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Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Buscaba grandes músculos: un pedazo de cuerpo con patas. Los ejemplares pequeños o enclenques no le interesaban.
Pero apreciar la diferencia entre unos y otros al primer golpe de vista podía resultar sorprendentemente difícil. Cabía pensar que, en una carretera de segundo orden, un autoestopista solitario destacaría a un kilómetro de distancia, como ocurre con un monumento o un silo; cabía pensar que resultaría fácil calibrarlo sin prisas al írsele acercando, desvestirlo mentalmente y tomar una decisión antes de estar a su altura. Pero Isserley había descubierto que las cosas no eran tan sencillas.
El solo hecho de ir conduciendo por las Highlands ya era una tarea absorbente en sí misma: en la carretera siempre había más cosas de las que se ven en las postales. Ni siquiera en la calma nacarada de un amanecer invernal, cuando la neblina aún reposaba sobre los prados que bordeaban la A9, se podía confiar en que hubiera trechos muy largos sin obstáculos. Cada mañana encontraba, desparramados por el asfalto, restos recientes e irreconocibles de peludas criaturas silvestres, testimonios congelados de unos momentos en el tiempo en los que unos seres vivos habían confundido la carretera con su hábitat natural.
Isserley también solía aventurarse a salir a unas horas en las que el silencio era tan prehistórico que su vehículo hubiera podido ser el primero que rodaba por una carretera. Era como si la hubieran transportado a un mundo tan reciente que las montañas aún debieran experimentar algunos cambios y los valles frondosos todavía tuvieran que convertirse en mares.
Sin embargo, una vez que se lanzaba con su cochecito a la carretera desierta y ligeramente húmeda, solía ser simple cuestión de minutos que detrás de ella aparecieran otros coches que también se dirigían al sur y que no se conformaban con ir al ritmo que ella marcara, como va una oveja tras otra por un sendero estrecho, sino que la obligaban a conducir más deprisa por aquella carretera de un solo carril, a menos que quisiera oír un concierto de cláxones.
Y, además, al ser aquélla una arteria principal, tenía que estar atenta a todos los senderillos capilares que desembocaban en ella. Sólo algunos estaban claramente señalizados, como si una especie de selección natural los hubiera elegido para tal distinción; la mayoría estaban camuflados entre los árboles. Y, aunque Isserley tenía preferencia, no estaba de más prestarles atención, ya que cualquiera de ellos podía ocultar un tractor impaciente que, si se cruzaba en su camino, apenas sufriría las consecuencias de su error, mientras que ella quedaría despanzurrada sobre el asfalto.
Sin embargo, la mayor fuente de distracción no la constituía la amenaza de aquel peligro, sino la seducción de la belleza. Una zanja resplandeciente por el agua de la lluvia, una bandada de gaviotas siguiendo una máquina sembradora por un campo cubierto de abono, el reflejo de la lluvia al caer dos o tres montañas más allá, y hasta el vuelo en las alturas de un ostrero solitario, podían hacer que Isserley casi se olvidara de para qué estaba en la carretera. A veces iba en el coche mirando el color dorado que adquirían las granjas lejanas al salir el sol, cuando, de pronto, algo mucho más cercano, pardo por las sombras, se metamorfoseaba de rama de árbol o amasijo de escombros en bípedo carnoso con un brazo extendido.
Y entonces se acordaba; aunque a veces lo hacía cuando ya estaba a su lado, rozando casi la mano del autoestopista, tan cerca, que podría haberle arrancado los dedos como si fueran ramitas sólo con que hubieran sido unos centímetros más largos.
Pisar el freno era impensable. Así que dejaba el pie sobre el acelerador sin inmutarse, se mantenía en la fila de coches y se limitaba a sacar una fotografía mental mientras pasaba de largo a toda velocidad, como los demás.
A veces, al examinar aquella imagen mental mientras continuaba conduciendo, se daba cuenta de que pertenecía a una hembra. A Isserley no le interesaba el sexo femenino. Por lo menos, no en ese sentido. Que la recoja otro, pensaba.
Pero si quien hacía autoestop era un macho, solía dar la vuelta para echarle otro vistazo, a menos que fuese obvio que se trataba de un tipo que, físicamente, no valía nada. En el caso de que le hubiera causado una impresión favorable, cambiaba de sentido en cuanto no resultara peligroso y, por supuesto, donde ya no pudiera verla, porque no quería que se diera cuenta de su interés. Y entonces, al pasar por el otro lado de la carretera, todo lo despacio que le permitiera el tráfico, lo evaluaba por segunda vez.
Sólo en muy contadas ocasiones no volvía a encontrarlo. Algún otro conductor, menos precavido o menos exigente, se habría parado y lo habría recogido en el espacio de tiempo que le había llevado cambiar de sentido dos veces. Miraba detenidamente hacia donde creía haberlo visto, por si acaso estaba escondido orinando, cosa a la que eran propensos los machos. Le parecía inconcebible que hubiera desaparecido tan deprisa; tenía un cuerpo tan estupendo, tan excelente, tan perfecto... ¿Por qué había dejado pasar aquella oportunidad? ¿Por qué no había parado nada más verlo?
Algunas veces la idea de haberlo perdido le resultaba tan difícil de aceptar, que seguía conduciendo durante kilómetros y kilómetros, esperando que quien se lo había arrebatado lo volviese a depositar en la carretera. Las vacas le dirigían miradas inocentes mientras pasaba a toda prisa soltando una nube de humo por el tubo de escape.
Pero lo más habitual era que el autoestopista siguiera exactamente donde lo había visto la primera vez, quizás con el brazo ligeramente menos erguido o con la ropa moteada de humedad (si había empezado a llover). Mientras pasaba por el otro lado de la carretera, podía mirarle las nalgas y los muslos o fijarse en si tenía la espalda musculosa. Y también podía deducir, por su postura, si se trataba de un macho consciente de sus excelentes condiciones físicas.
Al pasar de nuevo a su lado, lo miraba detenidamente para corroborar la primera impresión y estar segura de no haberlo sobrevalorado en su imaginación.
Si pasaba la prueba, paraba el coche y lo invitaba a subir.
Venía haciendo aquello desde hacía varios años. No pasaba un solo día sin que se dirigiera con su abollado Toyota Corolla rojo a la A9 para iniciar su recorrido. Pero, incluso cuando tenía una buena racha y su autoestima estaba por las nubes, la preocupaba que el último autoestopista al que había recogido resultase, a posteriori, su satisfacción final y que ningún otro diera la talla en el futuro.
La verdad era que para Isserley aquel reto suponía una emoción adictiva. Podía tener sentado a su lado en el coche a un ejemplar magnífico y, aun sabiendo que se lo iba a llevar a casa, ya empezaba a pensar en el siguiente. Incluso mientras lo estaba admirando, siguiendo con la vista la curva de sus hombros musculosos o el abultamiento de los pectorales bajo la camiseta y saboreando lo magnífico que sería cuando estuviera desnudo, seguía mirando de reojo el arcén por si descubría alguna posibilidad mejor.
Aquel día no había empezado bien.
Al cruzar el paso a nivel que había cerca del letárgico pueblo de Fearn, antes de llegar a la autopista, notó un ruidito por encima de la rueda delantera izquierda. Se puso a escucharlo conteniendo la respiración, preguntándose qué le estaría diciendo en su extraño lenguaje. ¿Sería una petición de ayuda, una queja pasajera o una advertencia amistosa? Siguió escuchando durante un rato intentando imaginarse qué podría hacer un coche para que lo entendiesen.
Aquel Corolla rojo no era el mejor coche que había tenido. Echaba de menos, sobre todo, el Nissan gris familiar con el que había aprendido a conducir. Era un coche que respondía con suavidad, no hacía casi ruido y tenía tanto espacio en la parte de atrás, que hasta habría podido meter una cama. Pero, después de haberlo usado sólo un año, había tenido que deshacerse de él.
Desde entonces había tenido un par de coches más, pero eran más pequeños, y adaptarles las piezas especiales instaladas en el Nissan, había presentado algunos problemas. El Corolla rojo tenía la dirección dura y, a veces, se mostraba caprichoso. No cabía duda de que quería ser un buen coche, pero tenía sus inconvenientes.
A sólo unos doscientos metros de la entrada en la autopista, vio a un joven melenudo que caminaba lentamente por el borde de la estrecha carretera con un dedo extendido. Aceleró para pasarlo. El autoestopista levantó desganadamente el brazo, añadiendo dos dedos a su gesto. Los dos se reconocieron vagamente. Vivían por aquella zona pero nunca habían hablado; sólo se habían cruzado en momentos como aquél.
Isserley tenía por norma evitar a quienes pudieran reconocerla.
Al hacer el giro para meterse en la A9, a la altura de Kildary, miró el reloj del salpicadero. Los días se iban alargando. Sólo eran las 8.24 y el sol ya se había levantado. Por detrás de una capa de cúmulos absolutamente blancos el cielo tenía un tono amoratado y rosa, que anticipaba la gélida claridad que se avecinaba. No nevaría, pero la escarcha seguiría destellando durante varias horas y la noche caería mucho antes de que el aire tuviera la posibilidad de entibiarse.
Para los propósitos de Isserley un día tan claro como aquél era bueno para conducir sin peligro, pero no para aquilatar a los autoestopistas. Sería excepcional que un fornido ejemplar fuera en manga corta para demostrar que estaba en forma. La mayoría irían envueltos en prendas de abrigo y jerséis de lana, lo cual le ponía las cosas más difíciles. Hasta un famélico podría parecer fornido si llevaba suficiente ropa encima.
Por el espejo retrovisor no se veía ningún coche, así que se permitió ir a menos de sesenta por hora, en parte para comprobar qué pasaba con el ruido. Parecía que se había arreglado solo. Sabía que era hacerse ilusiones, pero resultaba reconfortante pensarlo después de haber pasado una noche de dolor incesante, sueños angustiosos y dormitar intermitente.
Aspiró profunda y trabajosamente por las estrechas ventanas, apenas visibles, de su nariz. El aire puro y frío le produjo un leve mareo, como cuando se inhala éter u oxígeno por medio de una mascarilla. Su conciencia se hallaba en una encrucijada. Dudaba entre despertarse por completo e iniciar una hiperactiva actividad mental o retornar al sueño. Como no se le presentase pronto el estímulo de tener que emprender alguna acción, ya sabía qué camino iba a elegir.
Pasó por delante de algunos puntos en los que habitualmente se colocaban los autoestopistas, pero no había nadie. Sólo la carretera y el ancho mundo, ambos vacíos.
Algunas gotas de lluvia perdidas salpicaron el cristal delantero, y los limpiaparabrisas dejaron dos mugrientos manchones semejantes a arcos iris, monocromos en su línea de visión. Tuvo que recurrir al agua del depósito que había bajo el capó y dejar que un chorro que parecía no tener fin cayera un buen rato sobre el cristal hasta conseguir de nuevo una visión clara. Aquella operación la dejó aún más cansada, como si hubiera tenido que hacerla con sus propios fluidos vitales.
Intentó proyectarse hacia adelante en el tiempo, viéndose ya aparcada en algún lugar con un autoestopista joven y macizo sentado a su lado. Se imaginó jadeando mientras le alisaba el pelo y lo agarraba por la cintura para colocarlo en la postura adecuada. Sin embargo, la fantasía no era suficiente para conseguir que no se le cerraran los ojos.
Justo cuando ya estaba pensando en buscar algún lugar en el que detenerse para echar una cabezada, divisó una silueta por debajo de la línea del horizonte. El sueño la abandonó al instante y abrió los ojos separando bien los párpados, al tiempo que se acomodaba las gafas. Comprobó el estado de su cara y de su pelo en el espejo retrovisor e hizo un mohín con los labios, que eran tan rojos como si los llevase pintados.
Con la primera pasada se dio cuenta de que era bastante alto, ancho de hombros y llevaba ropa informal. Levantaba el pulgar y el índice con cierta desgana, como si llevara siglos esperando. O quizás era que no quería parecer demasiado ansioso.
Al pasar en sentido contrario notó que era bastante joven y que llevaba el pelo muy corto, siguiendo el estilo carcelario escocés. Su ropa era de un color pardo como el del barro, y lo que hubiera dentro de la cazadora la llenaba de un modo impresionante, aunque estaba por ver si eran músculos o grasa.
Al dirigirse de nuevo hacia él, Isserley se dio cuenta de que realmente era más alto de lo normal. Él observaba su avance, pensando, probablemente, que ya la había visto pasar unos minutos antes, puesto que no había mucho tráfico. Sin embargo, no hizo ninguna seña especial. Se limitó a seguir con la mano extendida de un modo indolente. Rogar era algo que no le iba.
Isserley fue aminorando la velocidad y paró el coche justo a su lado.
–Sube –le dijo.
–¡Salud! –contestó el autoestopista tranquilamente, mientras se acomodaba en el asiento.
Por aquella sola palabra, dicha sin una sonrisa a pesar de que los músculos faciales habían sonreído, Isserley dedujo que debía de ser de ese tipo de gente a la que le cuesta decir ...