Cuando fuimos huérfanos
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Cuando fuimos huérfanos

  1. 408 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Cuando fuimos huérfanos

Descripción del libro

Inglaterra, años treinta. Christopher Banks se ha convertido en el más célebre detective de Londres. Pero hay un enigma que es incapaz de resolver y del que él mismo es protagonista: cuando era niño y vivía en Shanghái con su familia, sus padres desaparecieron misteriosamente, acaso secuestrados por la mafia china por un asunto relacionado con el tráfico de opio.

Él, que creció como un huérfano, tiene recuerdos vagos y contradictorios de lo que realmente sucedió. Pero la ausencia de sus padres, de los que ni siquiera sabe con seguridad si están vivos o muertos, le atormenta. Y por eso viaja desde una Europa convulsa en la que emerge el fascismo y se avecina la guerra de un Shanghái convertido en polvorín en el que se enfrentan los chinos comunistas y el ejército japonés invasor. En esta ciudad cosmopolita y caótica Christopher Banks, en busca de las claves de su pasado, se verá inmerso en una pesadilla kafkiana…

Como dice el crítico del Independent Boyd Tonkin, Kazuo Ishiguro ha ido creando un universo literario propio, y esta quinta novela nos adentra en un «territorio que podríamos llamar Ishiguiria, un escenario desasosegante, hecho de recuerdos y amenazas, sueños y desarraigo, tan inconfundible a su manera como la Greeneland de Graham Greene.»

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Información

Año
2001
ISBN del libro electrónico
9788433942326
Categoría
Literature

Sexta parte

Cathay Hotel, Shanghai, 20 de octubre de 1937

16

Sabía que estábamos en algún lugar de la Concesión Francesa, no lejos del puerto, pero por lo demás me hallaba desorientado por completo. El chófer llevaba ya un rato enfilando diminutos callejones por los que difícilmente podían circular los coches, tocando el claxon repetidas veces para hacer que los peatones se apartaran de nuestro camino, y yo empezaba a sentirme ridículo, como si hubiera metido un caballo en una vivienda. Pero finalmente el coche se detuvo, y el chófer, tras abrirme la puerta, me indicó la entrada del Inn of Morning Happiness.
Fui conducido al interior por un chino delgado al que le faltaba un ojo. Lo que hoy me viene a la cabeza es una impresión global de techos bajos, madera oscura y húmeda y el habitual olor a sumidero. Pero el local parecía bastante limpio; en un momento dado hubimos de orillar a tres mujeres viejas que, arrodilladas en el suelo, fregaban con diligencia las tablas del piso de tarima. Hacia el fondo del local llegamos a un pasillo con una larga hilera de puertas. Me recordaron a unas caballerizas, o incluso a una cárcel, pero en aquellos cubículos –no tardé en saber– se alojaban los huéspedes del hostal. El chino tuerto llamó a una de las puertas, que se abrió antes de que nos llegara del interior respuesta alguna.
Entré en un espacio pequeño y estrecho. No había ventanas, pero los tabiques de separación de ambos costados no llegaban hasta el techo; los últimos treinta centímetros eran de malla metálica, con lo que el aire y la luz podían circular mínimamente. Pese a ello, el ambiente del cubículo era viciado y oscuro, e incluso cuando el sol de la tarde lucía con fuerza en el exterior, lo único que lograba era que la malla arrojara caprichosas sombras sobre el suelo. La figura que yacía en la cama parecía estar dormida, pero luego, cuando me hube situado en el angosto espacio entre la cama y la pared, vi que movía las piernas. El chino de un solo ojo masculló algo y desapareció, cerrando la puerta a su espalda.
El antiguo inspector Kung estaba prácticamente en los huesos. Tenía la piel de la cara y el cuello reseca y llena de manchas; la boca blandamente abierta; de la tosca manta sobresalía una pierna desnuda que parecía un palo, aunque en la parte del torso entreví una camiseta de una sorprendente blancura. Al principio no hizo el menor ademán de incorporarse, y al parecer se limitó a constatar mi presencia. Y sin embargo no daba la impresión de hallarse bajo los efectos del opio o el alcohol. Finalmente, cuando le dije quién era y cuál era mi propósito al venir a verle, pareció volverse más coherente y empezó a dar señales de cortesía.
–Lo siento, señor... –Su inglés, cuando pudo articularlo, le brotó con fluidez–. No tengo té. –Empezó a farfullar algo en mandarín, moviendo las piernas de un lado para otro bajo las mantas. Luego pareció volver a acordarse de sí mismo, y dijo–: Por favor, discúlpeme. No estoy bien. Pero mi salud pronto volverá a ser buena.
–Eso espero, sinceramente –dije–. Después de todo, usted fue uno de los mejores detectives al servicio del SMP.
–¿De veras? Qué amable de su parte decirme eso, señor. Sí, quizás fui un buen policía en un tiempo. –Con un súbito esfuerzo, se incorporó sobre la cama y depositó con cautela un pie desnudo en el suelo. Tal vez por recato, tal vez por el frío, se mantuvo la manta arrollada al vientre–. Pero al final –prosiguió– esta ciudad acaba derrotándote. Todo el mundo traiciona al amigo. Confías en alguien, y resulta que está en la nómina de un gángster. Los gobernantes son también gángsters. ¿Cómo puede un policía hacer su trabajo en un sitio como éste? Puedo ofrecerle un cigarrillo. ¿Le apetece fumar un cigarrillo?
–No, gracias. Señor, déjeme que le diga sólo esto. Cuando era niño, seguía sus hazañas con gran admiración.
–¿Cuando era usted niño?
–Sí, señor. El chico que vivía en la casa de al lado y yo... –solté una risita– solíamos jugar a que éramos usted. Usted era..., usted era nuestro héroe.
–¿Sí? –El viejo sacudió la cabeza, y sonrió–. ¿Es eso cierto? Bien, entonces lamento mucho más no poder ofrecerle nada de nada. No tengo té. Y no quiere un cigarrillo...
–En realidad, señor, usted puede ofrecerme algo mucho más importante. He venido a verle hoy porque creo que podrá usted proporcionarme una pista vital para mi investigación. En la primavera de 1915 hubo un caso que usted investigó: un tiroteo en un restaurante, el Wu Cheng Lou, de Foochow Road. Hubo tres muertos y varios heridos. Usted detuvo a los dos autores. En los archivos de la policía, el incidente se ha llamado «el tiroteo de Wu Cheng Lou». Fue hace muchos años, me hago cargo, pero, inspector Kung, me pregunto si sería capaz de recordar el caso.
Desde dos o tres cuartos más allá, a nuestra espalda, nos llegó un ruidoso acceso de tos. El inspector Kung se quedó pensativo unos instantes, y al cabo dijo:
–Recuerdo muy bien el caso de Wu Cheng Lou. Fue uno de mis momentos profesionales más satisfactorios. A veces pienso en ese caso, incluso en estos días..., tumbado en esta cama.
–Entonces quizás recuerde haber interrogado a un sospechoso a quien luego usted mismo exculpó de toda implicación en el asunto. Según los archivos policiales, el hombre se llamaba Chiang Wei. Usted lo interrogaba en relación con el caso Wu Cheng Lou, pero el tipo acabó haciendo unas confesiones sin conexión alguna con el caso por el que había sido detenido.
Aunque su cuerpo era un ajado saco de huesos, los ojos del viejo detective se hallaban ahora llenos de vida.
–Correcto –dijo–. Él no tenía nada que ver con el tiroteo. Pero tenía miedo y empezó a «largar». Lo confesó todo. Confesó, recuerdo, haber pertenecido a una banda de secuestradores unos años atrás.
–¡Excelente, señor! Así es como figura en los archivos policiales. Bien, inspector Kung, lo que voy a preguntarle es muy importante. Aquel hombre le dio unas direcciones. Direcciones de casas de la banda utilizadas para retener a los cautivos.
El inspector Kung había estado observando cómo las moscas zumbaban en torno a la malla metálica cercana al techo, pero ahora sus ojos descendieron despacio hasta donde yo estaba de pie, junto a la cama.
–Así es –dijo con voz suave–. Pero, señor Banks, registramos concienzudamente todas esas casas... Los secuestros de los que el detenido hablaba habían tenido lugar hacía muchos años. Y no encontramos nada sospechoso en los registros.
–Lo sé, inspector Kung. Usted habría hecho todo lo que estaba en su mano del modo más minucioso posible, no hay duda. Pero, claro, en ese momento lo que estaba investigando era el tiroteo. Lo más natural del mundo habría sido no desperdiciar sus energías en un caso, digamos, secundario. Lo que le estoy queriendo decir es que si algunas personas poderosas hubieran tratado por todos los medios de impedir que usted rastreara una de esas casas, es muy probable que usted no se hubiera empecinado en hacerlo.
El viejo detective volvió a abstraerse en sus hondas reflexiones. Y finalmente dijo:
–Había una casa... Ahora lo recuerdo. Mis hombres me traían informes. Del resto de las casas, siete en total, recibí los informes en mi despacho. Recuerdo que me preocupó en su día que de la octava no obtuve informe alguno. Mis hombres se toparon con ciertos obstáculos. Sí, recuerdo que me pregunté por ello varias veces. El olfato del detective. Usted, señor, sabe a lo que me refiero.
–Y esa casa que faltaba... No llegó a ver jamás informe alguno sobre ella.
–Correcto, señor. Pero, como usted dice, no era un asunto prioritario. Comprenderá que el caso en candelero era el tiroteo en el Wu Cheng Lou. Había hecho mucho daño. La captura de los asesinos nos llevó semanas.
–Creo que incluso fracasaron en ello dos de sus mejores colegas.
El inspector Kung sonrió.
–Como le he dicho, atravesaba uno de los momentos más satisfactorios de mi carrera. Me encargué del caso cuando ya otros habían fracasado. La ciudad no hablaba de otra cosa. Al cabo de unos días conseguí capturar a los asesinos.
–Leí los informes. Fue admirable.
Pero ahora el viejo detective me miraba fijamente. Y luego dijo despacio:
–Aquella casa... La casa que mis hombres dejaron de registrar. Aquella casa. ¿No estará intentando decirme que...?
–Sí. Creo que es allí donde mis padres permanecen encerrados.
–Ya entiendo...
Se quedó en silencio, como digiriendo la anonadante idea.
–No fue una cuestión de negligencia por su parte –dije–. Permítame que se lo diga de nuevo: he leído con gran admiración los informes policiales. Sus hombres no llegaron a registrar la casa porque su labor fue obstruida por personas situadas en lo alto de la jerarquía de la policía. Hay gente que hoy sabemos que estaban a sueldo de las organizaciones criminales.
Volvieron a oírse los accesos de tos. El inspector Kung permaneció en silencio unos minutos más, y luego volvió a mirarme y dijo, muy despacio:
–Ha venido a preguntarme. Ha venido a preguntarme si podría ayudarle a encontrar esa casa.
–Por desgracia, los archivos son un auténtico caos. Es una vergüenza cómo han estado llevando las cosas en esta ciudad. Los papeles han sido archivados en lugares equivocados, o se han perdido definitivamente. Al final, he decidido que lo mejor era venir a verle. A preguntarle, por improbable que pueda parecer, si seguía recordando. Algo, cualquier cosa, sobre aquella casa.
–Aquella casa. Deje que intente recordar. –El viejo cerró los ojos, y trató de concentrarse. Pero al cabo de unos minutos sacudió la cabeza–. El tiroteo de Wu Cheng Lou... Han pasado más de veinte años. Lo siento. No logro recordar nada sobre aquella casa.
–Por favor, intente recordar algo, señor. ¿No recuerda siquiera en qué distrito estaba? ¿Si, por ejemplo, estaba dentro de la Colonia Internacional?
Se quedó pensativo unos instantes, y luego volvió a negar con la cabeza.
–Fue hace mucho, mucho tiempo. Y mi cabeza ya no trabaja como es debido. A veces no recuerdo nada, ni siquiera lo del día anterior. Pero seguiré intentándolo. Quizás mañana, o pasado mañana, me despierte y recuerde algo. Lo siento tanto, señor Banks. Pero ya ve: ahora mismo no puedo. No recuerdo nada.
Cuando llegué a la Colonia Internacional casi había anochecido. Creo que me pasé una hora en mi cuarto, revisando una vez más mis notas, tratando de dejar atrás la decepción de mi entrevista con el viejo detective. No bajé a cenar hasta después de las ocho, y me senté en un rincón del espléndido comedor, en la mesa de costumbre. Recuerdo que aquella noche no tenía mucho apetito, y estaba a punto de dejar inacabado el plato principal para volver a trabajar en mi cuarto, cuando el camarero me trajo la nota de Sarah.
La tengo aquí delante. No son más que unas palabras garabateadas en papel sin rayar, con la parte de arriba arrancada. Dudo que haya dedicado demasiada atención a la redacción propiamente dicha: dice simplemente que me reúna con ella de inmediato en el medio rellano entre el tercero y cuarto piso del hotel. Estudiándola de nuevo en este mismo instante, su relación con el pequeño incidente de una semana atrás en casa de Tony Keswick no puede resultarme más evidente. Es decir: Sarah, probablemente, no habría escrito jamás esta nota si lo que ocurrió entonces entre nosotros no hubiera acontecido en absoluto. Aunque, extrañamente, cuando el camarero me entregó la nota, pasé por alto tal asociación, y me quedé allí sentado unos segundos, completamente perplejo: ¿por qué habría de querer verme Sarah de modo tan intempestivo?
He de decir aquí que la había vuelto a ver tres veces desde la noche del Lucky Chance House. En dos de tales ocasiones, nos habíamos visto sólo fugazmente, y en presencia de amigos comunes, por lo que apenas habíamos podido decirnos nada. La tercera vez –una cena en casa del señor Keswick, presidente de Jardine Matheson– supongo que debió de ser muy similar a las anteriores: un lugar muy concurrido, intercambio de unas palabras..., etcétera. Pero ahora, contemplado retrospectivamente, nuestro encuentro bien podría considerarse de importancia: una especie de momento decisivo.
Aquella noche yo había llegado un poco tarde, y cuando fui conducido al vasto invernadero del señor Keswick, más de sesenta invitados se acomodaban ya en sus asientos de las diversas mesas situadas entre el follaje y los emparrados. Divisé a Sarah al fondo del recinto –sir Cecil no estaba presente–, pero vi que también ella buscaba su asiento, y no hice el menor ademán de aproximarme a ella.
Al parecer, en los actos de este tipo de Shanghai existe la costumbre de que los invitados, una vez se han servido los postres –e incluso antes de que hayan dado cumplida cuenta de ellos–, abandonan sus asientos originales y comienzan a mezclarse libremente. Yo tenía en mente, pues, aprovechar tal particularidad festiva para, en cuanto llegara el momento, desplazarme hasta donde estaba Sarah y charlar con ella. Sin embargo, llegado el momento de los postres, me fue imposible librarme de la dama que se sentaba a mi lado, que porfiaba en explicarme con todo detalle la situación política en Indochina. Luego, en cuanto logré zafarme de ella, nuestro anfitrión se levantó y anunció que había llegado el momento de «los turnos...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte. Londres, 24 de julio de 1930
  3. Segunda parte. Londres, 15 de mayo de 1931
  4. Tercera parte. Londres, 12 de abril de 1937
  5. Cuarta parte. Cathay Hotel, Shanghai, 20 de septiembre de 1937
  6. Quinta parte. Cathay Hotel, Shanghai, 29 de septiembre de 1937
  7. Sexta parte. Cathay Hotel, Shanghai, 20 de octubre de 1937
  8. Séptima parte. Londres, 14 de noviembre de 1958
  9. Notas
  10. Créditos