Una casa de tierra
I. Resina seca
El viento de las llanuras altas entonó un cántico agudo y solitario a través de las hojas de las juncias secas. Había cosas sueltas que se movían en el aire, pero el polvo se hallaba suspendido en él muy cerca de la tierra.
Era ya de día. El cielo estaba azul. Unos cuantos nubarrones hinchados y de aspecto blanquecino arrastraban su sombra como sábanas oscuras por la tierra llana de Cap Rock. Cap Rock es ese despeñadero tortuoso de piedra caliza, roca de arena, mármol y sílex que divide las llanuras del oeste bajo de Texas de las llanuras del norte alto del panhandle. Los cañones, los lechos secos de los ríos, los arroyos arenosos, las zanjas, las barrancas que con el despeñadero de Cap Rock forman el cementerio de las civilizaciones indias del pasado, los campos de pruebas de hordas de murciélagos de alas de cuero, campos resecos llenos de huesos y dientes de tamaño monstruoso, campos donde posarse, y anidar, y donde cría la gran águila parda de cabeza pelada. Guaridas de serpientes de cascabel, lagartos, escorpiones, arañas, liebres, conejos de cola de algodón, hormigas, mariposas cornudas, lagartos cornudos y vientos y estaciones lacerantes. Todo ello nacido del despeñadero de Cap Rock y rebosante de vida y movimiento en unión de todo lo demás, y de los esqueletos momificados de pobladores primitivos de todos los colores. Un mundo próximo al sol, más próximo al viento, los nubarrones, las riadas, los barros espesos, las cosas polvorientas y secas que pierden pie en este mundo y hacen volar y rodar alambradas como si fueran plantas rodadoras, y dan su último brinco terrenal allá en el viento del norte, en las planicies altas del norte, que descienden hasta las llanuras algodonosas –más arenosas– que empiezan a formarse al oeste de Clarendon.
Un mundo de grandes casas de piedra de doce habitaciones, casas de madera de diez habitaciones, y un mundo de casuchas. Hay más casuchas pandeadas y podridas que bonitas casas de madera, y todas las casuchas miran a las casas más grandes y las maldicen, les gritan, les aúllan y les hacen preguntas sobre la podredumbre, la suciedad, el dolor, la miseria, la decadencia de la tierra y de las familias. Estallan todo tipo de peleas entre las casas más pequeñas, entre las casuchas y las casas más grandes. Y esto es válido también en la ciudad, donde las casas están pegadas unas a otras, y para las tierras de las granjas y los ranchos donde el viento sopla alto, ancho, airoso, y las casas están muy separadas unas de otras. El viento azota todo este escenario. Y la gente trabaja duro cuando sopla el viento –e incluso batalla con más fuerza cuando el viento sopla–, y éste es el seno del cañón, el lecho emblemático, el camastro plano tendido en la tierra donde el propio viento tuvo su nacimiento.
Las tierras rocosas que rodean el despeñadero de Cap Rock se hallan en su mayoría alisadas por las cosas suicidas que las azotan. El propio despeñadero y los cañones que van a dar a él son bancos de arcilla y estratos de arena, depósitos de grava y rocas de sílex, de arenisca, mezclas volcánicas de lavas secas, y en algunos lugares el despeñadero exhibe una peluca de hermosas juncias que atraen a algún búfalo, antílope o res que se ha alejado de los pastos, y que luego se desliza bajo las patas y envía más carne y sangre a las moscas y los buitres, más comida caliente despeñadero abajo a los colmillos blancos de los coyotes, los lobos, las zarigüeyas, los mapaches y las mofetas.
El viejo abuelo Hamlin horadó un hueco en la tierra para que su mujer estuviera a salvo de las inclemencias del tiempo y de los hombres. Lo abrió como a un kilómetro del borde del despeñadero de Cap Rock. Amaba a Della tanto como amaba a su tierra. Criaron a cinco de sus hijos e hijas en aquel recinto subterráneo. Y levantaron una casa amarilla de seis habitaciones a unos metros de él. Vinieron cuatro hijos más a aquella casa amarilla de seis habitaciones, y él llevó a todos sus hijos varias veces por el borde del despeñadero abajo, mientras apuntaba hacia el cielo y les decía: «Esas dos viejas águilas que vuelan en círculo allá a lo lejos, estaban ahí volando en círculo la mañana en que empecé a cavar el refugio, y pase lo que pase, hijos míos, y os suceda lo que os suceda, no os apresuréis, no os preocupéis en absoluto, porque esas mismas águilas nos verán llegar y nos verán partir a todos nosotros.»
Y la abuela Della Hamlin les dijo: «Haceos con un trozo de tierra. Un trozo de tierra como ésta. Y pelead. Pelead para conservarla como conservamos ésta. La madera se pudre. La madera se descompone. Éste no es un país para aferrarte a nada que sea de madera. Éste no es un país de árboles. Ni siquiera es un país para arbustos, ni para matorrales. En esta franja de tierra no puedes pelear demasiado para conservar lo que está hecho de madera, porque el viento y el sol y la intemperie hacen estragos en la madera. No puedes luchar en condiciones a menos que tengas los dos pies en la tierra y aquello por lo que luches esté hecho de tierra.» Y de vuelta hacia casa por el camino que bordea Cap Rock, les decía: «Lo que más me ha preocupado siempre es que construimos una casa de madera y no de tierra. Nuestro viejo refugio es de tierra y ha sobrevivido a cien casas de madera.»
Los hijos, uno tras otro, fueron casándose y dejando la casa paterna. Desde el porche delantero de su vieja casa la abuela y el abuelo Hamlin podían ver las siete casas de sus hijos e hijas. Dos habían dejado las llanuras. Un hijo se fue a California a cultivar nueces. Una hija se fue a vivir a Joplin con un minero del zinc y del plomo. Balanceándose en su mecedora del porche, Della decía: «Me duele en el alma mirar ahí enfrente y ver a los de mi sangre viviendo en esas viejas casas de madera.» Y el abuelo fumaba su pipa y contemplaba cómo se ponía el sol y decía: «No te preocupes por ellos, Del, no han hecho más que escoger el camino fácil. No son capaces de ver treinta años más allá de sus narices.»
El verdadero nombre de Tike Hamlin era Arthur Hamlin. Della y el abuelo le pusieron el nombre de pequeño Tyke1 el día en que nació, y desde entonces había sido Tike Hamlin. El nombre de Arthur se había helado y convertido en un largo carámbano, y, tras derretirse al sol y desaparecer, había caído en el olvido, y ni siquiera sus propios padres pensaban en el nombre de Arthur más que cuando había que firmar algún papel legal o algo parecido.
Tike era el único de toda la tribu Hamlin que no había nacido en lo alto de Cap Rock. Había una pequeña casucha oblonga de dos piezas en un cañón de derrubio donde su madre había plantado varias ramas de ciruela de yema silvestre cerca del umbral. Había sacado las raíces de ciruela de yema y las había mascado para hacer hebras de aspirar rapé, que luego utilizó para limpiarse los dientes. La casucha se fue derrumbando de tal forma que Della empezó a tener miedo de las serpientes, los lagartos, las moscas, los mosquitos y los bichos de todo tipo, además de los coyotes y sus aullidos, y convenció a su marido para que construyera una casa de cinco habitaciones en los seiscientos cuarenta acres de nuevos trigales a apenas dos kilómetros al norte –en línea recta– del refugio subterráneo.
Tike era un individuo medio, medio sabio y medio ignorante, sabio por las lecciones aprendidas en la lucha contra las inclemencias del tiempo y en el trabajo de la tierra, sabio para las triquiñuelas de los hombres, las mujeres y los animales, y demás cosas de la naturaleza, sabio en barruntar una ventisca, un aguacero, una sequía, el cambio brusco del fuerte viento, sabio en cómo hacer amigos, en cómo pelear contra los enemigos. Ignorante en las cosas de las escuelas. Era un hombre nervudo, de pegada dura, muy trabajador. No había ninguna grasa sobrante en su panza, porque la quemaba demasiado rápido para que pudiera formársele. Medía un metro setenta y tres y era de complexión robusta, aunque indolente en sus actos, de músculos fuertes y huesos y pulmones sólidos, pero con una gran vena de holgazanería en alguna parte de sí mismo. Era de natural risueño, amigable, de trato fácil, jovial, pero utilizaba la misma sonrisa para confundirte si te odiaba, y después de una pelea a puñetazos te sonreía con su pequeña sonrisa con independencia de si salía mejor o peor parado. De jovencito, Tike se metió en todo tipo de peleas por cualquier motivo, y desgarró todo tipo de ropa y volvió a casa con todo tipo de cortes y hematomas. Pero en la actualidad tenía treinta y tres años y estaba casado; su mujer, Ella May, le había enseñado a no pelearse y destrozar una ropa de cinco dólares a menos que tuviera un motivo de diez dólares.
El trabajo duro le llegaba a rachas y las ensoñaciones holgazanas le venían luego para curarle los músculos cansados. Era un hombre ensoñador con una tierra ensoñadora a su alrededor, y un hombre con ideas tan colosales, tan numerosas, tan descabelladas y tan ordenadas como las estrellas de la gran noche oscura que podía contemplar en torno. Sus manos eran grandes, nudosas, huesudas, y su piel era como cuero, y las señales de sus treinta y tres años de sudor salado las llevaba talladas en las arrugas y en las venas. Las manos las tenía llenas de cicatrices, y cubiertas de viejos tajos, de callos, de cortes, de quemaduras, de ampollas que le quedaban de ganar y de perder y de llevar grandes pesos.
Ella May tenía la misma edad que él: treinta y tres años. Era menuda, de miembros y ánimo recios, sólida sobre los pies, trabajadora veloz. Era una mujer que se movía y que se movía rápido, y que siempre estaba en movimiento. El pelo negro le caía por debajo de los hombros, y su piel tenía esa tonalidad rojiza de las pieles curtidas por el viento. Despertaba a Tike de sus sueños dos o tres veces al día, y le reprendía para que siguiera moviéndose. Parecía hecha de la materia del movimiento mismo. Era energía que se desplazaba a un lugar determinado para trabajar. Fuerza que se desplazaba por el mundo en dirección a su objetivo. Las dos manos le dolían y se movían con un dolor nervioso cuando no había trabajo.
Tike volvió apresuradamente del buzón agitando al aire un sobre castaño.
–¡Ven! ¡Ven! ¡Mira! ¡Eh! ¡Elly May! –Las suelas de los zapatos resbalaron sobre el suelo duro al subir apresuradamente por el patio–. ¡Mujer!
El suelo que rodeaba la casa estaba muy gastado y alisado por el uso, apelmazado por las pisadas, y aún más por las lluvias, y aún más por el agua jabonosa arrojada sobre él de multitud de cubos y baldes. El suelo del patio estaba cubierto por una capa de cera blanquecina, que en algunos puntos había calado unos centímetros en la tierra. El fuerte olor a ácidos y lejías ascendió desde la tierra y penetró en la nariz de Ella May mientras acarreaba dos pesados bidones vacíos de setenta litros de nata a través del patio.
–Pequeñooo... –Ella May alzó la vista hacia el sol, y luego más allá de los bidones de nata, hacia Tike, y luego hacia la casa–. El agujero ese apesta.
–Mira –dijo Tike, metiéndole el sobre en la mano–. Ya no apestará mucho tiempo más.
–¿Por qué? ¿Qué va a cambiarlo tan rápido, tan de repente? Mmm... –Bajó la vista para mirar la carta–. Mmm... Departamento de Agricultura de los Estados Unidos. Mmm... Venga. Tenemos que traer otros cuatro bidones del molino. Los he estado limpiando.
–Mira ahí dentro. –La siguió al molino y le puso la barbilla en el hombro–. Dentro del sobre.
–Coge dos bidones, chico grande.
–Mira la carta.
–No voy a parar de trabajar para leer ninguna carta de nadie, y menos de ningún Departamento de Agricultura. Además, tengo las manos mojadas. Coge esos dos bidones y ayúdame a ponerlos encima de ese banco de al lado de la ventana de la cocina.
–¿La ventana de la cocina? No tenemos cocina. –Tike cogió dos bidones por las asas y echó a andar con ellos junto a su mujer–. Cocina... Tonterías.
–Hago como que es mi cocina. –Se encorvó de hombros bajo el peso de los bidones–. Es lo más cerca que hemos estado nunca de tener una, al menos. –Había en su voz un ligero suspiro de tristeza cansada. Sus palabras se apagaron y el único sonido que podía oírse era el de las suelas de sus zapatos contra el duro suelo de tierra, y, por encima de él, el grito que estaba siempre en aquellos vientos–: Fiuuuuu...
–¿Pesa? ¿Señorita Dama?
Tike sonrió a su lado y siguió mirando la carta que su mujer llevaba en el bolsillo del delantal.
El viento era lo bastante fuerte para levantarle el vestido por encima de las rodillas.
–Deja de mirarme, señor Hombre.
–Ja, ja...
–Ves que tengo las manos ocupadas con estos dos bidones de nata. No puedo hacer nada. No puedo dejarlos.
–Espectáculo gratis. Espectáculo gratis –entonó Tike hacia el mundo mientras miraba a su mujer y el viento le mostraba la desnudez de sus muslos.
–Te refieres a lo de siempre, ¿no?
–Claro, a las vacas. A los caballos. A los perros. A los cerditos. Se exhiben gratis. Claro.
–Malo. Cascarrabias.
–Sí, ovejas. Sí, corral. Pollitos, pollitos, pollitos, pollitooos. Gatitos, gatitos, gatitos..., miauuu... Miauuu... ¡Sople, señor Viento! ¡Me casé con una mujer que ni siquiera quiere que le vea las piernas! ¡Sopla!
Le hundió el codo derecho en el pecho izquierdo.
–Tike.
–¡Sopla!
–¡Tike! Para. Tonto. Imbécil.
–¡Sooopla!
Hizo vibrar los dos bidones al levantarlos y dejarlos encima del banco. Con intención de ser cortés, alargó las manos para coger también los de ella y subirlos hasta el banco, pero Ella May se apartó y se puso fuera de su alcance.
–Eres de lo más vulgar. Tienes la mente sucia. ¡Eres el hombre más malo, más malas pulgas, más cabeza loca que me he podido buscar como marido! Mirándome de esa manera. Pinchándome. Eso es lo que eres. Un viejo provocador. ¡Déjame ya! Los pondré yo misma ahí encima.
–Dama.
Una sonrisa del mismo demonio.
–No. No me vengas con «Dama» y demás. –La cara le cambió de una media sonrisa a un dolor hondo y tierno, un dolor que era más antiguo, un dolor que era más grande que su propio ser–. Toda la casa está como ese viejo banco podrido y caído de ahí al lado. Esa vieja mosquitera va a secarse y a hacerse añicos un día de éstos.
–Deja que se caiga a ped...