Segunda parte
12
De regreso a su pueblo, adonde había vuelto algunos días durante los veranos, al principio con su mujer y sus dos hijos y luego ya poco a poco sólo a veces con Felipe, buena parte de aquellos a quienes conocía y habían constituido su mundo o bien habían muerto o bien estaban ya muy mayores, enfermos los unos o en silla de ruedas en la residencia de ancianos, y desmejorados los otros, enclenques y achacosos, sin fuerzas los que él recordaba enérgicos y dicharacheros y como apagados o aguardando ya sólo muchas veces.
Algunas casas era verdad que las habían arreglado o, según decían, adecentado, pero con un mal gusto nuevo y desbocado, contagioso –contagioso como sólo se contagia la estupidez, recordaba haberle oído a su padre–, que allí, donde lo poco que había por lo menos era armonioso y hasta podía así parecer mucho, todavía resaltaba más. Ni los materiales que habían utilizado –pensó– ni las soluciones que habían discurrido para los arreglos pegaban allí ni iban a pegar nunca, y eso cuando lo que habían hecho no era derribar por completo las viejas casas, algunas de un valor y una prestancia indudables, para levantar en su lugar insulsos bloques de pisos que querían parecerse a aquel en el que él había vivido los últimos veinte años.
Se diría que a partir de un determinado momento había empezado a importar lo que se dice un bledo –un pimiento, remachaba, nada o en realidad menos que nada– lo que había antes en los sitios y el cómo se hacían las cosas antes; que había empezado a no importarles lo más mínimo lo que había al lado ni lo que había delante ni detrás. La relación con lo contiguo, se dijo, la relación con lo contiguo, y se quedó luego pensando un momento. Todo parecía haber comenzado a darse continuamente de bruces con todo lo demás, las líneas, las proporciones, las formas, todo de bruces con todo a excepción de con el mal gusto o la presunción. ¿Sería eso lo nuevo, la nueva época? ¿Qué vendría después del mal gusto?, se preguntó, ¿qué fue lo que vino antes de la presunción?
Incluso los interiores de las casas habían cambiado y, cuando iba de visita, el mismo ambiente de acumulación de trastos, de muebles y adornos de lo más dispares, que hasta parecía estar reñido incluso con sus dueños, le sofocaba a veces nada más entrar. ¡Qué entusiasmo para echarse en brazos de lo peor y abandonar atolondradamente lo poco o mucho que se tiene!, pensaba a su modo, ¿será tan difícil saber acoger lo mejor de lo nuevo y dejar a un lado lo peor de lo viejo que tan a menudo se hace al revés?; ¿qué soberbia del juicio y qué cerrilidad en los ojos no corre el riesgo de irse apoderando siempre de todo?
–Voy a dejarlo tal y como está –le dijo a su hijo Felipe–; pondré calefacción, cambiaré los tubos del agua y la instalación de la luz, el aseo y alguna cosa en la cocina, y lo demás se va a quedar igual. Blanco y con la misma cómoda y la misma alacena y las mismas cuatro sillas de siempre, que mandaré tapizar de nuevo. ¿Te parece?
Le parecía, le parecía también que su padre tenía ahora la posibilidad de rehacer su vida, de reanudarla, de volver a respirar el aliento de las cosas que había hecho de él lo que era y le había dado el temple que tenía; y entre las primeras cosas que reanudó, lo mismo que si ello fuera en realidad reanudarse a sí mismo, estaba en lugar primordial su paseo por el camino de la huerta del río.
Pero cuando aquel día, podía decirse que el primero después de veinte años, volvió a hacer lo que quizá nunca debió dejar de hacer y vio que el tiempo se había vuelto de pronto igual de tormentoso que la última de las tardes en que fue por aquel camino después de haberlo recorrido casi a diario durante tantos años, se preguntó qué querría decir aquella coincidencia, si querrían decir en realidad algo las cosas, o si simplemente sucedían y éramos nosotros los que implorábamos que algo nos hablara.
¿Se reanudarán las cosas cuando se reanudan?, se interrogó también a su modo, ¿o bien lo que ocurre es que damos rienda suelta a la nostalgia de algo que ya se ha ido para siempre porque lo suyo, y no sólo respecto al tiempo sino hasta a los sitios, es estar yéndose continuamente para nosotros y en la misma exacta medida a lo mejor en que también nosotros nos vamos yendo?
13
Lo mismo que aquel otro día tan distinto y en el fondo tan especular de hacía veinte años, en cuanto barruntó que se le estaba echando encima la tormenta, recogió todo aprisa y corriendo y echó la llave a la vieja puerta que el tiempo y la falta de cuidados habían vuelto ya enteramente gris. Sin entretenerse un momento para que no le cogiera el aguacero por el camino, ascendió por la senda flanqueada de matas de saúco, de visnagas y yezgos, hasta tomar el sendero que lo llevaba de vuelta al pueblo. En total, desde la puertecilla de caronchada madera gris hasta el recio portón con aldaba de bronce de su casa del arrabal, no eran mucho más allá de los cuatro kilómetros por un camino que, mucho más que un simple camino para él o un simple enlace entre dos puntos, era en realidad su carácter y su temple en la vida, la índole de su inclinación hacia el mundo y de su renuncia o desaparición de él. Era además buena parte de su saber, como si su experiencia de la vida y su relación con las personas se hubiera ido forjando poco a poco en aquel trayecto, en aquel lento ir y venir y meditar lo que veía y ver lo que meditaba, en aquel acompasado posarse y decantarse de las cosas al ver lo común en lo distinto y también lo mismo diferente, al encajar los golpes y sinsabores de la vida –al dejarse ganar por sus alegrías– y atravesar poco a poco sus vacíos y soledades mientras oía el sonido impenetrable del agua en el río y el del viento en las hojas de los chopos que él interpretaba según los días y la luz y las estaciones. De ahí, mucho más quizá que de ningún otro sitio, le venía esa especie de callada fuerza tan suya y esa rara sabiduría taciturna y melancólica, reflexiva a más no poder y al mismo tiempo resolutiva y enérgica, que algunos achacaban por achacarlo a algo a sus lecturas.
¿Leído yo?, solía objetar entonces; hombre, leer, lo que se dice leer, algo habré leído –y señalaba si estaba en casa sus dos o tres rimeros de libros leídos por lo que podía verse y vueltos a leer con minucia–, pero lo que he hecho más bien es escuchar, escuchar a mi padre que en paz descanse lo poco que pude escucharle y escuchar a quien se terciara; escuchar y sobre todo ver, remachaba, mirar con los ojos todo lo abiertos que he podido o me han dejado.
Al principio, hasta llegar a la inmensa mole de Pedralén desde la huerta del río, el camino se curvaba por dos veces bordeando a la derecha las laderas de los cerros, mientras que por el otro lado, el de la margen del río, un tupido y anchuroso soto de chopos en hilera, cuyo murmullo, según soplara el aire, le acompañaba siempre con sus preguntas, extendía su frescor y sus recuerdos a lo largo del sendero. Sonaban raras las hojas aquella tarde, como nerviosas o a preludio, y él contorneó la chopera más ligero y con menos sosiego de lo que recordaba. Pero a pesar de las prisas, a pesar de que no habría la menor exageración en decir que ya tenía la tormenta encima, al llegar a la imponente pared de roca no pudo por menos de aminorar el paso, como ya había hecho a la ida, y detener su mirada de nuevo un momento ante la modesta cruz de piedra erigida allí, justo en la vertical del punto más alto de aquella quebrada, durante uno de los años en que él había estado ausente del pueblo.
Fue a comienzos del otoño del setenta y siete, en los días en que todo en el país parecía cambiar ya por fin aceleradamente, cuando el consistorio del pueblo decidió erigir aquella cruz, de una talla muy sobria y una sola pieza, que levantaba poco más de un metro del suelo. Había sido cincelada en la misma piedra de la inmensa peña que se alzaba al otro lado del camino y, en la peana que le servía de base, igualmente de la misma piedra, estaban grabados a buril unos nombres. Algunos de ellos, tres, lo estaban con los apellidos y los nombres completos, y otros dos sólo con un apellido. Entre éstos estaba el de su padre, Felipe Díaz, Felipe Díaz Díaz en realidad, que al figurar sólo con el nombre y el primer apellido resultaba que lo mismo podía ser el de su padre que el de su segundo hijo o bien el suyo. Le hubiese gustado sonreír también esta vez, pero enseguida, como si algo en su interior hubiera virado de repente sobre un gozne forjado con el turbio metal de un enigma, se sumió en una expresión extrañamente indescifrable.
Tras la quebrada rocosa de Pedralén, donde anidaba el alimoche desde mediados de febrero hasta bien entrado agosto, aún quedaban más de tres cuartos del camino para llegar a su casa del arrabal. Al otro lado del río, y ajenos por completo a la tormenta que se avecinaba, los curiosos que observaban desde los ensanchaderos de la carretera las evoluciones de los buitres parecían continuar impertérritos en su afición. Es más, daba hasta la impresión de que la inminencia de la tormenta, lejos de turbarles, aumentase en realidad su aliciente, y por eso podía vérseles contemplar extasiados, probablemente por última vez aquel año, pues poco debía de faltar ya para que emigraran a otras latitudes, su vuelo de remonte o de planeo con las alas extendidas como queriendo abarcar la inmensidad. Miraban despreocupados y distantes hacia la cortada, miraban a los nidos, miraban el vuelo imponente e intimidatorio de los buitres o bien esperaban tranquilos a que regresaran de sus largos desplazamientos en busca de carroñas; aunque también podía ser –nada autorizaba a desdecirlo– que alguno lo enfocara a él, a su paso diminuto e indefenso al pie de la inmensa roca bajo los vuelos en círculo quizá de algún alimoche.
Los alimoches –recordaba siempre que le había contado allí su padre, impresionándole sobremanera, cuando él era todavía muy pequeño– eran los primeros en llegar donde había una carroña, hasta el punto de que a veces se podía pensar que ya estaban allí antes de la muerte de la víctima, o que de alguna forma hubieran preparado el terreno y hasta la ocasión. Pero la finura de su pico, su escaso grosor o incluso, si se quiere, su delicadeza, sólo les permitía engullir las partes blandas de los cadáveres; las partes blandas, le repetía su padre con una rara concentración pensando a lo mejor en otras cosas, las partes blandas como los ojos y la lengua. Por eso necesitan que sean los grandes buitres, el buitre negro o el leonado o los quebrantahuesos –le explicaba–, los que descuarticen antes a los cadáveres para que ellos consigan luego aprovecharse de los demás restos blandos de las víctimas. La prioridad de los energúmenos, concluía, y el privilegio de los astutos. El acuerdo prepotente de los carroñeros, pensaría después Felipe Díaz Carrión, el acuerdo tácito, instintivo y a la vez racionalísimo, de los grandes buitres negros de aterradora envergadura, superior incluso a la de las águilas, y el elegante alimoche blanco que sin embargo devora las entrañas y deja sin ojos y sin lengua.
También recordaba haberle oído muchas veces a su padre que, aunque no era difícil que una persona pudiera confundir de buenas a primeras a un alimoche con una cigüeña, a un carroñero que devora cadáveres con el ave que era el símbolo de la fertilidad y el buen augurio, bastaba no quedarse sólo con el parecido en el color del plumaje y fijarse, aunque sólo fuera un momento, en el cuello y las patas, para ver enseguida que en el alimoche eran mucho más cortos y menos esbeltos que en las cigüeñas. Eso sí, había que fijarse.
Era como todo en la vida, le decía, que unas cosas son y otras no son, pero éstas, las que no son, resulta que a veces llegan incluso a cundir mucho más que las que son. Misterios de la vida, remachaba –y entonces a él le parecía oír siempre el murmullo del viento en las hojas de los chopos o el rumor cantarino del agua en el río–, misterios de la vida y de la condición de las cosas.
Por eso hay que tratar de distinguir siempre todo allí donde se presente y en la forma que lo haga –solía insistir–, y que distinguir sin partido tomado ya de antemano, sin absolutismos ni atolondramientos ni retóricas, y sin querer escurrir el bulto, porque de la confusión –o de los partidos tomados a ultranzano se suele sacar nada bueno ni en limpio y quienes siempre sacan ganancia de ello suelen ser los menos recomendables.
No lo entendía, oía el aire susurrar en las hojas y en las matas del camino cuando le hablaba su padre, pero no lo entendía pese a que, en ese no entender, le parecía oscuramente, no sabía cómo, que anidaba ya de suyo también alguna forma de comprensión que ahora, muchos años después, veía que había ido dando seguramente sus frutos. Todo es según se recorre una y otra vez el camino, pensaba.
14
Dejada atrás ya la mole de Pedralén, el camino de vuelta se iba ensanchando imperceptiblemente y dejaba de ser poco a poco un mero camino de herradura. A mano izquierda, según se volvía, los muretes de piedra sin argamasa, coronados muchas veces por zarzales, señalaban las lindes de las fincas, como también alguna hilera de chopos o de olmos que volvían a intentar vencer a la grafiosis. Tras esas cercas –de una de ellas asomaban unos granados que ese año estaban cargados de fruto– se extendían las huertas hasta el río; mientras que a mano derecha, como si la ubérrima fertilidad del otro lado del camino hubiese querido mostrar allí mismo su exacto reverso igual que hace tantas veces el curso de las cosas, que se muda de un momento a otro en su contrario, se levantaban, en tramos casi a pico y sin otra solución de continuidad que no fuera el propio sendero, los secos montes poblados de aulagas y tomillos. El camino iba bordeando poco a poco esos montes, sus laderas y sus cárcavas terrosas, hasta llegar al antiguo molino abandonado, donde la tierra batida que se había ido ensanchando cada vez más se convertía ya en una carreterilla asfaltada apta no sólo para animales de carga y hombres a pie –y no se sabía por qué cabía pensar que en silencio– por la que se entraba ya a través del viejo puente de piedra en el desparramado barrio del arrabal.
Al ir a enfilar las primeras calles –a un cielo impecablemente azul, como aquella tarde de veinte años atrás, le había sucedido ahora de nuevo, casi se diría que asimismo de repente, un paisaje algodonoso de nubes cada vez más nimbadas de amenazas–, un airazo huracanado había empezado de pronto a barrerlo y a trastornarlo todo como si ya no pudiese más de que las cosas estuviesen en el sitio en que estaban. Remolinos de polvo y tierra se levantaban por todas partes y hacia todas partes y las partículas de arenilla y las brozas de hierba, igual que si fueran minúsculos balines disparados a mansalva, le pinchaban en las mejillas y la frente lo mismo que agujas diminutas. El polvo, el turbión de polvo en que por un momento parecía haberse convertido todo, se colaba hasta por las comisuras de los ojos como para cerciorarse de que nada, y menos que ninguna otra cosa la mirada, hubiera de quedar a resguardo de aquella vorágine.
Qué difícil es siempre pensar, antes de que ocurran los hechos que van a trastocarlo todo, en la cantidad de cosas que pueden caer en cualquier momento, que pueden tambalearse de pronto y hacerse añicos o cerrarse de golpe para siempre; en la cantidad de cosas que de repente pueden ofuscarse. Sólo a las bolsas de plástico, hinchadas y livianas, les costaba más caer; se llenaban de aquello mismo que lo sacudía todo y así se mantenían a flote largo rato llevadas a capricho de un lado para otro.
Inmediatamente –no quedaba nadie por las calles igual que la otra vez, coches presurosos, puertas que se cierran–, empezaron a caer las primeras gotas aisladas, unas gotazas gordas, de un diámetro incomprensible de tan gordas, que se estampaban sobre el polvo acumulado en los arcenes produciendo un sonido sordo, amortiguado y como de sofocar algo extendido y disperso. Por un momento pareció que todo estaba en suspenso, el agua, el polvo, las matas de hierba o las bolsas de plástico en el aire, que todo era espera o temor, inminencia y acecho, pero enseguida –como si se rasgara el cielo, según la frase que está ya entonces en la mente de muchos– una lluvia torrencial, acompañada de truenos colosales que retumbaban con un extraño poder evocador, empezó de repente a sacudirlo todo, a empaparlo todo y colmarlo todo y a sobrarse de todas partes. Los sumideros no daban abasto, y faltó tiempo para que se formaran torrentes de agua que se llevaban todo por delante, palos, hierbas, plásticos o latas arrastrados por arroyos desatados que recogían el agua de las gárgolas y los canalones desbordados como para abarcarlo todo, para acapararlo e inundarlo todo. Lo malo –se había repetido Felipe, Felipe Díaz Carrión, muchas veces durante esos veinte años recordando a lo mejor las tormentas de finales de verano– no es tanto quizá lo que sucede, por tremendo que pueda llegar a ser, sino que la arenilla y el polvo en los ojos no nos deja verlo de antemano, y así puede ocurrir después cualquier cosa.
15
A principios de octubre, del primer mes de octubre que volvía a pasar en el pueblo, su hijo Felipe le anunció una visita por sorpresa. Llegaré para la hora de la cena, había dicho antes de colgar el teléfono de una forma que le pareció más brusca de lo habitual. Era sábado además y, como todos los sábados y festivos, a no ser que le hubieran despedido en el restaurante o hubiese ocurrido algo –pensó–, lo que le tocaba era estar trabajando. Con aquella ocupación de los fines de semana lograba costearse una parte de su estancia y sus estudios en Madrid, y lo tenía muy a gala; así que la visita, por muy de su gusto que fuera, no pudo por menos de parecerle rara. Algo pasa, barruntó. Pero sobre un primer sentimiento de recelo, que se le había ido incrustando en su carácter como un liquen en la corteza de un árbol, enseguida prevaleció la alegría que le producía volver a ver a su hijo; querrá descansar un fin de semana, pensó, qué tendría eso de raro, o que vayamos a buscar setas incluso para el restaurante.
Desde finales de agosto, cuando vino quince días a estar con él y se pasaba las mañanas ayudándole en la huerta, no había vuelto ya a verle. Sólo le llamaba de vez en cuando por teléfono para saber cómo estaba y contarle alguna de sus peripecias por Madrid y, sobre todo, para recordar las caminatas del verano juntos muy temprano por el camino del río. Muchos ratos iban en silencio y otros, según había sido siempre su costumbre, comentando las plantas que veían o el desarrollo y la sazón de los cultivos de las huertas –si vas por allí abajo verás los beleños, le dijo su padre el primer día–; pero ya fueran callados o conversando, oyendo el ruido acompasado de sus pasos sobre la tierra o las voces quedas de sus pensamientos o sus diálogos, parecían ir los dos con una serenidad que se diría prolongación o emanación del propio camino, del que cabía pensar que, lo mismo que a uno se le podía meter una china en el calzado, también podía introducírsele al...