un minuto, no sé si a ti también te pasará lo mismo.
Juanita, no sabes lo feliz que pasé aquel rato luego de cenar, pero me quedé en las ganas de saborear tus lindos labios que siempre sales con la tuya y yo me quedo siempre igual, no porque cuando me dices que me darías el permiso cuando se casaríamos, aquella palabra se me queda muy grabada en mi pensamiento, Juanita, de momento haz esto por mí porque te quiero.
Sin nada más, recuerdos para tu atenta madre hermano abuelo y la señora Dolores se despide tu amado que tú ya lo sabes.
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