XII
Lo despertó un golpeteo sordo, como algo que arañaba y se destrozaba en alguna parte. Como cuando uno, habiéndose dormido sano, se despierta febril después de medianoche. Escuchó estos sonidos durante largo rato –trup, trup, toc-toctoc–, sin pensar siquiera qué podrían significar; simplemente escuchaba, porque le habían despertado y porque sus orejas no tenían otra cosa que hacer. Trup, tap, arañar, romper, romper. ¿Dónde? ¿A la derecha? ¿A la izquierda? Cincinnatus se incorporó un poco.
Escuchó, toda su cabeza se convirtió en un órgano auditivo; todo su cuerpo en un corazón tenso; escuchó y comenzó a sacar consecuencias de ciertas pistas: la débil destilación de oscuridad dentro de la celda... La oscuridad se había instalado sobre el suelo. Más allá de las rejas de la ventana, la noche estaba gris, lo que indicaba que serían las tres o tres y media... Los guardias dormidos a la intemperie... Los ruidos venían de abajo..., no, más bien de arriba; no, no, de abajo, justo del otro lado de la pared, a ras del suelo, como una enorme rata arañando con garras de hierro.
Cincinnatus se sintió especialmente excitado por la concentrada precisión de los sonidos, la insistente seriedad con que perseguían, en medio del silencio de la fortaleza, una quizá distante pero no por eso menos accesible meta. La respiración anhelante, con levedad de fantasma, como una hoja de papel de seda, se descalzó y fue de puntillas por el pegajoso, adhesivo suelo hacia el rincón de donde le parecía –le parecía–...; pero al acercarse se dio cuenta de que estaba equivocado: el golpeteo era más a la derecha y más alto; se movió, y otra vez se confundió, disgustado por la decepción auditiva que se produce cuando un sonido, cruzando en diagonal por la cabeza, es atrapado por el oído equivocado.
Sin darse cuenta, Cincinnatus tropezó contra la bandeja que estaba en el suelo junto a la pared. ¡Cincinnatus!, le reprochó la bandeja; y entonces el ruido cesó con abrupta intempestividad, la que llevó al oyente a un alentador raciocinio; y allí, de pie, inmóvil, pisando la cuchara que estaba en la bandeja e inclinando su cabeza vacía, toda oídos, Cincinnatus sintió que el desconocido cavador también permanecía quieto y escuchando atentamente.
Pasó medio minuto y los ruidos, más débiles, más restringidos, pero más expresivos y prudentes, comenzaron otra vez. Volviéndose y quitando con cuidado el talón del zinc, Cincinnatus trató una vez más de acertar con el lugar; a la derecha, si uno está de cara a la puerta..., sí, a la derecha, y, de todos modos, a lo lejos... Esta fue la única conclusión a la que pudo llegar después de escuchar largo rato. Finalmente emprendió el regreso al catre en busca de sus zapatillas –no podía continuar allí de pie y descalzo–, y asustó a la ruidosa silla, que nunca pasaba la noche en el mismo lugar, y, nuevamente, los ruidos cesaron, esta vez para siempre; es decir, podrían haberse reanudado después de un cauteloso intervalo, pero ya llegaba la mañana y Cincinnatus vio –con los ojos de su habitual imaginación– a Rodión, echando vapor por la humedad y abriendo en un bostezo su boca de un rojo intenso mientras se inclinaba sobre la escoba en el vestíbulo.
Durante toda la mañana Cincinnatus pensó y calculó cómo podría dar a conocer su posición a los ruidos en caso de que se repitieran. Una tormenta de verano, sencilla pero puesta en escena con buen gusto, se estaba representando fuera: la celda estaba tan oscura como al anochecer, se oían los truenos, sólidos y rotundos, agudos y crepitantes, y los relámpagos imprimían las sombras de los barrotes de la ventana en los lugares más inesperados. Al mediodía llegó Rodrig Ivánovich.
–Tiene usted compañía –dijo–, pero primero quiero averiguar...
–¿Quién? –preguntó Cincinnatus pensando al mismo tiempo: por favor, ahora no... (es decir, por favor, que no comience el golpeteo ahora).
–Mire usted, las cosas son así –dijo el director–. Yo no estoy muy seguro de que usted desee... Mire usted, es su madre, votre mère, paraît-il.
–¿Mi madre? –preguntó Cincinnatus.
–Vaya, sí, madre, mamaíta, mamá; en resumen, la mujer que le dio a usted la vida. ¿La hago pasar? Decídase pronto.
–... Solo la he visto una vez en mi vida –dijo Cincinnatus–, y realmente no siento...; no, no, no vale la pena. No, no tendría sentido.
–Como usted desee –dijo el director y salió.
Un instante después, con un cortés requiebro, introducía en la celda a la diminuta Cecilia C., vestida con un impermeable negro.
–Los dejaré solos –agregó con benevolencia–; aunque va contra el reglamento, a veces hay situaciones..., excepciones..., madre e hijo..., consentiré...
(Hace mutis, retrocediendo como un cortesano.)
Con su lustroso impermeable negro y sombrero de ala baja del mismo material (lo que le daba la apariencia de un lobo de mar), Cecilia C. se quedó de pie en medio de la celda, mirando fijamente a su hijo, se desabrochó el impermeable, se sorbió los mocos ruidosamente y dijo hablando a borbotones como era su costumbre:
–Qué tormenta, qué barro, creí que nunca terminaría de subir hasta aquí, arroyos y torrentes viniéndoseme encima por el camino...
–Siéntese –dijo Cincinnatus–, no se quede ahí de pie.
–Tú dirás lo que quieras, pero se está muy bien aquí –continuó ella sorbiendo sin parar y frotándose firmemente debajo de la nariz con el dedo, como si este fuera un rallador de queso, haciendo arrugar y menearse la punta enrojecida–. Te diré una cosa: esto es muy tranquilo y limpio. A propósito, allí en maternidad no tenemos habitaciones privadas tan grandes como esta. Oh, qué cama, Dios mío, ¡mira el revoltijo que es tu cama!
Dejó en el suelo su maleta de partera, quitó ágilmente los guantes de algodón negro de sus manos pequeñas y movedizas y, agachándose sobre el catre, comenzó a hacer la cama de nuevo. La espalda de su impermeable con lustre de foca, sus medias zurcidas...
–Así, ahora está mejor –dijo enderezándose; luego, con los brazos en jarras, miró interrogadoramente los libros amontonados sobre la mesa.
Tenía apariencia juvenil y todos sus rasgos seguían el modelo de los de Cincinnatus, que los había emulado a su manera; el mismo Cincinnatus tuvo vaga conciencia de tal parecido al contemplar la cara pequeña de nariz puntiaguda y los ojos saltones, luminosos. Su vestido era abierto en el frente y dejaba ver un ángulo de piel pecosa tostada por el sol; en general, sin embargo, la envoltura era la misma de la que, una vez, había sido sacado un pedazo para Cincinnatus: una piel pálida, suave, con venas azul cielo.
–Vaya, vaya, aquí también habría que poner un poco de orden... –parloteó, y con la misma rapidez con que hacía todo lo demás se ocupó de los libros, apilándolos uniformemente. Al pasar, llamó su atención la ilustración de una revista; pescó dentro del bolsillo de su impermeable un estuche en forma de riñón y, dejando caer las comisuras de los labios, se puso unos quevedos–. Esto es del veintiséis –dijo riendo–. Hace tanto tiempo, es difícil creerlo.
(Dos fotografías: en una, el presidente de las Islas, con una sonrisa dental, estrechando la mano de la venerable bisnieta del último de los inventores en la estación de ferrocarril de Manchester; en la otra, un ternero con dos cabezas que había nacido en una granja del Danubio.)
Suspiró sin razón alguna, empujó el volumen hacia un costado, hizo saltar el lápiz, no lo cogió a tiempo y dijo: «¡Huy!»
–Déjelo como está –dijo Cincinnatus–. Aquí no puede haber desorden, solo está un poco revuelto.
–Toma, te he traído esto. –Sacó un paquete del bolsillo, sacando también el forro–. Toma. Unos dulces. Para alegrarte el corazón.
Se sentó y resopló.
–Trepé y trepé, y finalmente llegué. Y ahora estoy cansada –dijo bufando deliberadamente; luego se desentendió de él y se quedó contemplando con vaga ansiedad la tela de araña allá en lo alto.
–¿Por qué ha venido? –preguntó Cincinnatus paseándose por la celda–. No es bueno para usted ni es bueno para mí. ¿Por qué? No por bondad ni por interés. Porque puedo ver perfectamente que usted está representando un papel, igual que todos y todo aquí. Y si me obsequian con tan inteligente parodia de una madre... Pero imagínese, por ejemplo, que yo hubiera depositado mis esperanzas en algún sonido lejano. ¿Cómo puedo confiar en él, si hasta usted es un fraude? ¡Y habla usted de «dulces»! ¿Por qué no «juguetitos»?, ¿y por qué está mojado su impermeable y sus zapatos secos? ¿Ve? Es un descuido; dígaselo de mi parte al director de escena.
Culpable y precipitadamente, ella dijo:
–Pero tenía botas de goma, las he dejado en la oficina de abajo, palabra de honor.
–Oh, basta, basta. No me dé explicaciones. Haga su papel, charle insustancialmente y no se preocupe; las cosas saldrán bien.
–He venido porque soy tu madre –dijo ella suavemente, y Cincinnatus rompió a reír.
–No, no, no lo haga degenerar en farsa. Recuerde, esto es un drama. Un poco de comedia, vaya y pase; aun así, no se aleje demasiado de la estación; el drama puede partir sin usted. Haría mejor en..., sí, le diré qué hacer: ¿por qué no vuelve a contarme la leyenda sobre mi padre? ¿Puede ser que se desvaneciera en la oscuridad de la noche y que nunca pudiera usted averiguar quién era o de dónde venía? Es extraño...
–Solo su voz, no vi su cara –respondió ella con la misma suavidad de antes.
–Eso es, eso es: represente para mí, creo que quizá podamos hacer de él un marinero desertor –continuó descorazonadamente Cincinnatus haciendo chasquear los dedos y paseando, paseando–, o un rústico salteador. O un avieso artesano, un carpintero... Vamos, pronto, piense algo.
–No comprendes –gritó ella (en su excitación se puso de pie e, inmediatamente, volvió a sentarse)–. Es verdad, no sé quién era: un vagabundo, un fugitivo, cualquier cosa es posible... Pero ¿por qué no puedes comprender...? Sí, era un día de fiesta, el parque estaba oscuro y yo era aún una niña, pero eso no tiene importancia. Lo importante es que no era posible equivocarse. Un hombre que se quema vivo sabe perfectamente que no se está dando un remojón en nuestro Strop. Lo que quiero decir es... Uno no puede equivocarse... Oh, ¿no comprendes?
–¿Comprender qué?
–Oh, Cincinnatus, él también era...
–¿Qué quiere decir «él también»?
–Él también era como tú, Cincinnatus...
La mujer bajó rápidamente la cabeza dejando caer los quevedos en el hueco de su mano.
Pausa.
–¿Cómo lo sabe? –preguntó Cincinnatus ásperamente–. ¿Cómo puede darse cuenta de pronto...?
–No voy a decirte nada más –dijo ella sin levantar los ojos.
Cincinnatus se sentó en el catre y se sumergió en sus pensamientos. Su madre se sonó la nariz con extraordinario estrépito de trompetas, cosa difícil de conciliar con una mujer tan pequeña, y luego se quedó mirando hacia el nicho de la ventana. Evidentemente el tiempo había aclarado, pues podía sentirse la presencia de cielos azules, y el sol pintaba su franja sobre la pared, pálida, brillante otra vez.
–Ya hay flores en el centeno –dijo ella hablando apresuradamente–, y todo es tan maravilloso...: las nubes corren, la vida bulle y brilla. Vivo lejos, en Doctorton, y cuando venía hacia aquí, cuando atravesé los campos en el viejo calesín y vi el Strop centelleando, y esta colina con la fortaleza arriba, y todo lo demás, me pareció que era una historia repetida una vez y otra vez, y aunque yo soy incapaz de comprenderla o no tengo tiempo para hacerlo, alguien me la sigue contando con tanta, tanta paciencia... Trabajo todo el día en la maternidad, vivo de prisa, tengo amantes, adoro la limonada helada, aunque dejé de fumar porque me hacía mal al corazón, y aquí estoy sentada contigo... Estoy aquí sentada y no sé por qué grito y por qué te digo todas estas cosas, y ahora me asaré con este impermeable y este vestido de lana, el sol va a pegar con furia después de una tormenta como esta...
–No, todavía es solo una parodia –murmuró Cincinnatus.
Ella sonrió interrogativamente.
–Como esa araña, como esas rejas, como el ruido del reloj –murmuró Cincinnatus.
–De modo que... –dijo ella, y se sonó las narices nuevamente–. De modo que así están las cosas –repitió.
Ambos guardaron silencio, sin mirarse, mientras el reloj marchaba con desatinada resonancia.
–Cuando salga –dijo Cincinnatus–, observe el reloj del corredor. La esfera está en blanco; sin embargo, cada hora, el guardia borra la manecilla vieja y pinta una nueva, y así es como vivimos, con el tiempo pintado y el campanilleo a cargo del «guardián», por eso le llaman así.3
–No debes bromear con esas cosas –dijo Cecilia C.–. Tú sabes que hay toda clase de geniecitos maravillosos. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo era niña había unos objetos llamados «nonnons» que eran muy populares, y no solo entre los niños, sino también entre los adultos, y, ¿sabes?, con ellos venía un espejo especial, no simplemente torcido, sino completamente distorsionado. No se sacaba nada en limpio al mirarlo, era todo confusión y, sin embargo, su forma no había sido deformada al azar, sino calculada de tal manera que... o, mejor aún, para combinar con su deformación, habían hecho..., no, espera, me explico mal. Mira, uno tenía uno de esos espejos locos y toda una colección de distintos «nonnons», objetos totalmente absurdos, sin forma, abigarrados, llenos de agujeritos y nudos; pero el espejo que distorsionaba completamente los objetos ordinarios ahora conseguía resultados maravillosos, es decir, que cuando colocabas uno de estos objetos incomprensibles y monstruosos de modo que se reflejara en el incomprensible y monstruoso espejo, ocurría algo maravilloso: menos por menos ...