Proust y los signos
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Proust y los signos

  1. 188 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Proust y los signos

Descripción del libro

«Una de las mejores tentativas hasta ahora realizadas de desvelar las leyes estructurales de la obra de Proust» (Madeleine Chapsal, L'Express).

El genio de Proust tuvo finalmente el ensayista que merecía su obra: Gilles Deleuze. En esta magistral indagación de las leyes estructurales de su obra, Deleuze demuestra de forma inapelable cómo la experiencia de la escritura de En busca del tiempo perdido, además de movilizar lo involuntario y lo inconsciente produce sus propios procedimientos de sentido. Así Proust logra una maquinaria que funciona con eficacia invisible capturando al lector.

Deleuze descubre alternancias y oposiciones, así como diversas claves de la obra, en un proceso de aprendizaje que es al mismo tiempo el del autor y el del lector. La obra se desenvuelve armoniosamente hasta su meta final: lograr la redención gracias al descubrimiento de la verdad. Pero para Proust, al inicio de la obra no hay verdades, sólo jeroglíficos, de ahí que la «recherche» (que tiene el doble sentido de investigación y búsqueda) consista en interpretar y traducir hasta lograr que coincidan el signo y el sentido.

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Información

Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788433900227
ISBN del libro electrónico
9788433942838
Categoría
Literatura

Primera parte

Los signos

1. LOS TIPOS DE SIGNOS

¿En qué consiste la unidad de À la recherche du temps perdu? Al menos sabemos en qué no consiste. No consiste en la memoria ni en el recuerdo, ni siquiera cuando es involuntario. Lo esencial de la Recherche* no está en la magdalena ni en los adoquines. Por un lado, la Recherche no es simplemente un ejercicio de rememoración, una exploración de la memoria: la palabra «búsqueda» o «busca» debe ser tomada en su sentido preciso, como en la expresión «en busca de la verdad». Por el otro, el tiempo perdido no es simplemente el tiempo pasado: es también el tiempo que se pierde, como en la expresión «perder el tiempo». Es evidente que la memoria interviene como un instrumento de búsqueda, pero no es el instrumento más profundo; al igual que el tiempo pasado interviene como una estructura del tiempo, pero tampoco es la estructura más profunda. En Proust, los campanarios de Martinville y la pequeña frase de Vinteuil, en los que no interviene ningún recuerdo, ninguna resurrección del pasado, siempre pesan más que la magdalena y los adoquines de Venecia, que dependen de la memoria y, por tanto, todavía remiten a una «explicación material».1
No se trata de una exposición de la memoria involuntaria, sino de la narración de un aprendizaje. Más en concreto, del aprendizaje de un literato u hombre de letras.2 El camino de Méséglise y el camino de Guermantes no son tanto las fuentes del recuerdo como las materias primas, las líneas del aprendizaje. Son los dos lados de una «formación». Proust insiste constantemente en esto: en un momento u otro el protagonista no sabía determinada cosa, que aprende más tarde. Estaba bajo el influjo de una ilusión de la que acabará por desprenderse. De aquí el movimiento de decepciones y revelaciones que marca el ritmo de toda la Recherche. Podría invocarse el platonismo de Proust: aprender es volver a recordar. Sin embargo, por importante que sea su papel, la memoria interviene solo como instrumento de un aprendizaje que la supera tanto por sus fines como por sus principios. La Recherche está enfocada hacia el futuro y no hacia el pasado.
Aprender concierne esencialmente a los signos. Los signos son el objeto de un aprendizaje temporal y no de un saber abstracto. Aprender es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos que hay que descifrar, interpretar. No hay aprendiz que no sea «egiptólogo» de algo. No se llega a carpintero más que haciéndose sensible a los signos de la madera, no se llega a médico más que haciéndose sensible a los signos de la enfermedad. La vocación es siempre predestinación con relación a unos signos. Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos. La obra de Proust no está basada en la exposición de la memoria, sino en el aprendizaje de los signos.
De ellos saca su unidad, y también su sorprendente pluralismo. La palabra «signo» es una de las palabras más frecuentes de la Recherche, especialmente en la sistematización final que constituye El tiempo recobrado. La Recherche se presenta como la exploración de los diferentes mundos de signos que se organizan en círculos y se cruzan en determinados puntos, ya que los signos son específicos y constituyen la materia de tal o cual mundo. Esto se aprecia ya en los personajes secundarios: Norpois y el código diplomático, Saint-Loup y los signos estratégicos, Cottard y los síntomas médicos. Un hombre puede ser hábil para descifrar los signos de un campo y resultar idiota para todo lo demás: es el caso de Cottard, el gran clínico. Más aún, en un campo común, los mundos se separan: los signos de los Verdurin no tienen sentido en el mundo de los Guermantes y, a la inversa, el estilo de Swann o los jeroglíficos de Charlus no funcionan en el mundo de los Verdurin. La unidad de cada mundo estriba en que forman sistemas de signos emitidos por personas, objetos, materias; no se descubre ninguna verdad ni se aprende nada a no ser por desciframiento o interpretación. Sin embargo, la pluralidad de los mundos radica en que estos signos no son del mismo género, no aparecen de la misma forma, no se dejan descifrar del mismo modo y no tienen una relación idéntica con su sentido. Que los signos formen a la vez la unidad y la pluralidad de la Recherche es una hipótesis que debemos verificar al considerar los mundos en los que el protagonista participa directamente.
El primer mundo de la Recherche es el de la mundanidad. No hay medio que emita y concentre tantos signos, en espacios tan reducidos y a una velocidad tan grande. Bien es verdad que estos signos no son en sí mismos homogéneos. En un mismo momento se diferencian, no solo según las clases, sino según «familias espirituales» aún más profundas. En cada momento evolucionan, se fijan o dan paso a otros signos. De forma que la tarea del aprendiz consiste en comprender por qué alguien es «recibido» en determinado mundo, por qué alguien deja de serlo; a qué signos obedecen los mundos, cuáles son sus legisladores y sus sumos sacerdotes. En la obra de Proust, Charlus es el más prodigioso emisor de signos, por su poder mundano, su orgullo, su sentido de lo teatral, su rostro y su voz. Pero Charlus, impulsado por el amor, no es nada en los salones de los Verdurin; e incluso en su propio mundo acabará por reducirse a nada cuando hayan cambiado las leyes implícitas. ¿Cuál es, por tanto, la unidad de los signos mundanos? Un saludo del duque de Guermantes pide ser interpretado, y las posibilidades de error son tan grandes como en un diagnóstico. Lo mismo sucede con una mueca de Mme. Verdurin.
El signo de lo mundano aparece como sustituto de una acción o un pensamiento. Hace las veces de acción y de pensamiento. Por lo tanto, es un signo que no remite a algo distinto, significado trascendente o contenido ideal, sino que ha usurpado el valor supuesto a su sentido. Por ello la mundanidad, juzgada desde el punto de vista de las acciones, parece decepcionante y cruel; y, desde el punto de vista del pensamiento, parece estúpida. No se piensa, no se actúa, se hacen gestos o se emiten signos. En casa de Mme. Verdurin no se dice nada gracioso, y Mme. Verdurin no ríe; sin embargo, Cottard hace el gesto de estar diciendo algo gracioso, Mme. Verdurin hace el gesto de reír, y su signo es emitido con tanta perfección que M. Verdurin, para no ser menos, busca a su vez una mueca apropiada. Mme. de Guermantes da a menudo muestras de tener el corazón duro y una inteligencia mediocre, pero siempre emite signos encantadores. No actúa para sus amigos, ni piensa con ellos: les hace señas y expresa signos. El signo mundano no remite a algo concreto, «hace las veces de», pretende valer por su sentido. Anticipa tanto la acción como el pensamiento, anula el pensamiento y la acción, y se declara autosuficiente. De ahí su aspecto estereotipado y su vacuidad. No debemos concluir por ello que sean signos desdeñables. El aprendizaje sería imperfecto, e incluso imposible, si no pasase por ellos. Están vacíos, pero esta vacuidad les confiere una perfección ritual, una suerte de formalismo que no se encontrará en ningún otro lugar. Los signos mundanos son los únicos capaces de causar una especie de exaltación nerviosa, efecto que en nosotros obran las personas que saben emitirlos.3
El segundo círculo es el del amor. El encuentro Charlus-Jupien hace que el lector asista al más prodigioso intercambio de signos. Enamorarse es individualizar a alguien por los signos que lleva consigo o emite. Es volverse sensible a estos signos, aprenderlos (como la lenta individualización de Albertine en el grupo de las muchachas). Es posible que la amistad se nutra de observación y conversión, pero el amor nace y se nutre de interpretación silenciosa. El ser amado aparece como un signo, un «alma»: expresa un mundo posible que no conocemos. El amado implica, envuelve, encierra un mundo que hay que descifrar, es decir, interpretar. Se trata incluso de una pluralidad de mundos; el pluralismo del amor no solo concierne a la multiplicidad de los seres amados, sino también a la multiplicidad de las almas o de los mundos de cada uno de ellos. Amar es tratar de explicar, desarrollar estos mundos desconocidos que permanecen envueltos en el amado. Por esta razón nos es tan fácil enamorarnos de mujeres que no son de nuestro «mundo», ni siquiera de nuestro tipo. Por ello también las mujeres amadas están a menudo asociadas a paisajes que conocemos tan bien que queremos verlos reflejados en los ojos de una mujer, pero que se reflejan entonces desde un punto de vista tan misterioso que nos resultan como países inaccesibles, desconocidos: Albertine envuelve, incorpora, amalgama «la playa y el romper de las olas». ¿Cómo podríamos acceder a un paisaje que no es el que vemos, sino, por el contrario, aquel en el que somos vistos? «Y si me había visto, ¿qué había podido yo representar para ella? ¿Desde el fondo de qué universo me contemplaba?»4
Hay, por tanto, una contradicción del amor. No podemos interpretar los signos de un ser amado sin desembocar en estos mundos que no nos esperaron para formarse, que se formaron con otras personas, y en los que no somos, en un principio, más que un objeto entre los demás. El amante desea que el amado le dedique sus preferencias, sus gestos y sus caricias. Pero los gestos del amado, en el mismo momento en que se dirigen a nosotros y nos son dedicados, expresan todavía este mundo desconocido que nos excluye. El amado nos envía señales y signos de preferencia; pero como estos signos son los mismos que los que expresan mundos de los que no formamos parte, cada preferencia de la que disfrutamos traza la imagen del mundo posible en el que otros podrían ser o son preferidos. «Pero enseguida sus celos, como si fueran la sombra de su amor, se colmaban con el doble de aquella nueva sonrisa que le había dirigido esa misma noche –y que, a la inversa ahora, se burlaba de Swann y se cargaba de amor por otro– [...]. De modo que llegaba a lamentar cada placer que gozaba a su lado, cada caricia inventada cuya dulzura había cometido la imprudencia de señalarle, cada gracia que descubría en ella, porque sabía que, inmediatamente después, enriquecerían su suplicio con nuevos instrumentos de tortura.»5 La contradicción del amor consiste en lo siguiente: los medios de que disponemos para protegernos de los celos son los mismos que desarrollan estos celos y les dan una especie de autonomía, de independencia respecto a nuestro amor.
La primera ley del amor es subjetiva. Subjetivamente, los celos son más profundos que el amor, contienen su verdad. La razón es que los celos llegan más lejos en la aprehensión e interpretación de los signos. Son el destino del amor, su finalidad. De hecho, es inevitable que los signos de un ser amado, en cuanto los «explicamos», se revelen engañosos: dirigidos y aplicados a nosotros, expresan, sin embargo, mundos que nos excluyen y que el amado no quiere, ni puede, hacernos conocer. Y ello, no por una mala intención del amado, sino por una contradicción más profunda que depende de la naturaleza del amor y de la situación general del ser amado. Los signos amorosos no son como los signos mundanos; no son signos vacíos que reemplazan el pensamiento y la acción, son signos engañosos que solo pueden dirigirse a nosotros escondiendo lo que expresan, es decir, el origen de los mundos desconocidos, de las acciones y los pensamientos desconocidos que les otorgan un sentido. No suscitan una exaltación nerviosa superficial, sino el sufrimiento de una profundización. Las mentiras del amado son los jeroglíficos del amor. El intérprete de los signos amorosos es necesariamente el intérprete de las mentiras. Su propio destino está contenido en este lema: amar sin ser amado.
¿Qué esconde la mentira en los signos amorosos? Todos los engañosos signos emitidos por una mujer amada convergen hacia un mismo mundo secreto: el mundo de Gomorra, que tampoco depende de esta o de aquella mujer (aunque determinadas mujeres puedan encarnarlo mejor que otras), sino que es la posibilidad femenina por excelencia, como un a priori que los celos descubren. El mundo expresado por la mujer amada es siempre un mundo que nos excluye, incluso cuando ella da muestras de preferencia. Sin embargo, de todos los mundos, ¿cuál es el más exclusivo? «Era una terra incognita terrible en la que acababa de aterrizar, una fase nueva de sufrimientos insospechados la que se abría. Y sin embargo ese diluvio de la realidad que nos sumerge, aunque enorme comparado con nuestras tímidas e ínfimas suposiciones, ya estaba presentido por ellas. [...] Pero aquí el rival no era semejante a mí, sus armas eran distintas, no podía luchar en el mismo terreno, dar a Albertine los mismos placeres, ni siquiera concebirlos con precisión.»6 Interpretamos cada signo de la mujer amada, pero al final de esta dolorosa interpretación chocamos con el signo de Gomorra como con la expresión más profunda de una realidad femenina original.
La segunda ley del amor proustiano está ligada a la primera: objetivamente, los amores intersexuales son menos profundos que la homosexualidad, encuentran su verdad en la homosexualidad. Pues, si es cierto que el secreto de la mujer amada es el secreto de Gomorra, el secreto del amante es el de Sodoma. El protagonista de la Recherche sorprende en circunstancias análogas a mademoiselle Vinteuil y a Charlus.7 Y de la misma manera que mademoiselle Vinteuil explica todas las mujeres amadas, Charlus implica a todos los amantes. En el infinito de nuestros amores está el Hermafrodita original, pero el Hermafrodita no es el ser capaz de fecundarse a sí mismo. Lejos de reunir los sexos, los separa; es la fuente de la que manan continuamente las dos series homosexuales divergentes, la de Sodoma y la de Gomorra. Es él quien posee la clave de la predicción de Sansón: «Los dos sexos morirán cada uno por su lado.»8 De tal modo que los amores intersexuales son solo la apariencia que recubre el destino de cada uno, escondiendo el fondo maldito en el que todo se elabora. Y, además, si las dos series homosexuales son lo más profundo, es también en función de los signos. Los personajes de Sodoma y los de Gomorra compensan con la intensidad del signo el secreto en el que se mantienen. Sobre una mujer que mira a Albertine, Proust escribe: «Se hubiera dicho que le hacía señales [signos] como con la ayuda de un faro.»9 Todo el mundo del amor va de los signos reveladores de la mentira a los signos ocultos de Sodoma y Gomorra.
El tercer mundo es el de las impresiones o de las cualidades sensibles. A veces ocurre que una cualidad sensible nos proporciona un extraño gozo al mismo tiempo que nos transmite una especie de imperativo. Una vez experimentada, la cualidad no aparece ya como una propiedad del objeto que la tiene en ese instante, sino como el signo de un objeto completamente distinto, que hemos de intentar descifrar a costa de un esfuerzo que en cualquier momento puede fracasar. Todo sucede como si la cualidad envolviese, o retuviese cautiva, el alma de otro objeto distinto del que ahora designa. «Desenvolvemos» esta cualidad, esta impresión sensible, como un papelito japonés que se abre en el agua y libera la forma prisionera.10 Esta clase de ejemplos son los más célebres de la Recherche, y se precipitan al final (la revelación última del «tiempo recobrado» viene anunciada por una multiplicación de los signos). Sin embargo, cualesquiera que sean los ejemplos, magdalena, campanarios, árboles, adoquines, servilleta, ruido de la cuchara o de una tubería, siempre asistimos al mismo desarrollo. En primer lugar, una alegría formidable, de manera que estos signos se distinguen ya de los anteriores por su efecto inmediato. Luego, una especie de sentimiento de obligación que requiere un trabajo del pensamiento: buscar el sentido del signo (sucede, sin embargo, que nos sustraemos a este imperativo por pereza, o que nuestras búsquedas fracasan por impotencia o mala suerte: es lo que ocurre con los ár...

Índice

  1. Portada
  2. Nota previa a la tercera edición
  3. Abreviaciones utilizadas en las notas
  4. Primera parte. los signos
  5. Segunda parte. la máquina literaria
  6. Notas
  7. Créditos