1. TU MUERTE
El 5 de octubre Tim me anuncia tu muerte llorando. Tim te quiere, aunque tú ni siquiera lo tratabas con generosidad en tus últimos libros. C’est William, me dice. Llora y repite: C’est William, c’est William. Lo han encontrado muerto en su nuevo apartamento de París. No se sabe. Ha sido hace dos días, el 3. No se sabe.
Nadie se ha enterado de tu muerte hasta ahora. Te has podrido durante dos días en la misma posición en la que caíste muerto. Es mejor así. Nadie ha venido a molestarte. Te han dejado a solas con tu cuerpo, el tiempo suficiente para abandonar toda esta miseria en calma. Lloro con Tim. No puede ser. Cuelgo y lo primero que hago es llamar a V. D. No sé por qué. Nos hemos visto dos veces. Una a solas. Eres tú el que me empuja a marcar su número. Tú escuchas nuestra conversación. Tu espíritu se estira hasta formar un vaho electromagnético por el que corren nuestras palabras. Tu fantasma es un cable que transmite nuestras voces. Mientras hablamos de tu muerte, su voz me despierta la vida dentro. Le plus fort c’est sa voix, je crois,4 decías tú. No me atrevo a llorar mientras hablo con ella. Cuelgo y lloro entonces a solas, porque no has querido seguir viviendo y porque, como decía tu padrastro, «un poeta muerto ya no escribe más».5
Ese mismo día, unas horas más tarde, me aplico sobre la piel una dosis de cincuenta miligramos de Testogel para empezar a escribir este libro. No es la primera vez. Esa es mi dosis regular. Las cadenas de carbono O-H3C-H3C-OH fluyen gradualmente desde mi epidermis hacia las capas internas de mi piel, hasta los vasos sanguíneos, las glándulas, las terminaciones nerviosas. No tomo testosterona para convertirme en un hombre, ni siquiera para transexualizar mi cuerpo, simplemente para traicionar lo que la sociedad ha querido hacer de mí, para escribir, para follar, para sentir una forma pospornográfica de placer, para añadir una prótesis molecular a mi identidad transgénero low-tech hecha de dildos, textos e imágenes en movimiento, para vengar tu muerte.
Vídeopenetración
I would rather go blind than to see you walk away.6
ETTA JAMES
20:35 horas. Tu espíritu entra por la ventana y oscurece la habitación. Enciendo todas las luces. Meto una cinta virgen en la cámara de vídeo y la coloco sobre el trípode. Inspecciono el cuadro. La imagen es lisa, el cuadro simétrico, el sofá de cuero negro dibuja una línea horizontal en la parte baja del cuadro. El muro blanco avanza ligeramente sobre esa línea, pero sin crear relieve. Play. Me dirijo al sofá. He dejado en una mesa baja, fuera del cuadro filmado, una máquina de afeitar eléctrica, un espejo pequeño, una hoja de papel blanca, una bolsa de plástico, un bote de cola hipoalergénica para uso facial, una dosis de cincuenta miligramos de testosterona en gel, un bote de lubricante, un gel dilatador anal, un cinturón polla con un dildo realista de caucho 24 por 6, un dildo realista negro de caucho 25 por 6, otro dildo ergonómico negro de silicona 14 por 2, una maquinilla y crema de afeitar, una palangana de plástico con agua, una toalla blanca y un libro tuyo, tu primer libro, el sublime, el principio y el final de todo. Entro en el cuadro. Me desnudo, pero no completamente. Guardo solo una camiseta de tirantes negra. Como para una operación quirúrgica, expongo únicamente los órganos que se verán afectados por el instrumento. Tiro del pie del espejo y lo coloco sobre la mesa. Enchufo la máquina de afeitar eléctrica. Oigo su ruido agudo, chillón –una voz de niño cibernético que quiere escapar del motor escupe a la cara del pasado–. Gradúo las cuchillas hasta que están a un centímetro. Tu espíritu hace una señal discreta de aprobación. Me siento en el sofá, miro como la mitad de mi cara entra en el espejo: tengo el pelo corto y oscuro, las lentillas dibujan una aureola fina alrededor del iris, mi piel es irregular, a veces muy blanca, a veces salpicada de brillos rosados. El espejo recorta un trozo de mi rostro, sin expresión, sin centro. He sido asignada mujer, pero ese hecho no se aprecia en la imagen parcial del espejo. Comienzo a afeitarme la cabeza, de adelante hacia atrás, desde el centro hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Me inclino sobre la mesa que recoge el pelo mientras cae. Abro la bolsa de plástico junto a la mesa y hago que el pelo cortado se deslice hasta caer dentro. Apago la máquina y vuelvo a graduar las cuchillas al cero. Coloco una hoja de papel blanco sobre la mesa. Vuelvo a encender la máquina y me la paso de nuevo por toda la cabeza. Sobre el papel blanco cae una lluvia de pelos cortos, muy finos. Cuando la cabeza está lisa, desenchufo la máquina. Pliego la hoja de papel en dos de modo que los pelos se precipitan hacia el centro formando una línea uniforme. Dibujan una línea de cocaína negra. Me hago una raya de pelo. Es casi el mismo high. Abro el bote de cola y esbozo con el pincel húmedo un trazo sobre mi labio superior. Cojo una línea de pelo entre los dedos y la coloco sobre ese trazo hasta que queda perfectamente pegada a la piel de mi cara. Bigote de marica. Me miro en el espejo. Mi mismo ojo, con la misma aureola en torno al iris, está enmarcado ahora por un bigote. El mismo rostro, la misma piel. Idéntico e irreconocible. Miro a la cámara, levanto el labio dejando mis dientes al descubierto como hacías tú. Ese es tu gesto.
El sobre plateado que contiene la dosis de cincuenta miligramos de testosterona en gel es de la talla de uno de esos sobrecitos alargados de azúcar que te dan en las cafeterías. Rasgo el papel de aluminio: emerge un gel fino, transparente y frío que al tocar la piel de mi hombro izquierdo desaparece inmediatamente. Queda un vapor fresco sobre la piel, como el recuerdo de un aliento glacial, como el beso de una dama de hielo sobre el hombro.
Agito la crema de afeitar, dejo crecer una bola de espuma blanca sobre mi mano izquierda y cubro con ella todos los pelos de la pelvis, los labios de la vulva, la piel que rodea el ano. Mojo la maquinilla en el agua y empiezo a afeitarme. Los pelos y la crema flotan sobre el agua. Algunas proyecciones caen sobre el sofá o sobre el suelo. Esta vez no me corto. Cuando toda la piel entre mis piernas está completamente rasurada, me enjuago y me seco. Me coloco el arnés atándome las hebillas a cada lado de la cadera. El dildo queda supererecto delante de mí, formando un ángulo de noventa grados perfecto con la línea que dibuja la columna vertebral. El cinturón polla está suficientemente alto como para dejar al descubierto dos orificios bien distintos si me inclino. Me cubro las manos de lubricante transparente y cojo un dildo en cada mano. Los froto, los engraso, los caliento, uno en cada mano, y luego uno sobre otro, dos pollas gigantes que se enrollan la una sobre la otra como en el porno gay. Sé que la cámara sigue filmando porque veo la luz roja chispeante. Suspendo mi polla de plástico sobre los párrafos tatuados para siempre sobre las páginas de Dans ma chambre. Ese es tu gesto. El dildo oculta una parte de la página creando un límite que permite leer ciertas palabras y esconde otras: «Nos hemos reído. Me ha acompañado en coche. Le he mirado... Me ha hecho una señal con la mano..., se había hecho de noche. Sé que debería haber... nunca me enamoraré de él. Pero era tan bueno que me amara. Era bueno».7
Me meto entonces cada uno de los dildos en las aberturas de la parte inferior de mi cuerpo. Primero el negro realista, luego el ergonómico en el ano. Para mí, siempre es más fácil meterme cualquier cosa en el ano, es un espacio multidimensional, sin límites óseos. Esta vez no es distinta. Estoy de espaldas a la cámara, con las rodillas, las puntas de los pies y la cabeza apoyadas en el suelo, los brazos estirados sobre la espalda sujetando los dildos dentro de mis orificios.
Tú eres el único que podría leer este libro. Delante de esa cámara más que visible, «siento por primera vez la tentación de hacerme un autorretrato para ti».8 Dibujar una imagen de mí mismo como si fuera tú. Drag you.9 Travestirme en ti. Hacerte volver a la vida a través de esa imagen.
Ahora ya estáis todos muertos: Amelia, Hervé, Michel, Karen, Jackie, Teo y Tú. ¿Pertenezco yo más a vuestro mundo que al mundo de los vivos? ¿Acaso mi política no es la vuestra, mi casa no es la vuestra, mi cuerpo no es el vuestro? Reencarnaos en mí, tomad mi cuerpo como los extraterrestres tomaban a los estadounidenses para convertirlos en vainas vivientes. Reencárnate en mí, posee mi lengua, mis brazos, mis sexos, mis dildos, mi sangre, mis moléculas, posee a mi chica, mi perra, habítame, vive en mí. Ven. Ven. Please, don’t leave. Vuelve a la vida. Hold on to my sex. Low, down, dirty. Stay with me.10
Este libro no tiene razón de ser fuera del margen de incertidumbre que existe entre yo y mis sexos, todos imaginarios, entre tres lenguas que no me pertenecen, entre tú-vivo y tú-muerto, entre mi deseo de portar tu estirpe y la imposibilidad de resucitar tu esperma, entre tus libros eternos y silenciosos y el flujo de palabras que se agolpa para salir a través de mis dedos, entre la testosterona y mi cuerpo, entre V. y mi amor por V.
De nuevo frente a la cámara: «Esta testosterona es para ti, este placer es para ti.»
No miro la miniDV que acabo de filmar. Ni siquiera la digitalizo. La guardo en su caja roja transparente y escribo sobre la etiqueta: «3 octubre, 2006. DÍA DE TU MUERTE.»
Los días que anteceden y siguen a tu muerte están marcados por mis rituales de administración de testosterona. El protocolo es doméstico; más aún, sería secreto, privado, de no ser por el hecho de que cada una de esas administraciones son filmadas y enviadas de forma anónima a una página de internet en la que cientos de cuerpos transgénero, cuerpos en mutación de todo el planeta, intercambian técnicas y saberes. En esa red audiovisual mi rostro es indiferente, mi nombre, insignificante. Solo la relación estricta entre mi cuerpo y la sustancia es objeto de culto y vigilancia. Extiendo el gel sobre mis hombros. Primer instante: sensación de un toque sobre la piel. Esa sensación se transforma en frío y después desaparece. Luego nada durante uno o dos días. Nada. La espera. Después se instala, poco a poco, una lucidez extraordinaria de la mente acompañada de una explosión de ganas de follar, de caminar, de salir, de atravesar la ciudad entera. Ese es el punto culminante en el que se manifiesta la fuerza espiritual de la testosterona mezclada con mi sangre. Se desvanecen absolutamente todas las sensaciones desagradables. A diferencia del speed, el movimiento interior no es ni agitación ni ruido. Simplemente, el sentimiento de estar en adecuación con el ritmo de la ciudad. A diferencia de la coca, no hay distorsión de la percepción de sí, ni logorrea, ni sentimiento de superioridad. Solo una impresión de fuerza que refleja la capacidad expandida de mis músculos, de mi cerebro. Mi cuerpo está presente a sí mismo. A diferencia del speed y de la coca, no hay descenso inmediato. Pasados unos días, el movimiento interior se calma, pero la sensación de fuerza, como una pirámide que ha sido desvelada por una tormenta de arena, permanece.
¿Cómo explicar lo que me ocurre? ¿Qué hacer con mi deseo de transformación? ¿Qué hacer con todos los años en los que me he definido como feminista? ¿Qué tipo de feminista seré ahora, una feminista adicta a la testosterona, o más bien un transgénero adicto al feminismo? No me queda otro remedio que revisar mis clásicos, someter las teorías a la sacudida que provoca en mí esta nueva práctica de administración de testosterona. Aceptar que el cambio que tiene lugar en mí es la mutación de una época.
2. LA ERA FARMACOPORNOGRÁFICA
Nací en 1970, momento en el que la economía del automóvil, que parecía entonces en su punto de máximo auge, comenzaba a declinar. Mi padre tenía el primer y más importante garaje de Burgos, una villa gótica de curas y militares en la que Franco había instalado la nueva capital simbólica de la España fascista. De haber ganado la guerra Hitler, la nueva Europa se habría asentado en torno a esos dos polos (cierto, desiguales), Burgos y Berlín, o al menos con eso soñaba el pequeño general gallego. En el Garaje Central, así se llamaba el floreciente negocio de mi padre situado en la calle General Mola (el militar que había dirigido el levantamiento contra el régimen republicano en 1936), se guardaban los coches más caros de la ciudad, los de los ricos y los caciques. En mi casa no había libros, solo había coches. Chrysler de motor Slant Six, varios Renault Gordini, Dauphine y Ondine («los coches de las viudas», los llamaban entonces, porque tenían fama de acabar en las curvas con la vida de los maridos automovilistas), Citroën DS (que los españoles llamaban «tiburones») y algunos Standard traídos desde Inglaterra y adjudicados a los médicos. A estos había que añadir la colección de coches antiguos que mi padre había ido comprando: un Mercedes «Lola Flores» negro, un Citroën Traction Avant gris de los años treinta, un Ford 17 caballos, un Dodge Dart Swinger, un Citroën «culo-rana» de 1928 y un Cadillac 8 cilindros. Mi padre invirtió en aquellos años en la industria de fabricación de ladrillos, que se vino abajo en 1975 (accidentalmente, como la dictadura) con la crisis del petróleo. Al final tuvo que acabar vendiendo su colección de coches para pagar la quiebra de la fábrica. Yo lloré por aquellos coches. Entre tanto, yo estaba creciendo como una pequeña marimacho. Mi padre lloraría por ello.
Durante esa época, reciente y, sin embargo, ya irrecuperable, que hoy conocemos como «fordismo», la industria del automóvil sintetiza y define un modo específico de producción y de consumo, una temporalización taylorizante de la vida, una estética polícroma y lisa del objeto inanimado, una forma de pensar el espacio interior y de habitar la ciudad, un agenciamiento conflictivo del cuerpo y de la máquina, un modo discontinuo de desear y de resistir. En los años que siguen a la crisis energética y a la caída de las cadenas de montaje, se buscarán nuevos sectores portadores de las transformaciones de la economía global. Se hablará así de las industrias bioquímicas, electrónicas, informáticas o de la comunicación como nuevos soportes industriales del capitalismo... Pero esos discursos seguirán siendo insuficientes para explicar la producción de valor y de la vida en la sociedad actual.
Sin embargo, parece posible dibujar una cronología de las transformaciones de la producción industrial del último siglo desde el punto de vista del que se convertirá progresivamente en el negocio del nuevo milenio: la gestión política y técnica del cuerpo, del sexo y de la sexualidad. Dicho de otro modo, resulta hoy filosóficamente pertinente llevar a cabo un análisis sexopolítico de la economía mundial.
Si desde un punto de vista económico la transición a un tercer tipo de capitalismo, después de los regímenes esclavista e industrial, se sitúa habitualmente en torno a los años setenta, la puesta en marcha de un nuevo tipo de «guberna...