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Gondolero, llévame a Nápoles.
FRANCO CALIFANO
Y es que ni siquiera nos habíamos dado cuenta, pero todo empezó porque, por desgracia, alguien tenía talento. ¡Yo!
¿Qué más se puede decir? Te pasas un montón de tiempo diciéndote: todo va bien. Pero las cosas no van nada bien, en absoluto. Casi nunca. Y tendría que terminar aquí, ya antes de empezar, si no fuera por esta nociva vanidad que galopa dentro de mí más aprisa que yo.
Me gustaría ser claro, pero no serviría de nada.
Tres arcadas y esas pequeñitas bolitas de sudor frío y amarillento que me acarician la frente baja, mi frente baja, la frente baja mía, de Tony Pagoda, alias Tony P., estos cuarenta y cuatro años colmados y orgullosos, que llevo a cuestas pero de los que no llevo la cuenta, porque si los contara sufriría mucho. Porque uno querría ser durante toda su vida un chaval: envejecer no es ninguna broma. En serio, no lo creo. Sin embargo, hay que tramitar el expediente de la vida. A base de lentos derrapes.
Nada, que yo soy uno de esos a los que, por avidez de etiquetas deficientes, se les llama «cantante de night club». Pero yo no soy ninguna etiqueta. Soy un hombre.
Aunque, visto en retrospectiva, ¿no habría sido mejor ser una etiqueta?
Me refocilo en este lujoso camerino que es tan grande como el salón de mi casa napolitana, con estos terciopelos rojos que abruman mi existencia, mientras estoy a la espera de celebrar el concierto más importante de esta mi suntuosa carrera que, lo sabe todo el mundo, me he venido construyendo paso a paso. Me arrodillo e intento contener el agua mineral que pugna por subírseme de nuevo desde el estómago hasta la palangana, la señal de la cruz, las manos unidas, gordezuelas y repletas de anillos de oro. Las palmas se pegan igual que imanes sudorosos. Estoy, en este momento, empapado de mí mismo.
Rezo, desempolvando los lejanos recuerdos de la primera comunión, pero no hay nada que hacer, ni un modesto padrenuestro. Por otra parte, la cocaína, si uno se la mete durante mucho tiempo todos los santos días, le hace picadillo la memoria, vamos, y no sólo la memoria. Y yo la coca vengo consumiéndola alegremente, sin descanso, desde hace veinte años. Luego te dices que las cosas no son así, en la barriada de la mente consideras que la memoria es un repatriado resistente, arremetes contra la evidencia, se va posando la sugestión, un refugio de polvo. El estupor, también, pero son destellos al ralentí. Y, de pronto, el tufo de la novedad.
De esta manera es como te van llegando los dolores atroces: esnifas hasta las cachas y al final te encuentras delante de ti distraídamente, fofa y genuflexa, a tu alma. Ese monumento invisible.
Pero no vas y te encuentras como quien no quiere la cosa con una oracioncilla, qué va, aunque me acuerdo de una frase que dije en cierta ocasión a una periodista con un buen par de tetas:
«Si a Sinatra la voz se la concedió Dios, entonces a mí, más modestamente, me la concedió San Genaro», eso fue lo que le dije.
En aquella época yo era presa de la vanidad de una forma general. Y si este concierto me sale bien, podría ser de nuevo un buen vanidoso.
Me levanto otra vez y me agarra otra arcada, igual que en un rodeo. Noto cómo me sube el gin-tonic número tres. No, nada de coca cuando canto. Eso es algo que puede permitirse Mick Jagger, que grita, corre y mueve el culo; en cambio, yo canto, yo tengo que notar cómo se me abre y se cierra esa papila que redobla como una caja orquestal y cómo oscila la cuerda vocal, que es, en definitiva, mi guitarra. Y esta arcada tiene un origen preciso, porque allí afuera, en primera fila, en la majestuosidad del Radio City Music Hall, asfixiado por el alcohol y por la experiencia, está nada menos que él, The Voice, listo para escucharme a mí, a este napolitano desconocido en América, pero que en Italia, Alemania, Rusia, España, Bélgica, Holanda, Brasil, Argentina y Venezuela parece que vaya cagando leches a base de ráfagas de ametralladora de elepés vendidos. A ráfagas de ametralladora, vamos.
Me esperan. Si hay algo que sé hacer yo en esta vida es hacerme esperar. Echando cuentas, lo sé hacer tan bien que, al final, no voy a llegar. Pero ésa es otra historia.
Es un aplauso que apesta a nostalgias del tipo ’O sole mio y a Munasterio ’e Santa Chiara lo que el público de sesentones italoamericanos está lanzando sobre ese escenario que sigue vacío, a la espera de la acostumbrada entrada triunfal. ¡La mía!
Es un público, este de los italoamericanos, al que conozco tan bien como mis nalgas. Un público alimentado a base de antenas orientadas hacia la tele italiana, entrenado a base de paletadas de regüeldos melancólicos. Uno puede fiarse de esta gente.
Mi pianista de toda la vida, Rino Pappalardo, me llama y toca a la puerta del camerino, con la mano entrenada y densa de un cuerno rojizo contra el mal de ojo. Ya es la hora.
«Voy enseguida», susurro, con una única cuerda vocal, mientras me observo la barriga desnuda y deforme, hinchada y peluda. Me miro de reojo en el espejo con ese ojito orgulloso que a tantas pavas demoliera y siento con un ápice de preocupación que no era éste el mejor momento, coño, que ese ojito marrón se me ha vuelto arrugado e inoportuno. Aunque sigue siendo astuto y oportunista, cínico y romántico a un tiempo. Conteniendo la respiración, me entreno para meter para adentro esta hinchazón. Con resultados desoladores. Remeto la camisa de seda dentro del esmoquin, luego me miro resuelto en este espejo delimitado por las muchas bombillas blancas, tan hierático y esperanzado como soy de carácter, y entonces ya vivo una orgía de emoción, miedo, angustia y excitación.
Rino insiste, llama nuevamente.
«Ya salgo, hermanitas, voy enseguida», digo yo.
Mientras, me tomo perdiendo el culo el gin-tonic número cuatro.
Avanzamos por el pasillo de neón que lleva hasta el escenario, igual que un alcalde y su consistorio, yo a la cabeza, Rino Pappalardo, Lello Cosa a la batería, Gino Martire al bajo, Titta Palumbo a la guitarra. Todos en esmoquin, todos expulsados de nuestras costumbres, todos emocionados hasta la médula, con la sórdida conciencia de que este concierto es más grande que nosotros.
En lo más íntimo, seguro que Titta está pensando que no sabemos leer ni una nota. Pero en lo más íntimo. Es éste un éxito que ha sido construido de oído.
«Me vendrían bien unas gotas de Ballantine’s», susurra Cosa a Martire.
«A lo mejor está entre el público», ironiza, aterrado, Martire.
«¿Quién?», babea, sordo, Lello Cosa.
«Ballantine, el propietario de la fábrica del mismo nombre», dice Gino Martire.
«Cerrad el pico», exijo yo. Y ya nadie dice nada más.
«Cuatro», se desgañita ronco Lello Cosa, y empieza más lenta de lo habitual la caja de la batería en 4/4. Que recupera, en la segunda vuelta, su velocidad normal. Desde las bambalinas miro torvo a Cosa. Durante la interminable intro de veinticuatro segundos, pienso, cruel, que esta sala es más grande de lo que yo recordaba, pero tengo un problema con la saliva, tengo demasiada saliva, y dentro de quince segundos empiezo, salgo a escena, ya falta menos: a tomar por culo la saliva, a tomar por culo la saliva, vade retro la saliva.
Tengo la impresión de que se ha estabilizado en los valores de la salamanquesa: once-cuarenta. Una palidez medieval me cruza el rostro, pero qué más da. Una salida de jaguar, en apariencia distraída, diría yo. Pero es que en salidas al escenario soy un maestro, un arcángel, podría escribir tratados, panfletos..., el aplauso hace que me tiemble la mandíbula, es un aplauso de day after, gracias a la ayuda del niñito Jesús me baja un poco la saliva, y mientras hinco el diente al micrófono sonrío al público jovial que ulula y reconoce Un treno per il mare.
Al final de la intro empiezo a cantar. Y después de dos lemas de amor asciende de nuevo el salvaje aplauso de los italoamericanos. Sigo teniendo demasiada saliva, rumio acongojado por la emoción, pero les doy por saco de todas maneras, siempre es así: el amor atonta siempre a esa gente, y nadie sabrá nunca que... demasiada saliva, demasiada saliva.
Y ahora las paredes de mi cerebro me golpean como batientes que hubieran quedado abiertos durante un temporal de viento. Busco con la mirada a Sinatra en la primera fila, no lo encuentro, ¿dónde coño está? Qué te juegas a que no ha venido, el pedazo de maricón.
Empiezo la segunda estrofa con medio segundo de retraso, lo recupero poco después y se consuma, en una mediocre ejecución, Un treno per il mare. Digo gracias y thank you y mientras lo digo localizo a ese Sinatra amoratado. Venga, Tony, hasta el fondo, me susurro a mí mismo, y Tony llega hasta el fondo cuando sube Una cometa nel cuore, una de esas piezas que partiría en pedacitos hasta el corazón de un asesino en serie sueco. Al cabo de dos acordes tengo más que claro que he derribado los muros de la emoción.
Y me pierdo en un pensamiento laico: cuando uno derriba los muros de la emoción, la vida se convierte en una bola de Navidad.
Y ahora, gallardo y pretencioso como el papagayo Portobello, permanezco encaramado cuatro tonos por arriba, en ese demencial agudo del estribillo, que ni el mismísimo Diamanda Galás, y es algo que hace vibrar las paredes del Radio City igual que un arpa tocada por un capullo, y el público italoamericano se parte carpos y metacarpos de trabajadores aplaudiendo, y las señoras garrulas se colocan las lágrimas a ras de pupila. Los rímeles corridos, desleídos como la margarina caducada. Algo que a uno le hunde el latido cardiaco si se ha enamorado alguna vez en la vida. ¿Y quién no se ha enamorado por lo menos una vez en la vida?
Y lo que pasa es que también Frank Sinatra, en primera fila, se coloca bien el pantalón de gabardina y se ríe y se divierte ante toda esta potencia vocal. Frank se divierte con más moderación, acostumbrado como está a la contención. Porque él es otra historia, se requiere algo distinto para sorprender a Frank, que conoce este carruselito de la vida por dentro y por fuera, del derecho y del revés. Y ahora pillo de frente a nuestro Frank, cruzamos las miradas, en un delirio orgiástico de desmesurada admiración entre colegas.
Estoy en el Olimpo, me cago en la puta, o por lo menos en el clan de Frank, medito.
El paraíso lo tengo a un paso ahora que estoy cantando como Dios, ahora que me siento Dios, por Dios, soy Dios con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia lo alto. En fin, que si Dios pudiera verlo, probablemente estaría ahora sujetándome el micrófono, a mí, a Tony Pagoda. Alias Tony P.
Así, como un Charlot de la música ligera, me voy de bracete con Nuestro Señor de las veintidós a las veinticuatro. Hora de Nueva York. En el escenario del Radio City.
Sinatra, borrachísimo, no se duerme. No sólo no se duerme, sino que ni siquiera echa una cabezada: a esto en mi pueblo lo llaman resultados. Claros y brillantes.
De todas formas, un torbellino de notas, piezas y pensamientos sincopados se suceden en mi cráneo pensativo y pienso que si no llego hasta el fondo ahora cuándo voy a llegar hasta el fondo...
Les sirvo Quel che resta di me y pienso que tengo los huevos cuadrados.
Desperdigo por las áreas Un giorno lei me penserà y pienso que tengo los huevos hexagonales.
Ahogo al público en sus propias lágrimas con una lancinante Non c’ero, amavo y pienso que este éxito, por Dios, toda la vida ha de durar, toda la vida... y que por eso esta noche tocan putas: esta noche, putas americanas, Nueva York está llena.
Y luego sobreactúo como sólo yo sé hacer con Lunghe notti da bar, y la canto metiéndome una mano en el bolsillo de la americana, y con los dedos jugueteo con la bolsita de cocaína de tres gramos. Dos mil personas que no se pierden ni un movimiento de mis párpados y que sin embargo no saben que yo, con esos deditos malos, jugueteo con la droga; esta noche, putas americanas, todo esto gravita en mi cabeza como un batido en la licuadora.
Estoy de coña, me río un poco de esos admiradores míos sesentones italoamericanos, si os pensáis que ahora voy desnudo, que dejo al desnudo emociones, sinceridad, siendo prisionero de vuestros resguardos de entradas pagadas, entonces es que habéis perdido el norte: no es así, incluso poniéndome encima todos vuestros ojos, nunca podréis conocer mi secreto, el secreto de los dedos que juegan con lo prohibido, con lo ilegal. Además, no se puede conocer nada, ni a las personas, ni los objetos, simplemente porque nunca se puede ver ni una cosa ni a una persona en su totalidad: si ves a alguien de cara no puedes verle la espalda, siempre tienes una visión parcial, aproximada, de todo.
Las existencias son sólo tentativas, por regla general hechas al tuntún.
Y de reojo veo, por mi parte, los movimientos en las sillas de mis espectadores, y veo ojos brillantes, manos de parejas de ancianos que se entrelazan para confirmar la propiedad de treinta años de matrimonio: no, no ha sido un error esta vida que hemos pasado juntos; ha sido una vida, una vidorra, repleta de emboscadas nocturnas, ofendida e infestada por disgustos y decepciones, pero valía la pena, y veo culos gordos de madres que se agitan emocionadas en las sillas, las habrán hecho de todos los colores, pero no está bien que se diga, y además el cura nos ha absuelto, a nosotras las madres. Deliro. Veo tradiciones, folklore, esperanzas, voluntades fuertes, estos capullos italoamericanos son un mundo en sí mismo, vuela Supertony sobre el agudo de Lunghe notti da bar. Las encuestas dicen que hoy se transgrede más: no es verdad, es que hoy se dice y antes no se decía. Se me puebla la cabeza de encuestas.
Y prodigo los bises como propagand...