1
Para mí Gema siempre ha sido el nombre de una muerta. Bueno, no siempre, desde hace unos treinta años, que es casi lo mismo. Murió a los quince. Dos años después murió mi padre. Sin embargo, sobre su nombre no cayó ninguna maldición. Soy capaz de oír a mis hijos interpelar a sus padres sin pensar en el mío, sin sentir ninguna pena ni extrañeza, y cuando alguien pronuncia su nombre, «Esteban», solo pienso: «Mira, como papá.» En cambio, cuando me presentan a alguna mujer llamada Gema y al levantar la mirada no reconozco la hermosa melena oscura, la tez pálida y los ojos inquisitivos y burlones de mi amiga, pienso: «No, tú no eres Gema. En absoluto.»
¿Qué quiere decir Gema? ¿Piedra? ¿Como piedra preciosa? ¿Una gema? Gem, ¿en inglés? En Inglaterra no hay nadie que se llame Gem, pero creo que hay unas cuantas «Gemas».
Ambas muertes tuvieron lugar en el mismo escenario, el viejo patio del colegio, aunque luego los dos fallecieron en un hospital, claro.
Mamá vino a la escuela especialmente para contarme que papá estaba gravemente enfermo, y a continuación tomó un avión para ir a pasar el fin de semana a Londres, con unos amigos. Me hizo salir de clase y en el patio vacío me comunicó que lo que iba a ser una operación rutinaria de estómago se había convertido en una sentencia de muerte. No se le ocurrió cancelar el viaje. «Nunca pensé que te afectaría tanto», se excusó después en un millón de ocasiones a lo largo de los años.
No había vuelto a pisar aquel patio. Había pasado por delante algunas veces, no muchas, porque a pesar de no estar muy lejos de mi casa ya no formaba parte de ninguno de mis circuitos habituales. Todos tenemos tres o cuatro caminos que siempre tomamos, para ir al centro, para ir al colegio, para ir a Cadaqués, para enamorarnos, para regresar. Si los marcásemos en un mapa con un bolígrafo rojo, como se marcan las venas en algunos dibujos anatómicos del cuerpo humano, veríamos que son casi siempre los mismos, que pasamos la vida entera en una misma mano, yendo y viniendo del índice al pulgar y del pulgar al índice o recorriendo el fémur de arriba abajo una y otra vez.
Descubrí que mi madre estaba enamorada del que sería su último amor un día regresando a casa en coche después de haber ido de compras, cuando me pidió que alterase nuestro recorrido habitual y subiese por otra calle porque alguien le había dicho que así llegaríamos antes.
–Qué idea tan rara –exclamé mientras le obedecía–. Pero si siempre vamos por allí. Es nuestro camino.
Y de repente, en el mismo instante en que la idea disparatada, fulgurante y cierta se me pasó por la cabeza:
–No estarás enamorada, ¿verdad?
No hay demasiadas cosas que alteren el curso de nuestros pasos, tan firmes y decididos.
El patio era de cemento y estaba rodeado de unos edificios prácticos, sobrios y un poco mazacotes de color arena. Aunque quizá, de todos los sitios del mundo, el que menos importa que sea feo sea el colegio. Los adolescentes solo se preocupan por su propia apariencia –y por la de sus padres mientras la consideran una extensión de la suya– y jamás oí a ningún alumno quejarse por estudiar en un edificio tocho y sin gracia. Nos hubiese dado lo mismo estar en un palacio. La única vegetación consistía en unos setos bajos colocados en lugares estratégicos –para dividir o señalar distintos espacios, a la entrada de la escuela, entre el patio superior y el campo de deportes–, unos matorrales con hojas de un verde intenso y reluciente que los estudiantes arrancábamos y desmenuzábamos distraída y concienzudamente, como años más tarde fumaríamos cigarrillos y miraríamos de reojo a los chicos, dejando a nuestros pies un mosaico verde muy poco ecológico. El día que la dirección del colegio se percató de que estábamos deforestando el patio mandó una circular en la que se prohibía arrancar una sola hoja del recinto estudiantil. Una amplia escalera de piedra, vestigio tal vez de la finca que el colegio había venido a sustituir, descendía hasta el patio inferior, donde estaban la cantina, la pista de atletismo, el gimnasio y las duchas. Allí, delante del árbol más alto del colegio, una palmera seca y recta como un palo que parecía querer empujar el cielo, nos hacían también las fotos anuales de la clase.
Siempre nos avisaban con unos días de antelación para que tuviésemos tiempo de planificar un atuendo pulcro y adecuado, pero como éramos adolescentes y por lo tanto nos sentíamos a la vez los más guapos y los más feos del mundo, no hacíamos ni caso. Todos íbamos vestidos como siempre.
Quizá sea por eso por lo que esas fotos encierran a menudo una profunda verdad, en ellas se vislumbra borrosamente, en medio de la niebla, como en una bola de cristal, quiénes somos y seremos. Si uno se fija, ya todo está allí: la determinación, la curiosidad, la timidez, la alegría, la confianza, el orgullo. Nadie escapa en esas fotos, deberían ser nuestras fotos de carnet hasta la eternidad.
Aquel día había ido a comer a casa, las clases empezaban a las tres y media, pero había llegado antes para pasar un rato con mis amigas en el patio. Casi no teníamos amigos chicos, no había color, una amaba locamente a sus amigas, ellos en cambio parecían ir siempre a la zaga. Eran amigos precisamente porque no podíamos amarlos, porque los hombres con los que soñábamos eran más extraños, más indiferentes, más rubios, más morenos, más oscuros y tenebrosos. Nuestras amigas, sin embargo, a pesar de los conflictos, las peleas y los disgustos, eran la perfección personificada.
Empezaba a hacer calor, el cielo estaba despejado y las copas de los árboles se habían cubierto de diminutas hojas verdes que una brisa suave, levemente marina, agitaba.
En un primer momento no la vi, hacía meses que Gema no venía al colegio, y ya no éramos tan amigas como antes. En el Liceo Francés pensaban que deshacer las clases cada año y mezclar a los alumnos servía para desarrollar la sociabilidad y la capacidad de adaptación. Hacía años que no compartía aula con mi antigua amiga de infancia, y aunque las dos estábamos metidas en la misma búsqueda fundamental, averiguar quiénes éramos, habíamos tomado direcciones muy diferentes para descubrirlo: yo la de la rebelión, ella la de la cautela.
Nos habían dicho que estaba enferma, había oído rumores, pero en mi vida cotidiana no había cambiado nada, no había ningún pupitre vacío, ningún silencio incómodo al pasar lista, ninguna sensación de ausencia. Solo sentía un ligero malestar cuando pensaba en ella o cuando, con los ojos muy abiertos, elucubraba con mis amigas sobre su dolencia, pero no era más que una nubecita gris en el horizonte despejado y radiante de la adolescencia.
Estaba muy erguida. Parece más alta, pensé. ¡Y qué pálida está! Siempre había sido muy blanca, pero su tez, antes lechosa y sonrosada, igual a la de las princesas de los cuentos de hadas, había virado al gris. Era como si un velo color humo se hubiese posado sobre su rostro confiriéndole un tono ceniciento y apagado; solo relucían, arrasados y líquidos, sus ojos (son lo último que se muere, los ojos). Sus mejillas, redonditas y mullidas, se habían fundido, los pómulos le sobresalían como navajas y la nariz, que siempre había sido larga y fina, se había vuelto un poco aguileña. Era como si un vampiro le hubiese clavado una pajita en el brazo y se la hubiese bebido entera, pensé, hasta la última gota.
Debo ir a saludarla, me dije, no queda más remedio. Muchos años después me ocurrió lo mismo con Ana, una de las mejores amigas de mi madre, al enterarme de que estaba en el hospital («tengo que ir a verla inmediatamente, ahora, sin dilación, no queda más remedio»), pero por entonces ya había vivido lo suficiente para saber que no iba a saludarla sino a despedirme. No lo sabía en el caso de Gema, nunca me había despedido de nadie.
Así que me aparté de mi grupito de amigas parlanchinas y me dirigí hacia ella con decisión y pánico, supongo que, aunque suene contradictorio, se podría decir que hui hacia ella. Por primera vez en mi vida me comporté como un adulto, como pensaba que se comportaban los adultos. Éramos amigas desde los cuatro años, la había visto oficiar una boda en el patio de los pequeños, fabricamos los anillos de los novios unas horas antes en el refectorio utilizando una piel de plátano –nos pareció la idea más genial del mundo–. Había sido invitada a los formidables banquetes de cumpleaños que le preparaba su padre en el restaurante. Sabía que estaba enamorada en secreto de un chico pelirrojo y despistado que tocaba la guitarra. Conocía su risa escandalosa. Todavía resuena, aunque ya muy lejana, en mis oídos.
A los quince años ya sabemos todo lo que sabremos sobre la amistad, no mejoramos como amigos, en todo caso empeoramos. El amor sentimental tal vez se pueda ir perfeccionando con el tiempo, pero la amistad no, la amistad alcanza su plenitud radiante y absoluta en la infancia. Así que me puse a su lado y dije su nombre en voz baja, Gema, Gema. Entonces ella se dio la vuelta y me miró con dulzura. No pareció sorprendida de verme, fue amable y cariñosa como siempre, debajo de aquel disfraz de bruja de las tinieblas, seguía siendo ella. No hablamos de nada importante o interesante, nos comportamos como dos adultos que se encuentran por la calle y uno de ellos está gravemente enfermo.
–¡Ah! ¡Tienes buen aspecto! –le dije yo, la inmortal.
–Sí, sí, estoy mejor, mucho mejor, gracias –me contestó.
–¡Qué alegría verte!
–Sí. –Sonrió.
–A partir de ahora todo irá bien, ya verás.
–Claro que sí.
–Y con este buen tiempo –añadí, levantando la nariz hacia el cielo.
–Sí, sí, hace muy buen día, parece que ha llegado la primavera –dijo ella.
Nos comportamos como adultos, no dijimos nada de lo que pensábamos. Nuestros padres y todas las personas responsables de nuestra esmerada educación se hubiesen sentido orgullosos de nosotras, ni ellos mismos lo hubiesen hecho mejor. No volví a verla nunca más.
2
Óscar no quería ir a cortarse el pelo. Durante años había ido a la peluquería encantado de la vida. El gesto, casi adulto, de placer y relajación que se le dibujaba en el rostro cuando antes de aclararle el pelo, con la cabeza todavía llena de espuma, la peluquera le hacía un masaje siempre me hacía sonreír. «Será un disfrutón, como nosotros», decíamos con su padre. Pero de pronto un día, influenciado por algún rapero o deportista, decidió que se quería dejar el pelo largo. Como ya tenía once años y era muy terco y presumido, yo había decidido no meterme en sus decisiones estilísticas. De todos modos, la mayoría de los días iba mejor vestido que yo. Cuando me hablaba de posibles tatuajes o de agujerearse una oreja, le respondía que esos eran asuntos para tratar a partir de los dieciocho años, no antes, como sacarse el carnet de conducir o ir a votar.
Lo miré con un poco de pena, sentado en el sofá, de perfil, jugando y aparentemente hablando con el televisor. ¡Con lo guapo que es!, pensé. Unos días antes, su padre lo había convencido por fin para ir a cortarse las puntas a la peluquería del barrio, yo era la máxima defensora de la vida de barrio –pasaba semanas sin salir del mío– para todo menos para lo importante. Así que Óscar había salido de la peluquería china de la esquina con un lado del flequillo más largo que el otro y con unos extraños tirabuzones enmarcándole la cara. No pude evitar preguntarle a su padre si por casualidad habían ido a una peluquería especializada en cortes para rabinos, pero no le hizo ninguna gracia. A veces se notaba que hacía un esfuerzo sobrehumano para que nada de lo que yo dijera le hiciese gracia. En cambio, cuando le contaba alguna desventura, siempre opinaba que el que me había agraviado tenía toda la razón del mundo. No hay nada tan difícil como hacer reír a un exnovio cuando todavía te quiere.
En cambio, Marc, mi hijo mayor, que acababa de cumplir diecisiete años, se arreglaba el pelo solo desde que era pequeño. Le había pedido un millón de veces que nos cortase las puntas a su hermano y a mí, incluso le había comprado unas bonitas tijeras de peluquero profesional, doradas y rutilantes, y le había ofrecido dinero para cortarme el pelo. Pero mis hijos no eran sobornables, ni especialmente caprichosos, ya lo tenían todo. Un día, maravillada ante la armonía perfecta de sus rizos, redondos y rubios como granos de uva al sol, le pregunté cómo se igualaba los mechones de la nuca.
–Pues al tacto, ¿cómo quieres que me los corte si no? –respondió como si se tratase de una obviedad.
Ningún hombre había logrado hacerme sentir estúpida, pero para mis hijos era un pozo sin fondo de ineptitud práctica que yo, por otro lado, no tenía la menor intención de corregir, después de todo, ¿quién sabía abrir el capó del coche, hacer patatas fritas perfectas y encontrar las cadenas de pago en el televisor? En cambio, cuando compartía con ellos mi auténtica inquietud, no sé escribir, no sé escribir, no sé escribir, se abrazaban y rodaban por la alfombra muertos de risa.
–Me voy al teatro –dije–, no volveré tarde.
Ninguno de los dos me contestó, así que lo repetí un par de veces más, «me voy, me voy». Mis hijos vivían con unos cascos permanentemente pegados a las orejas, nunca estaba segura de que me hubiesen oído, y la mayor parte de las cosas que decía quedaban en suspenso. ¿Me habrán oído?, me preguntaba mientras los observaba atentamente en busca de alguna señal de reconocimiento. Nuestras conversaciones casi nunca eran como un partido de tenis, pim pam, pim pam, se parecían más a una travesía por mar en un día de viento.
La llegada de los cascos había coincidido con las primeras clases de piano de Marc. Yo nunca le habría inscrito a clases de música porque en casa nadie había tenido el menor oído musical, más bien todo lo contrario, pero un día vino a visitarnos el vecino de abajo, Bosco, que era un gran melómano e incluso cantaba en una coral. Mientras tomábamos el té, me contó que Marc se había descargado una aplicación para tocar el piano y que estaba aprendiendo por su cuenta. Como a cortarse el pelo, pensé yo. ¡Qué extraños eran los hijos, qué ilusión hacía descubrir en ellos cualidades inexistentes en sus progenitores! A través de ellos había conocido mejor a sus padres. Cualidades que en los padres solo estaban latentes, medio dormidas o incluso ocultas, eclosionaban en los hijos con extraordinaria fuerza y vitalidad. La coquetería y el infalible ojo de Óscar, su curiosidad y capacidad para captar la esencia de una persona en tres minutos, la terquedad de ambos (a mí se me podía convencer de casi cualquier cosa). El sentido del deber de Marc, sus silencios, su vida profunda e insondable, su infinita amabilidad con los extraños; el ligero esnobismo –achacable a mí más que a su padre– del uno y la indiferencia a las apariencias del otro; el sentido del humor de los dos. Sus defectos –cierto egoísmo e indiferencia por muchas de las cosas que no les afectaban de un modo directo– resultaban menos interesantes, ya que eran comunes a la mayoría de las personas de su edad y, por lo tanto, esperaba yo, transitorios y perdonables. Poder observar cómo aquellos dos niños se convertían en adultos me parecía un experimento tan apasionante como la llegada del hombre a la Luna.
–¿Por qué no lo apuntas a la escuela de música del barrio? Mis hijas van y están contentas –sugirió Bosco.
Yo ignoraba que Marc se hubiese descargado un curso de piano. Evitaba mirar las pantallas de los aparatos electrónicos de mis hijos, siempre temía que estuviesen haciendo alguna de las cosas horripilantes y maléficas que según los periódicos y los psicólogos infantiles se podían hacer desde un ordenador. Nunca había sentido el menor deseo de saber más de lo que los demás querían contarme. No me parecía que el ansia por conocer hasta el último detalle de vida secreta de las personas amadas fuese una verdadera muestra de cariño o de interés. ¿Acaso no era más bien una falta de confianza, una señal de ingenuidad y un deseo oculto de controlar al otro? ¿Acaso no era importante también el pudor?
En el dispositivo musical que compartíamos, la música moderna y comercial me correspondía a mí, mientras la clásica y refinada era de Marc. Algunas ve...