Arrancad las semillas, fusilad a los niños
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Arrancad las semillas, fusilad a los niños

  1. 192 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Arrancad las semillas, fusilad a los niños

Descripción del libro

La primera novela del más celebrado escritor japonés viviente, "Arrancad las semillas, fusilad a los niños" narra las proezas de quince chicos adolescentes de un reformatorio, evacuados en tiempo de guerra a un remoto pueblo de montaña, cuyo alcalde cree que hay que suprimir a los revoltosos «desde la semilla». El narrador, que es el cabecilla de la banda, su hermano pequeño y sus colegas son todos delincuentes marginados, temidos y detestados por los campesinos del lugar. Cuando se declara una epidemia, los habitantes del pueblo los abandonan y huyen, encerrándolos dentro del pueblo vacío; el breve intento de los chicos de construirse una vida autónoma de dignidad, amor y valor tribal, como reacción a la muerte y a la adulta pesadilla de la guerra, está condenado inevitablemente al fracaso. Esta novela, en la que aparecen ecos desde Mark Twain y el Golding de "El señor de las moscas" hasta Mailer y Camus, encierra todas las cualidades que distinguen la escriture de Oé: su ira radical, su evocación de mito y arquetipo y su extraordinario estilo poético.

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Información

Año
1999
ISBN de la versión impresa
9788433908926
ISBN del libro electrónico
9788433938695
Categoría
Literatura

1. LA LLEGADA

Dos de los nuestros habían huido durante la noche, y por eso no nos pusimos en camino antes de que amaneciera, como era habitual. Para matar el rato, tendimos al débil sol de la mañana nuestros bastos capotes verdes, todavía húmedos a causa del diluvio caído la noche anterior, y contemplamos las turbias aguas del río, que entreveíamos más allá de unas higueras que se alzaban al otro lado del camino, del que nos separaba un seto bajo. La intensa lluvia había dejado el camino lleno de surcos, por los que corría un agua cristalina. El río bajaba muy crecido, porque aguas arriba se había roto una presa por la acción conjunta de la lluvia y el deshielo, y su corriente embravecida emitía un sordo rugido y arrastraba perros, gatos y ratas muertos a una velocidad vertiginosa.
Al cabo de un rato, los niños y las mujeres de la aldea se congregaron en el camino; nos miraban con ojos en los que se mezclaban la curiosidad, la timidez y una insolencia contenida; de vez en cuando, intercambiaban rápidos comentarios en voz baja o soltaban bruscas carcajadas, lo que nos irritaba sobremanera. Para ellos, éramos seres de otro planeta. Algunos de los nuestros se acercaron al seto y se pusieron de puntillas para mostrarles sus penes inmaduros, colorados como fresones. Una mujer de mediana edad, que se había abierto paso a codazos entre el grupo de chiquillos que se partían de risa, contemplaba el espectáculo con los labios apretados y la cara roja como un tomate, y les hacía comentarios rijosos a sus amigas, algunas de las cuales sostenían niños de pecho, entre grandes risotadas. Sin embargo, como aquel juego se había repetido en innumerables ocasiones en los pueblos por los que pasábamos, ya no nos divertía la desvergonzada excitación que mostraban las campesinas a la vista de nuestros penes circuncidados, práctica habitual a que se sometía a los muchachos enviados a un reformatorio.
Así que optamos por hacer caso omiso de la gente del pueblo, que seguía mirándonos, obstinada, desde el otro lado del seto. Algunos de los nuestros se pusieron a dar vueltas por el jardín como animales enjaulados, mientras que otros se sentaron en las losas que había secado el sol a contemplar la tenue sombra de las hojas sobre el suelo de color castaño oscuro y se entretenían resiguiendo sus contornos azul pálido con la punta de un dedo.
Sólo mi hermano pequeño devolvía las miradas y observaba a los campesinos apoyado en el seto, sin importarle las hojas de camelia, duras como el cuero, que empapaban la pechera de su capote de gotas de rocío. Y es que, para él, los campesinos eran los seres de otro planeta que despertaban curiosidad. De vez en cuando, se me acercaba corriendo y, mientras su cálido aliento acariciaba mi oreja, me describía en voz baja, lleno de emocionada admiración, los ojos tracomatosos de los niños o sus labios partidos, o los dedos deformes y las uñas llenas de mugre a causa del trabajo en el campo de las mujeres. Sin hacer caso de las miradas escrutadoras de los aldeanos, me sentía orgulloso de las brillantes mejillas sonrosadas y la belleza de las pupilas de mi hermano.
No obstante, la mejor actitud que pueden adoptar los seres de otro planeta cuando son apresados y mostrados a la curiosidad pública como bestias enjauladas, es convertirse en objetos inanimados como las piedras, las flores o los árboles; es decir, dejar que los observen. Mi hermano menor, por culpa de su insistencia en ser nuestro ojo que miraba a la gente del pueblo, a veces recibía en plena cara los espesos escupitajos verdeamarillentos que las mujeres le lanzaban con la punta de la lengua, o las piedras que le tiraban los niños. Pero él, sin perder la sonrisa, se limpiaba la cara con un gran pañuelo con pájaros bordados y seguía mirando con asombro a los campesinos que lo insultaban.
Aquello era consecuencia de que aún no se había habituado a ser una bestia enjaulada, un ser objeto de todas las miradas. Era el único, pues los demás ya nos habíamos acostumbrado. En realidad, estábamos habituados a toda clase de tropelías. Lo único que podíamos hacer era tratar de sobrevivir, obligados como estábamos a contorsionar nuestros cuerpos y nuestras mentes para amoldarnos a las mil jugarretas sucias que el destino nos hacía cada día. Ser golpeados y caer al suelo bañados en sangre era algo habitual, y aquellos de nuestros compañeros a quienes les había tocado cuidar de los perros policía durante un mes escribían obscenidades en suelos y paredes con sus jóvenes dedos deformados por los tremendos mordiscos que les daban los hambrientos canes cuando los alimentaban cada mañana. Sin embargo, a pesar de lo endurecidos que estábamos, cuando regresaron los dos fugados, seguidos por un policía y uno de los celadores, no pudimos evitar un estremecimiento. Les habían atizado de lo lindo.
Mientras el celador y el policía hablaban con el celador jefe, hicimos corro alrededor de nuestros bravos compañeros que habían fracasado de manera tan miserable. Tenían los ojos amoratados y los labios partidos y llenos de sangre, que también cubría sus mentones y apelotonaba sus cabellos. Saqué de mi morral el botiquín de primeros auxilios, les lavé las horribles heridas con alcohol y les puse yodo. Uno de ellos, el mayor y más robusto, tenía el moratón de una patada en la entrepierna, pero cuando se bajó los pantalones no supimos qué hacer para curarlo.
–Pensaba atravesar los bosques de noche hasta llegar al puerto y escabullirme en un barco que fuera hacia el sur –se lamentó el muchacho.
Soltamos unas tensas carcajadas. Era tal su obsesión por escapar de aquella situación y dirigirse al sur, que lo apodábamos Minami.1
–Pero unos campesinos nos descubrieron y nos dieron una paliza. Nos trataron peor que a ratas, y eso que no les habíamos robado ni una patata.
La admiración por el valor de nuestros compañeros y la rabia por la brutalidad de los campesinos hacían que contuviéramos el aliento.
–Casi habíamos llegado a la carretera de la costa, ¿sabéis? –siguió diciendo Minami–. Sólo nos faltaba subirnos a un camión sin que nos vieran, y ya estábamos en el puerto.
–¡Sí! –exclamó compungido su compañero de fuga–. ¡Lástima que nos descubrieran en el último momento!
–¡Fue por tu culpa! –le respondió Minami, que se mordía los labios con rabia–. ¡Porque tuviste mal de tripas!
–Lo siento –dijo su compañero, que agachó la cabeza, avergonzado. Estaba pálido, y se retorcía a causa de los continuos retortijones de vientre.
–¿Os pegaron los campesinos? –le preguntó mi hermano a Minami con los ojos brillantes de excitación.
–No. No puede decirse que nos pegaran –le contestó el interpelado con orgulloso desdén–. Lo más cansado era tratar de esquivar los golpes que querían darnos en el culo con las azadas.
–¿Qué? –dijo mi hermano, que parecía extasiado, como si viviera aquella apasionante aventura–. ¿Querían golpearos el culo con las azadas?
El policía se marchó, después de ordenarles a los curiosos que se dispersaran, y el carcelero nos hizo formar. Primero le pegó a Minami y luego a su cómplice, el que sufría los retortijones de vientre, en los labios partidos, por lo que volvió a correrles sangre fresca por el mentón, y los castigó a estar un día sin comer. Era un castigo leve, y como no los golpeó a la manera de un celador, sino tratándoles con lo que a nosotros nos parecía hombría, aquello hizo que lo consideráramos un miembro más de nuestro grupo, cuya cohesión se había restaurado.
–Os aconsejo que no intentéis escaparos, muchachos –dijo el celador hinchando un juvenil cuello, al tiempo que se ruborizaba un poco–. Si lo intentáis, en esta región de pueblos aislados los campesinos os encontrarán antes de que podáis llegar a una ciudad. Os odian como si tuvierais la lepra, y os matarán sin titubear. Sería más difícil escapar de aquí que de la cárcel.
Tenía razón. Mientras nos desplazábamos de pueblo en pueblo habían abundado los intentos de fuga, y resultaba evidente que nos rodeaba un muro, invisible, pero infranqueable. Para los campesinos, éramos como espinas que se les clavaran en la piel. Nos envolvía inmediatamente una masa de carne inflamada, que nos oprimía hasta asfixiarnos. Aquellas gentes sentían el orgullo de pertenecer a su clan ancestral y lo llevaban como una dura coraza que los inducía a rechazar no sólo que entre ellos se establecieran extranjeros, sino que pasaran por sus tierras. Íbamos a la deriva por un proceloso océano que sentía nuestra presencia como un cuerpo extraño y trataba de deshacerse de él lanzándolo con violencia fuera de su seno.
–Se diría que hemos descubierto, sin querer, la mejor manera de teneros vigilados; al menos, la guerra sirve para algo –siguió diciendo el celador, a la vez que enseñaba su fuerte dentadura–. Ni yo habría podido romperle los dientes a Minami. Los puños de estos campesinos deben de ser realmente fenomenales.
–Fue un viejo bajito y enclenque. Me dio con la azada en los morros –dijo Minami, la mar de satisfecho.
–¡No hables sin permiso! –le chilló el celador–. ¡Listos para marchar en cinco minutos! Está previsto que lleguemos a nuestro destino al anochecer. ¡El que se haga el remolón, se queda sin comer, así que espabilad!
Rompimos filas dando gritos y nos fuimos corriendo a recoger nuestras cosas al viejo cobertizo donde criaban gusanos de seda, en el que habíamos pasado la noche, una de tantas etapas de nuestro peregrinar. A los cinco minutos, cuando estábamos a punto de marcha, vi que el cómplice de Minami en el abortado intento de fuga vomitaba un líquido rosado en una esquina del patio mientras gemía débilmente. Formados en la carretera, a la espera de que se le pasara el ataque de retortijones de vientre, cantamos a coro la canción afeminada, rebuscada y ramplona que era una especie de himno del reformatorio, y nos desgañitamos al llegar al largo estribillo cargado de simbolismo religioso. Los pueblerinos, tan asombrados que los ojos se les salían de las órbitas, nos rodeaban. Éramos quince muchachos desnutridos, cubiertos con capotes verdes. Nuestros corazones latían aceleradamente a causa de los sentimientos de humillación e ira contenida que los embargaban en momentos como aquél.
Después de vomitar, el chaval se incorporó a la formación; respiraba afanosamente, como si tratara de expulsar un grano de trigo que se le hubiera atascado en un conducto de la nariz. Terminamos a toda prisa la última estrofa de la canción y nos pusimos en marcha acompañados por el ruido sordo de nuestras botas de lona.
Eran tiempos de muerte. Igual que un prolongado diluvio, la guerra descargaba su locura colectiva, que tras invadir el cielo, los bosques y las calles, había penetrado en las personas para inundar hasta los más recónditos recovecos de sus sentimientos. Un aviador rubio, cuyo cuerpo bien asentado ante los mandos se distinguía perfectamente a través de los cristales de la carlinga, descendió repentinamente del cielo y ametralló el patio situado entre los viejos edificios de ladrillo de nuestro reformatorio, y un buen día, cuando nos disponíamos a salir por el portón en doble fila, para dedicarnos a nuestras tareas matutinas, vimos junto a él, apoyado en la siniestra alambrada de espino que circundaba nuestra prisión, el cadáver de una mujer muerta de inanición, que se desplomó a los pies del celador jefe, que abría la marcha. Casi todas las noches, y a veces en pleno día, los incendios causados por los bombardeos iluminaban la ciudad o la llenaban de sucio y apestoso humo.
En aquella época en que los adultos enloquecidos se rebelaban en las calles, se daba la paradoja de que había verdadera obsesión por encerrar a quienes todavía tenían la piel suave, o apenas les despuntaba un poco de vello en la entrepierna, porque habían cometido alguna fechoría sin importancia o, simplemente, se consideraba que mostraban «tendencias asociales».
Los bombardeos se intensificaron, y al hacerse evidente que se acercaba el fin, se pidió a los familiares de los internos que pasaran por el reformatorio a recogerlos, pero la mayoría de ellos no quisieron saber nada de sus molestos y perversos parientes. Así pues, los responsables de la institución, obsesionados por cumplir con su deber hasta el final y no dejar escapar a sus presas, planearon la evacuación en masa de los chicos que no habían sido reclamados.
Quince días antes de la fecha fijada para llevar a cabo la evacuación se enviaron las últimas cartas pidiendo a los allegados de los chicos que pasaran a recogerlos, y todos estábamos muy excitados ante la posibilidad de que nos sacaran de allí. Al cabo de una semana se presentó en el reformatorio mi padre, que era quien me había denunciado, con botas militares y gorra de trabajador, acompañado de mi hermano, y sentí una gran alegría. Sin embargo, la realidad era que, al no haber encontrado refugio adecuado para su hijo menor, se le había ocurrido aprovechar la evacuación para incluirlo en ella. La pena y la decepción que me invadieron fueron tremendas. No obstante, después de marcharse mi padre, mi hermano menor y yo nos abrazamos calurosamente.
Durante los dos o tres primeros días que pasó en el reformatorio, vestido ya con nuestro uniforme verde, mi hermano se sintió intimidado por hallarse entre tantos delincuentes juveniles, pero también estaba fuera de sí de alegría y fascinación. Pronto empezó a intimar con todos y a pedirles, con los ojos brillantes de emoción, que le contaran sus fechorías, y por la noche, antes de dormirse bajo la misma manta que yo, me explicaba durante largo rato, en voz baja y entrecortada por la emoción, las atroces experiencias que le habían contado. Y cuando se hubo aprendido de memoria el brillante y sangriento historial de los compañeros, sintió la necesidad, para no ser menos, de inventarse sus propias maldades imaginarias. A veces, venía corriendo hasta mí y me contaba, ruborizado, fantásticos delitos: que le había saltado un ojo a la novia de un amigo con su pistola de juguete, por ejemplo. Así pues, mi hermano menor se sentía como pez en el agua en el reformatorio. En aquellos tiempos de muerte, de locura, parecía que sólo los niños éramos capaces de establecer estrechos lazos de solidaridad. Pasadas las dos semanas de espera, y superada la decepción porque nadie hubiera acudido a buscarnos, los chicos que quedábamos en el reformatorio iniciamos llenos de orgullo un viaje que nos iba a deparar constantes humillaciones.
Teníamos unas ganas terribles de perder de vista aquellas alambradas de espino, de un insólito color naranja, que nos aprisionaban, pero no tardamos en darnos cuenta de que fuera de ellas seguíamos estando presos. Era como si avanzáramos por un corredor que uniera dos prisiones. La alambrada color naranja que tanto nos enfurecía se transformó en las miradas ceñudas de innumerables campesinos de manos callosas y miradas más vigilantes que las de nuestros celadores. El grado de libertad que teníamos durante el viaje era el mismo que habíamos tenido dentro del reformatorio. El único placer nuevo que nos deparó marcharnos de allí fue ver a muchos «buenos» chicos y burlarnos de ellos.
Desde que emprendimos el viaje había habido numerosos intentos de fuga, pero los hostiles campesinos capturaban a los evadidos en pueblos, bosques, ríos y campos y se los devolvían más muertos que vivos a los celadores. Para nosotros, que procedíamos de lejanas ciudades, aquellos pueblos eran como un muro de goma transparente y elástica. Por más que pugnáramos por introducirnos en él, nos rechazaba poco a poco y volvía a su forma habitual.
En consecuencia, las únicas libertades de que podíamos disfrutar eran andar por los caminos de pueblo en pueblo levantando grandes nubes de polvo o hundiéndonos hasta los tobillos en el fango, aprovechar los descuidos de nuestros celadores mientras descansábamos en algún templo, santuario o cobertizo para ofrecer nuestras miserables posesiones a cambio de comida a las gentes que acudían a vernos o lanzar silbidos y hacer proposiciones lascivas a las muchachas que encontrábamos por calles y caminos, a pesar de ser plenamente conscientes de nuestro aspecto desastrado y la suciedad de nuestros uniformes a causa de tan largo peregrinar.
Nuestro viaje debía durar una semana. Pero las negociaciones entre los celadores que nos conducían y los alcaldes de los pueblos que debían acogernos siempre se alargaban más de lo previsto, y ya llevábamos tres semanas de camino. Se suponía que aquella tarde llegaríamos a nuestro destino final, una remota aldea en lo más hondo de las montañas. De no haber sido por aquel intento de fuga, probablemente ya habríamos llegado y estaríamos sentados, contemplando las discusiones acerca de nuestro acomodo entre el celador jefe y los responsables del lugar, o tumbados en el suelo, descansando.
Apagada ya la agitación provocada por el retorno de los fugitivos, caminamos deprisa, apretando con firmeza el morral contra la cadera e inclinándonos hacia adelante. Avanzábamos en un silencio sólo interrumpido por los gemidos del muchacho que padecía retortijones de vientre, absortos en nuestros pensamientos y compartiendo un malestar y un enfado que subían de lo más profundo de nuestro corazón y nos atenazaban la garganta.
Nuestro viaje se acercaba a su fin. Aunque en realidad avanzábamos a ciegas, mientras ...

Índice

  1. Portada
  2. 1. La llegada
  3. 2. Un trabajo sencillo, para empezar
  4. 3. La amenaza de epidemia y la huida de los campesinos
  5. 4. El bloqueo
  6. 5. La solidaridad de los abandonados
  7. 6. Amor
  8. 7. La nevada y la fiesta de la caza
  9. 8. El inesperado rebrote de la epidemia y el pánico
  10. 9. El regreso de los campesinos y la muerte del soldado
  11. 10. Juicio y destierro
  12. Créditos
  13. Notas