1. BUROCRACIA
LA PÁGINA NUEVA DEL PRESENTE
La mejor manera de comenzar es dar algún contenido al contraste entre lo nuevo y lo viejo, y en el primer momento nos descubrimos escasos de elementos para ello. «Todo lo sólido se desvanece en el aire»: así dice la famosa expresión de Karl Marx acerca del capitalismo, escrita hace ya ciento sesenta años.2 Su versión de la «modernidad líquida» provenía de un pasado idealizado. En parte reflejaba la nostalgia del antiguo ritmo rural, que Marx nunca conoció de primera mano. Análogamente, lamentaba la desaparición de los gremios premodernos de artesanos y la vida estable de los burgueses en las ciudades, aunque tanto aquéllos como ésta habrían significado la muerte de su proyecto revolucionario.
Desde los días de Marx, tal vez el único aspecto constante del capitalismo sea la inestabilidad. Las conmociones de los mercados, el baile desenfrenado de los inversores, el repentino auge, derrumbe y movimiento de fábricas, la migración en masa de trabajadores en busca de mejores puestos de trabajo o de un empleo cualquiera, son todas ellas imágenes de la energía del capitalismo que impregnó el siglo XIX y que fue invocada a principios del XX en otra famosa frase, esta vez del sociólogo Joseph Schumpeter: «destrucción creadora».3 En la actualidad, la economía moderna parece llena de esta energía inestable, debida a la expansión mundial de la producción, los mercados y las finanzas y al auge de las nuevas tecnologías. Sin embargo, quienes están implicados en la producción de cambios sostienen que no estamos inmersos en más torbellinos, sino que nos hallamos más bien ante una nueva página de la historia.
Siempre son sospechosos los contrastes demasiado pronunciados, sobre todo cuando sugieren progreso. Veamos el problema de la desigualdad. En Gran Bretaña, por ejemplo, inmediatamente antes de la crisis agrícola de la década de 1880, cuatro mil familias poseían el 43 por ciento de la riqueza nacional. En las dos últimas décadas del siglo XX, la desigualdad era distinta en su contexto, pero igualmente pronunciada. En estas décadas, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, la quinta parte de las familias más ricas aumentó su riqueza, la décima parte la aumentó mucho más y el uno por ciento lo hizo de manera exponencial. Aunque los inmigrantes de la base de la pirámide también aumentaron sus ingresos, la renta de las tres quintas partes intermedias de la población norteamericana quedó estancada. Un estudio reciente de la Organización Internacional del Trabajo afina este cuadro de la desigualdad: mientras que en los años noventa del siglo XX la desigualdad de ingresos creció, la pérdida de participación en la riqueza fue particularmente notable entre los trabajadores a tiempo parcial y los subempleados. El incremento de la desigualdad también afecta a la población de mayor edad del espectro británico-norteamericano.4
Otro rasgo engañoso de este contraste sin matices es dar por supuesto que las sociedades estables están económicamente estancadas. No fue éste el caso de la Alemania anterior a la Primera Guerra Mundial ni el de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, y no es hoy en día el caso de economías de menor tamaño, como las de Noruega y Suecia. A pesar de la tendencia nórdica a la introspección sombría, el borde septentrional de Europa consiguió combinar la estabilidad relativa con el crecimiento y ha preservado una distribución más equitativa de la riqueza y un nivel de calidad de vida en general superior al de Estados Unidos y Gran Bretaña.
Tal vez el elemento «nuevo» más controvertible sea la globalización o mundialización. El sociólogo Leslie Sklair ha sostenido, con gran abundancia de detalles económicos, que este proceso no ha hecho más que expandir la empresa multinacional de mediados del siglo XX.5 A su juicio, tal vez los chinos terminen por asumir el papel que las multinacionales norteamericanas desempeñaron en su momento, pero el juego sigue siendo el mismo. Contra esta posición, sus críticos partidarios de la novedad enuncian otra multitud de indudables hechos materiales: el auge de inmensas ciudades ligadas por naturaleza a la economía mundial y las innovaciones en la tecnología de las comunicaciones y del trasporte, todo lo cual tiene muy poco parecido con los lugares donde la gente acostumbraba vivir, la manera en que se ponían en contacto entre sí y el modo en que se trasportaban los bienes de un lugar a otro.
Este debate gira en torno a algo más que circunstancias económicas. La corporación multinacional solía estar entretejida con la política del Estado-nación. Hoy, los proponentes de las tesis de última generación sostienen que la empresa global tiene inversores y accionistas en todo el mundo y una estructura de propiedad demasiado complicada como para servir a los meros intereses nacionales: por ejemplo, Shell, el gigante del petróleo, se ha liberado tanto de las restricciones políticas holandesas como de las británicas. El argumento más radical a favor de la originalidad de nuestra época sería el de que las naciones están perdiendo su valor económico.
Me gustaría centrarme en un problema tal vez menos familiar: la comparación entre el pasado y el presente. Se trata de una discusión sobre las instituciones.
La propuesta de la página nueva de la historia da por supuesto que Marx concibió erróneamente la historia del capitalismo. (El propio término capitalismo fue una construcción posterior debida al sociólogo Werner Sombart.) Marx se equivocó precisamente por creer en la naturaleza constante de la destrucción creadora. A juicio de sus críticos, el sistema capitalista quedó pronto fosilizado en una cáscara rígida; al comienzo, las rutinas de la fábrica se combinaron con la anarquía de los mercados de valores, pero a finales del siglo XIX la anarquía había menguado y, en las empresas, la cáscara endurecida de la burocracia se había hecho más gruesa aún. Y esa cáscara sólo se ha roto en el presente. En esta visión del pasado hay una buena dosis de verdad fáctica, pero en absoluto en los términos en los que la han expuesto los entusiastas de la página nueva del presente.
No hay duda de que las fábricas de comienzos del siglo XIX combinaban la rutina que adormecía la mente y el empleo inestable; no sólo los trabajadores carecían de toda influencia protectora, sino que las propias empresas solían estar débilmente estructuradas y, por tanto, sometidas al peligro de hundimiento repentino. En Londres, según una estimación, en 1850 el 40 por ciento de los trabajadores físicamente aptos estaban desocupados, mientras que la tasa de fracasos de nuevas empresas llegaba al 70 por ciento. La mayor parte de las empresas de la década de 1850 no daba a conocer datos relativos a sus operaciones, en el caso de que dispusieran de ellos, y los procedimientos de contabilidad tendían a ser simples declaraciones de beneficios y de pérdidas. El funcionamiento del ciclo de negocios no se concibió de modo estadístico hasta el final del siglo XIX. Éstos eran los datos que Marx tenía en mente cuando describía la inestabilidad material y mental del orden industrial.
Pero este capitalismo «primitivo» era en realidad demasiado primitivo como para sobrevivir social y políticamente; el capitalismo primitivo era una incitación a la revolución. En el lapso de cien años, de la década de 1860 a la de 1970, las empresas aprendieron el arte de la estabilidad, que asegurara la longevidad de las compañías e incrementara la cantidad de empleos. No fue el mercado libre lo que hizo efectivo este cambio a favor de la estabilización; más importante fue el papel que en ello desempeñó el modo en que las empresas se organizaron desde el punto de vista interno. Se salvaron de la revolución gracias a que aplicaron al capitalismo modelos militares de organización.
A Max Weber debemos el análisis de la militarización de la sociedad civil a finales del siglo XIX, cuando las grandes corporaciones operaron cada vez más como ejércitos en los que cada uno tenía un lugar y cada lugar una función definida.6
En su juventud y con una mezcla de emociones, Weber fue testigo del desarrollo de una nueva Alemania unida. El ejército prusiano tenía una reputación multisecular de eficiencia. Mientras muchos ejércitos de Europa seguían vendiendo cargos de oficiales independientemente de la capacidad de los candidatos y dando a sus soldados rasos una formación muy elemental, los militares prusianos hacían hincapié en las cosas bien hechas. Su cadena de mando era más rígida que las de sus homólogos franceses y británicos, definía con mayor rigor lógico los deberes de cada eslabón en dicha cadena. En la Alemania de Otto von Bismarck, este modelo militar empezó a aplicarse a las empresas y a las instituciones de la sociedad civil, sobre todo, de acuerdo con la idea de Bismarck, en nombre de la paz y para impedir la revolución. Independientemente del grado de pobreza en que se encuentre, es menos probable que se rebele el trabajador que se sabe en una posición socialmente reconocida que el que es incapaz de encontrar sentido a su posición en la sociedad. Ésta fue la política fundacional de lo que puede llamarse capitalismo social.
No deja de ser una ironía que los propios análisis tempranos de la economía que realizó Schumpeter mostraran que, a medida que este militarizado capitalismo social se extendía, la empresa daba beneficios. Eso se debía a que, mientras durara la sed de dólares, libras esterlinas o francos inminentes, los inversores también aspiraban a ganancias predecibles a largo plazo. A finales del siglo XIX, el lenguaje de las decisiones de inversión adoptó un molde militar, molde que invocaba las campañas de inversión y pensamiento estratégico, a la vez que la idea favorita del general Carl von Clausewitz: el análisis de resultados. Y tuvo buenas razones para hacerlo. Los beneficios repentinos demostraron ser ilusorios, en particular en proyectos de infraestructuras como la construcción de ferrocarriles o de transportes urbanos. En el siglo XX, los trabajadores se sumaron al proceso de planificación estratégica; sus sociedades de crédito inmobiliario y sus sindicatos tendían por igual a estabilizar y garantizar la posición de los trabajadores.
Los beneficios que los mercados ponían en peligro, trataba de recomponerlos la burocracia, que parecía más eficiente que los mercados. Esta «búsqueda de orden», como la llamó el historiador Robert Wiebe, se extiende de la empresa al gobierno y luego a la sociedad civil. Cuando la lección de ganancia estratégica pasó a formar parte de los ideales de un gobierno eficaz, el estatus de los empleados del Estado mejoró; sus prácticas burocráticas estaban cada vez más aisladas de los vaivenes de la política.7 En la sociedad civil propiamente dicha, las escuelas fueron cada vez más uniformes, tanto en funcionamiento como en contenido; las profesiones llevaron orden a las prácticas de la medicina, el derecho y la ciencia. Para Weber, todas estas formas de racionalización de la vida institucional, al provenir originariamente de una fuente militar, conducirían a una sociedad con normas de fraternidad, autoridad y agresión de naturaleza igualmente militar, pese a que la población civil no fuera consciente de que pensaba como los soldados. En su calidad de observador de los tiempos modernos, Weber temía un siglo XX dominado por el ethos de la lucha armada. Como economista político, sostenía que, para la modernidad, el ejército es un modelo más sistemático que el mercado.
El tiempo tiene un papel central en este capitalismo social militar: un tiempo a largo plazo, creciente y ante todo predecible. Este imperativo burocrático afectó tanto a los individuos como a las regulaciones institucionales. El tiempo racionalizado permitió a la gente pensar su vida como relato, no tanto como relato acerca de qué ocurrirá forzosamente, sino de cómo debía ocurrir, es decir, sobre el orden de la experiencia. Por ejemplo, resultó posible definir cuáles y cómo deberían ser las etapas de una carrera, poner en relación el servicio a largo plazo en una empresa con los pasos específicos para aumentar la riqueza. Muchos trabajadores manuales pudieron planificar por primera vez la compra de una casa. La realidad de las convulsiones y las oportunidades en el mundo de los negocios impidieron la materialización de ese pensamiento estratégico. En el flujo del mundo real, en particular en el del ciclo empresarial, la realidad, por supuesto, no se acomodó al plan trazado, pero ya la idea de ser capaz de planificar definía el dominio de la actividad y la potencialidad individuales.
El tiempo racionalizado cala muy profundamente en la vida subjetiva. La palabra alemana Bildung designa un proceso de formación personal que, en la juventud de una persona, fija su comportamiento vital de por vida. Si en el siglo XIX la Bildung adquirió un marco institucional, en el siglo XX sus resultados se hicieron concretos y fueron expuestos, a mediados de siglo, en obras como The Organization Man, de William Whyte, White Collar, de C. Wright Mills, y Bureaucracy, de Michel Crozier. Sobre la Bildung burocrática opina Whyte que la estabilidad del propósito termina por ser más importante que las repentinas explosiones de ambición en el seno de la organización, que sólo producen recompensas a corto plazo. El análisis que realiza Crozier de la Bildung en las corporaciones francesas pone el énfasis en la jerarquía como objeto imaginativo que organiza la autocomprensión individual; uno asciende, desciende o permanece en la misma posición, pero siempre hay un peldaño de la escala en el que colocarse.
La tesis de la página nueva sostiene que las instituciones que hicieron posible este pensamiento de relato vital se han «esfumado en el aire». La militarización del tiempo social se está desintegrando. Hay ciertos hechos institucionales evidentes sobre los cuales se funda esta tesis. Uno de ellos es el final del empleo de por vida, junto con la rareza cada vez mayor de las carreras profesionales que se desarrollan íntegramente en una misma institución; otro, en el dominio público, es que las redes de asistencia y seguridad social gubernamentales son ahora más cortas y más imprevisibles. Para resumir estos cambios, el gurú financiero George Soros dice que las «relaciones» que los seres humanos mantenían entre sí han sido sustituidas por «transacciones».8 Otros sostienen que el inmenso crecimiento de la economía mundial sólo ha sido posible por la pérdida de coherencia de los controles institucionales sobre el flujo de bienes, servicios y fuerza de trabajo, lo que ha hecho posible el desplazamiento de una cantidad sin precedente de emigrantes a las llamadas economías grises de las grandes ciudades. Y hay otros aún que mencionan el derrumbe del imperio soviético en 1989 como la causa del final de un orden institucional en el que regulación militar y sociedad civil resultaban indistinguibles.
Ese debate sobre el tiempo institucionalizado es un debate sobre cultura, pero también sobre economía y política. Gira en torno a la Bildung. Tal vez, gracias a mi propia experiencia en la investigación pueda sugerir de qué manera ocurre tal cosa.
Cuando, a principios de los años noventa, empecé a entrevistarlos, los programadores de software de Silicon Valley parecían ebrios de entusiasmo con las posibilidades de la tecnología y con las perspectivas de enriquecimiento inmediato. Muchos de estos jóvenes programadores, por emulación de lo que Bill Gates había logrado en Microsoft, abandonaron la carrera universitaria para dedicarse a desarrollar software. Sus despachos anónimos al sur de San Francisco hedían a pizzas rancias, mientras que futones y sacos de dormir cubrían íntegramente el suelo. Se sentían al borde de un gran cambio; a menudo me decían que ninguna de las reglas antiguas tenía ya aplicación. Lo mismo parecían pensar los inversores en sus proyectos; empresas que no ganaban nada se hicieron rentables de la noche a la mañana y con la misma rapidez quebraron; los banqueros se mudaron. La mentalidad de estos jóvenes especialistas en electrónica era completamente incompatible con la de los jóvenes burócratas descritos en las páginas de Whyte y de Crozier. Despreciaban la permanencia de un objetivo, y cuando fracasaban, lo que les ocurría con frecuencia, al igual que los banqueros, se limitaban a mudarse. Esta tolerancia ante el fracaso fue lo que más me impresionó: era como si no se sintieran personalmente implicados.
Cuando, en 2000, estalló la burbuja del puntocom y la prudencia comenzó a imperar en Silicon Valley, estos jóvenes descubrieron qué es en realidad vivir una página nueva de la historia. La reacción más común que oí fue que los jóvenes programadores se sentían repentinamente solos. «A nadie le interesa conocerte –me dijo uno–, ya han oído hablar de demasiadas ideas brillantes.» Otro dijo: «El “escenario” se ha trasladado a Boston, a la tierra de la biotecnología, y allí soy un extraño.» Solos, descubrían de pronto el tiempo, el tiempo amorfo que tanto los había entusiasmado, la ausencia de reglas de procedimiento, de reglas para seguir adelante. Su nueva página estaba en blanco. En ese limbo, aislados, sin un relato vital, descubrían el fracaso.
Se podría decir que este descubrimiento no es demasiado distinto del de un maquinista cuyo oficio ha desaparecido; o, de otra manera, del que hace el estudiante al que atrae un curso sobre medios de comunicación cuando se entera de que millones de jóvenes se sienten igualmente atraídos. Todos afrontan la perspectiva de quedar a la deriva.
Para oponernos a esa perspectiva de quedar a la deriva en el aislamiento es para lo que debemos enmarcar la diferencia cultural entre lo nuevo y lo viejo; la división cultural nos introduce más profundamente en la vida de las instituciones.
CAPITALISMO SOCIAL
Max Weber analizó, admiró y temió al mismo tiempo una solución nacional de naturaleza militar para el orden social. En su condición de analista, advirtió que el modelo prusiano arrojaría al capitalismo por un camino distinto del predicho por Marx, pero ¿cómo sería exactamente la vida en su interior? Así como un ejército bien dirigido está concebido para sobrevivir a las derrotas en el campo de batalla, una empresa bien administrada debe estar concebida para sobrevivir a los boom y las bancarrotas del mercado. Más allá de las fronteras de Alemania, Weber tuvo la evidencia de esta propuesta: los poderosos trusts y monopolios verticales en Estados Unidos eliminaron la competencia del mercado; sus propietarios, como Andrew Carnegie y John D. Rockefeller, se comportaban como generales nacional...