III
Primer día del juicio. La víspera he preparado cuidadosamente mi apariencia, ropa favorecedora, discreta, cómoda, me he depilado, me he lavado el pelo, me he puesto crema en las piernas. Tengo una cita conmigo misma.
Fuera, el cielo encapotado anuncia chaparrón, me voy volando en bicicleta entre los charcos que ha dejado la noche, con los ojos irritados y el corazón preparado. Las calles están vacías. Frente a un liceo, una pirámide perfecta de contenedores de basura verdes anuncia la movilización futura contra una nueva Ley del Trabajo. En cuanto llego a la Île de la Cité, cae el chaparrón, ato mi bicicleta a una barandilla, corro a refugiarme en un café donde me encuentro con mi madre y su sonrisa inquieta. Inspiro con fuerza, exhalo el aire a bocanadas breves y aceleradas, observo los rostros de las otras mujeres jóvenes que están en la barra, ¿Quiénes son las otras víctimas? Tras tomarnos el café, atravesamos el Boulevard du Palais, cruzamos el arco de seguridad, la amplia escalinata de piedra, la solemnidad gris del gran vestíbulo, la escalera K, los gendarmes de guardia. Entro en la sala Victor Hugo.
Es una estancia revestida de madera oscura con recámaras laterales y el techo gris azulado cargado de símbolos en estuco. Las recámaras del lado derecho albergan ventanas anchas que se asoman a la escalinata de piedra, a las altas verjas y al Boulevard du Palais. En una de las del lado izquierdo está dispuesto el banquillo de los acusados, un espacio cerrado con madera y cristales ahumados. Giovanni Costa se colocará ahí, en breve, y, desde esta tarima, mirará hacia los bancos destinados a las partes civiles. Solo podrá ver nuestros perfiles, salvo si decidimos girarnos hacia él. A su lado, la secretaria judicial, cuya mesa forma el extremo del arco en el que se situarán los miembros del jurado, cuyo presidente, en el centro, estará flanqueado por sus dos asesores. En el otro extremo, la mesa del fiscal y la mesita del alguacil. Además, a cada lado del pasillo central, pesados bancos barnizados, a la izquierda, para la defensa, a la derecha, para la acusación. En la parte de atrás, una larga balaustrada y, detrás de ella, tres filas estrechas de sillas que se van ocupando. En el centro, el estrado. Garita minúscula de cobre y madera, timón pulido por todas esas manos que se han asido a él, ombligo. Ahí, se jura hablar sin odio y sin miedo, decir toda la verdad, y nada más que la verdad, ahí, las palabras pesan, las palabras determinan vidas enteras.
La sala suena con el murmullo de las conversaciones y de los abrigos colocados sobre las rodillas. Somos muchas, me digo, estamos acompañadas.
Giovanni Costa entra en el espacio reservado a los acusados. Lo miro a la cara y no lo reconozco, no reconozco nada del hombre de mayo en este viejo desaliñado, vestido con una chaqueta de chándal de nailon, una camiseta gastada, con una calva rodeada de pelo gris, ojos hundidos, no reconozco a este hombre con algo de tripa al que le cuesta sentarse, pero aun así lo miro a la cara, no consigo apartar mi mirada, de repente sus ojos cobran vida y, desde su trono, escruta, una a una, metódicamente, a las personas sentadas en la sala. Me duele el estómago, me asusto, nos está buscando, me cuesta respirar, su mirada se acerca, estrujo la mano de mi psiquiatra sentada a mi lado, va a verme, no logro girar la cabeza; de repente sus golpes caen sobre mí. Ha hundido sus pupilas duras en las mías y todos mis músculos se han tensado, tengo el cuerpo acribillado por el odio, me cuesta recobrar el aliento; el señor de la escalera, el hombre del mes de mayo, el hombre de hace veintiséis años y de cada día pasado desde entonces, es él. Giovanni Costa.
Cuando entra el presidente, la sala se pone en pie y luego toma asiento en silencio y, mientras desgrana los veinticuatro nombres de los jurados de esta sesión de la cour d’assises, comprendo poco a poco que las personas del público no son las víctimas y sus allegados, son los fulanos que van a ser elegidos al azar para decidir nuestra suerte.
Tras algunas recusaciones, la sala se queda casi vacía. Seis jurados se colocan alrededor del presidente. Un guapo treintañero de barba recortada. Un hombre de cara rechoncha y mirada tierna. Un hombre mayor cansado. Una mujer elegante con permanente. El doble de Charles Berling.13 Una mujer de ojos vivos, enmarcados por un par de gafas.
Cuatro jurados suplentes. Un joven digno y vestido con esmero. Una señora mayor bajita de pelo blanco, recogido con una cinta negra ancha. Una jubilada juvenil y dinámica. Una mujer de cara redonda enmarcada por mechones castaños.
El presidente no deja traslucir nada bajo su larga toga roja y su máscara de presidente, habla pausadamente con palabras afables y medidas.
El fiscal es inmenso, barba corta gris y gafas de concha.
Como el abogado que asistía a Giovanni Costa durante la instrucción se retiró, dos Secretarios de la Conferencia aseguran su defensa. Su talento oratorio los ha hecho merecedores de ejercer como abogados de oficio hace dos semanas y, si bien las mil setecientas noventa y cuatro páginas del caso Costa entran en una memoria USB, no han tenido demasiado tiempo para evaluar a su cliente. En cuanto el presidente los cita, Costa se pone en pie y los recusa. El presidente le objeta que, aunque tiene derecho a pedir a sus abogados que mantengan silencio, en la cour d’assises no puede asumir su propia defensa. Costa hace una broma de mal gusto sobre las bellas mujeres. Me cuesta entenderle, habla con un fuerte acento italiano.
Al oír su nombre algunas víctimas citadas como testigos se ponen en pie y luego se retiran. Cuando nadie responde a la llamada, Prosiga, dice el presidente, cada vez más perplejo a medida que crece la lista de las ausentes. Del exterior llegan silbidos y retazos de eslóganes entonados por el largo cortejo de manifestantes que desfilan por el bulevar. Sentadas en silencio en el banco de la parte civil, estamos dos, una mujer joven de contornos angulosos y mirada suave, y yo.
Giovanni Costa reina.
El presidente empieza a leer al tribunal los cargos de acusación y, al segundo Haber, en París, el 13 de mayo de 1990, en todo caso en territorio nacional y desde fecha no cubierta por la prescripción de la acción pública, por violencia, coacción, amenaza o sorpresa, cometido un acto de penetración sexual en la persona de Adélaïde Bon, en el caso de autos, específicamente, al introducir un dedo en el sexo de la víctima, con la circunstancia de que los hechos fueron cometidos con una menor de menos de quince años, al haber nacido el 1 de marzo de 1981, al segundo, Costa salta y, con las manos agarradas al cristal ahumado, grita:
–¡Tú eres el violador de niñas, colega!
estoy en la escalera de mi edificio
aterrorizada
paralizada
ya no puedo respirar
–Señor Costa, podrá expresarse después.
–Cabrón, violador de niños, todo mentira, ¡no soy un violador!
–Señor Costa.
–Dices chorradas, ¡que te den por el culo!
–Señor Costa.
–¡Aquí no hay nadie! ¿Dónde están las víctimas? ¿Dónde están las partes civiles? ¡Mamón!
–Señor Costa, cálmese, de lo contrario me veré en la obligación de apartarle de la vista de hoy.
–¿Dónde están ellas, mamón? ¡Bastardo! ¡Esclavo de Italia! ¿Dónde están?
Dos gendarmes lo sacan del banquillo. Mi cuerpo se quiebra.
Vuelve la calma y el presidente prosigue la lectura del martirologio, no oigo nada, sollozo.
Ahora que el juez ha nombrado el crimen, que el acusado ha mostrado un poco de su violencia habitual y que la víctima se ve sacudida por sollozos antiguos,...