El truco
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El truco

  1. 336 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

El encuentro entre un niño y un anciano mago. Una novela fascinante, divertida y emocionante, que mezcla el humor melancólico de Isaac Bashevis Singer con la fantasía y los ecos de la mejor tradición popular.

Dos ciudades. Dos épocas. Dos personajes cuyos destinos se cruzan: un niño dispuesto a creer en todo y un anciano que ya no cree en nada.

Las dos ciudades y las dos épocas son Praga en 1934 y Los Ángeles en 2007. El anciano que ya no cree en nada es el gran Zabbatini, un mago procedente de una familia de rabinos que, cuando era niño y se llamaba Moshe, quedó fascinado por un legendario ilusionista de circo que visitó la ciudad y acabó actuando ante Hitler y viviendo una intensa y dolorosa historia de amor y trágicas peripecias en la Europa ocupada por los nazis. El niño dispuesto a creer en todo es Max Cohn, tiene diez años, su abuela sobrevivió a los campos de concentración de pequeña y sus padres están a punto de divorciarse. Y cuando Max descubre entre trastos viejos un disco de conjuros y trucos del gran Zabbatini, se empeña en buscarlo para que le ayude a salvar el matrimonio de sus padres y lo localiza en una residencia de ancianos.

Fascinante, deliciosamente divertida y emotiva, esta novela atrapa al lector con una bellísima historia en la que confluyen dos mundos, emergen amores perdidos y olvidados gestos heroicos y surgen segundas oportunidades.

Una fenomenal mezcla del humor melancólico de Isaac Bashevis Singer con la fantasía y los ecos de la mejor tradición popular; el truco de un debutante que se nos revela, con este su primer título, como un verdadero mago.

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Información

Año
2017
ISBN de la versión impresa
9788433979902
ISBN del libro electrónico
9788433938169
Categoría
Literatura

1. EL MUNDO TAL COMO DEBERÍA HABER SIDO

A comienzos del siglo XX vivía en Praga un hombre llamado Laibl Goldenhirsch. Era una persona modesta, un rabino, un intérprete de la ley que se había propuesto entender los misterios que nos rodean. Una tarea a la que se consagraba en cuerpo y alma. Día tras día, hora tras hora, se devanaba los sesos cavilando sobre la Torá, el Talmud, el Tanaj y otras lecturas igual de fascinantes. Tras haber estudiado y enseñado durante años, tenía una idea aproximada de cómo era el mundo, pero sobre todo de cómo debería haber sido. Porque existían, al parecer, ciertas discrepancias entre el luminoso esplendor de la creación y la molesta y lluviosa rutina diaria que hemos de arrastrar los humanos. Sus discípulos le apreciaban, en cualquier caso los menos torpes. Sus palabras iluminaban las tinieblas de la existencia como la luz de una bujía.
Vivía con Rifka, su esposa, en una pobre casa de vecindad cerca del Moldava. La vivienda, que constaba de una única habitación, no contenía mucho más que una mesa de cocina, una estufa de leña, un fregadero y una cama que cada sabbat por la noche crujía rítmicamente, como era obligación y estaba escrito.
Entre los pisos había un prodigio de la modernidad, a saber, un retrete. Los Goldenhirsch habían de compartirlo, para su fastidio diario, con el vecino del piso de arriba, un cafre llamado Mosche, que era cerrajero de oficio y que se peleaba constantemente y a voz en grito con su mujer, una sargentona indecorosa.
El rabí Goldenhirsch vivía en una época de progreso técnico, que a él sin embargo le interesaba poco. Los relevantes cambios del nuevo siglo le concernían solo de un modo marginal. Así, unos años atrás, las lámparas de gas de las calles habían sido sustituidas por otras eléctricas, lo que muchas personas tenían por arte diabólico, y otras, en cambio, por socialismo. También habían tendido a orillas del río carriles de acero por los que circulaban tranvías soltando cantidad de chispas.
De modo que esa era la magia de la nueva época.
A Laibl Goldenhirsch todo aquello no le decía nada. Sí, había tranvías, pero la vida seguía siendo onerosa. Sobrio y tenaz, afrontaba la vida diaria como venían haciendo los judíos de Europa desde hacía siglos y como probablemente seguirían haciendo a lo largo de los siglos. El rabino pedía poco y, por consiguiente, también recibía poco.
Su rostro, sobre la negra barba, era delgado y pálido, los ojos oscuros y vivos observaban el ajetreo que le rodeaba con cierta dosis de desconfianza. Concluido el trabajo diario, el rabino ponía la cabeza sobre la almohada junto a su querida Rifka, una mujer fuerte y hermosa de manos ásperas, mirada suave y cabellos castaños. A veces, en los breves momentos antes de que lo venciera el sueño, creía ver a través del techo de la habitación el cielo nocturno. Entonces se dejaba llevar como una hoja al viento, se elevaba a las alturas y bajaba la mirada hasta el pequeño mundo. Por fatigosa que fuera la vida diaria, tras el delgado velo de lo cotidiano había un esplendor que cada vez le embelesaba.
«Ya solo estar aquí, ya solo vivir», solía decir Laibl, «es una oración.»
Pero en los últimos tiempos yacía más a menudo sin dormir y mirando al vacío. Le desazonaba que, al parecer, en la era de los milagros tecnológicos ya no tuvieran cabida los milagros auténticos. Porque el rabí Goldenhirsch estaba necesitado a ese respecto.
Faltaba algo en su vida: un hijo. Pasaba innumerables horas educando a los hijos de otros –idiotas, todos ellos–, y siempre que los miraba a la cara se imaginaba que un día podría contemplar el rostro de su propio hijo. Pero hasta ahora sus oraciones no habían sido escuchadas. El sol salía para otros, pero no para Laibl y Rifka. No pocas noches se afanaba sobre su mujer, pero era inútil. Así, con el tiempo, la cama chirriaba cada vez con menos frecuencia.
El nuevo siglo era todavía joven cuando estalló una guerra. Eso, en sí, no era insólito. Guerras había de vez en cuando, lo mismo que en ocasiones reaparecía con fuerza la gripe. Pero esta vez era distinto, aunque Laibl y Rifka no se percataron en un primer momento. Comenzaba la Gran Guerra, que pronto acabaría con la vida de millones de personas. No era la gripe sino la peste. Los alumnos del rabino Goldenhirsch empezaron a hacer preguntas y a pedirle una explicación, y él se vio confrontado por primera vez en su vida con algo para lo que no tenía respuesta. Hasta entonces siempre había podido recurrir en tales casos a los positivamente enigmáticos caminos del Señor, pero la guerra no era en absoluto de origen divino, sino obra de los hombres. El rabino estaba perplejo. De pie ante sus alumnos, con la boca abierta, tartamudeaba. Los hechos eran familiares para él, pero su sentido más hondo se le escapaba. Sabía por supuesto que el archiduque Francisco Fernando había sido asesinado alevosamente por una mano cobarde. Pero Sarajevo estaba en lo más recóndito de los Balcanes, muy lejos del centro del mundo: ¿qué le importaba a la sociedad civilizada quién mataba a quién allí? Los goyim1 disparaban constantemente en todas direcciones. ¿Qué más daba que caminara sobre la tierra un archiduque más o un archiduque menos? Para él, naturalmente, estaba claro que todas las vidas humanas eran de infinito valor, la muerte violenta de un ser humano, un sacrilegio ante Dios, etcétera, y sabía también que Su Majestad, el emperador de Austria y rey de Hungría, a quien el rabí Goldenhirsch y los habitantes de Praga debían fidelidad, estaba apesadumbrado, como era lógico. Pero, para ser sinceros, ¿eso qué nos importaba a la gente de nuestra condición?
Mucho, al parecer. En el curso de pocos meses, la excitación había tomado las calles de Praga. En los cafés, los viejos paseaban nerviosos, apretaban los puños y agitaban los periódicos estrujados. Cada cual trataba de entender y de interpretar el último estado de cosas en este o en aquel frente. En la Wenzelsplatz se arremolinaban las mujeres e intercambiaban informaciones sobre sus hijos y esposos, sobre sus hermanos y padres, que habían ido con fervor a la guerra. Muy pocas tenían claro que una gran parte de los hombres nunca volverían a casa. Quienes aún eran jóvenes para el combate leían las listas de los inválidos y de los caídos como si se tratara de los resultados de un campeonato de fútbol. ¿Cuántos de ellos? ¿Cuántos de los nuestros? Los jóvenes estaban deseosos de combatir y pronto tendrían ocasión de hacerlo. Porque la carnicería de la guerra duró muchos años y no hacía distingos: los devoraba a todos.
También a los judíos.
Y así fue como un soleado día Laibl Goldenhirsch se alistó en el ejército imperial y real del anciano Francisco José. Cuando Rifka volvió del mercado a casa y vio a su esposo, encorvado y con sus flacas piernas, embutido en un uniforme, vertió amargas lágrimas. Él estaba delante del único espejo y se contemplaba, a sí mismo y a su uniforme, con evidente perplejidad. Luego le presentó su bayoneta.
«¿Qué voy a hacer yo con esto?», le preguntó.
«Clavársela a un ruso», respondió Rifka, que luchaba inútilmente contra un nuevo golpe de lágrimas y que, dando media vuelta, escondió el rostro.
Así se puso en camino Laibl Goldenhirsch y marchó a una guerra que él seguía sin comprender.
Rifka tuvo que arreglárselas sin su esposo, lo que resultó extraordinariamente fácil. Comprobó con asombro que, en cuanto al gobierno de la casa, él había sido un perfecto inútil. Sin embargo, notaba su falta. Nunca había echado tan apasionadamente de menos algo tan inútil.
Rifka salía casi a diario de la ciudad y se dirigía a los bosques, muy lejos de Praga. Llevaba cubos llenos de carbón que cambiaba en las granjas de los campesinos por mantequilla y pan, pues prefería pasar frío a sentir cómo la consumía el hambre.
En verano, con los días más largos, su empresa resultó más difícil. Tenía que buscar otros objetos de canje y tenía que esconder la mantequilla debajo de su falda, pues por todas partes acechaban peligros. A menudo regresaba a casa con las manos vacías, sobre todo cuando había combates en la región y ella se escondía en el bosque hasta que todo había pasado. Entonces no quedaba sino un surco caliente de mantequilla derretida que le bajaba por los muslos.
Una tarde de septiembre llegó a casa y vio a Mosche, el cerrajero, sentado en la escalera. Llevaba un uniforme sucio de recluta y lloraba. Ofrecía un extraño aspecto, aquel gigante que lloriqueaba. Sus enormes hombros temblaban, y su cabeza se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Hondos y dolorosos sollozos salían de su pesado cuerpo. Ella se le acercó y le preguntó qué le ocurría. Él le contó que había llegado con unos días de permiso y que, nada más entrar en la casa, su mujer le había declarado que le dejaba. Llevaba ya bastante tiempo sin saber de ella, añadió. Ni cartas ni nada, dijo sollozando. Rifka tuvo compasión de él, la mujer del cerrajero nunca le había sido muy simpática, y no la sorprendía que esa mujerzuela lo hubiera plantado así, sin más.
Lo rodeó con los brazos y lo consoló. Todavía tenía pegada en las piernas la mantequilla húmeda.
Un luminoso miércoles por la mañana Laibl Goldenhirsch volvió a casa. Cojeaba, pero por lo demás estaba de un humor excelente. Rifka estaba ocupada cosiendo una camisa cuando se abrió la puerta. Levantó la vista y lo vio de pie en el vano de la puerta. Había adelgazado mucho. Rifka dejó caer aguja e hilo y se lanzó a sus debilitados brazos. ¡Qué flaco estaba! Podía palpar cada uno de sus huesos. Él la sostuvo en sus brazos lo mejor que pudo. A Rifka le resbalaban lágrimas de alegría por el rostro.
«Buenas noticias», dijo él levantando su bayoneta. «El ruso me clavó primero la suya. He estado en el hospital militar.»
Afortunadamente la herida de Laibl no era de gravedad, él le enseñó a Rifka una cicatriz en el muslo. Su superior, le contó, había intercedido para que no volviera al frente y acabase de curar la pierna en un sanatorio de Karlovy Vary. Le había quedado la cojera, y Laibl era ahora oficialmente mutilado de guerra. Se sentó. Rifka le dio pan y le pidió que le hablara de la guerra. Entonces la sonrisa se le heló en los labios y pareció mirar a través de ella. Le tomó las manos en las suyas y le besó con ternura las puntas de los dedos. Ella le miró inquisitivamente a los ojos, pero solo encontró en ellos tinieblas. Él negó con la cabeza y así llegaron al acuerdo tácito de no hablar de eso.
Menos de tres semanas después, llegó por fin, al cabo de cuatro años, la paz. La guerra que debía haber acabado con todas las guerras había acabado. En las calles la gente lo celebraba. ¡Había llegado la paz, la paz! Pero sin la gloriosa victoria con la que habían soñado. Era como despertar de una pesadilla. Los supervivientes bebían y cantaban, aliviados, porque seguían vivos. Se cantaba a gritos, se bailaba, se rompieron algunas ventanas como suele ocurrir cuando hay faustos acontecimientos, pero sobre el país planeaba una suerte de vergonzoso agotamiento. Los pueblos de Europa estaban hartos de luchar y de matar y de morir, al menos de momento. En Alemania y en Rusia habían estallado revoluciones. Habían masacrado al zar y a su familia. El káiser estaba de vacaciones y decidió no volver. El reino de Bohemia se convirtió en la república de Checoslovaquia. En conjunto, eran buenas noticias, pero no tan buenas como la que tenía Rifka para Laibl Goldenhirsch:
«Estoy embarazada.»
El esposo de Rifka se quedó asombrado, apenas podía comprenderlo. ¿Cómo era posible? Bueno, la cama había chirriado mucho varias noches después de su regreso, pero ¿no era muy pronto para notar ya los síntomas de un embarazo? Sin embargo, bajo el vestido de Rifka el vientre empezaba a redondearse.
Laibl iba de un extremo a otro de la habitación, su caftán ondeaba como las alas de una paloma asustada. Y Rifka tuvo una idea, cuando miraba por la ventana. ¿Qué era eso en lo que creían los goyim? ¿Qué había dicho la pretendida virgen María a su esposo José?
«Es un milagro», exclamó Rifka.
«¿Un qué?», preguntó Laibl.
«Dios ha realizado un milagro para nosotros.» Y al decir eso bajó la mirada esperando que su actitud resultara adecuadamente piadosa. Logró arrancar un temblor a sus labios y a sus manos, pues recordaba vagamente que los milagros van acompañados de cierta agitación.
«¿Un milagro?» Laibl estaba sorprendido y receloso. En su calidad de rabino se veía a sí mismo como una especie de experto en materia de milagros. Y este le resultaba sospechoso. «Oj, Gewalt»,2 exclamó.
«Mira a tu alrededor», dijo Rifka en tono suplicante. «Todo lo que tenemos se l...

Índice

  1. Portada
  2. 1. El mundo tal como debería haber sido
  3. 2. El final de todo
  4. 3. El milagro
  5. 4. Sus mejores trucos
  6. 5. El águila y el cordero
  7. 6. La dulce vida
  8. 7. Todo lo que queda
  9. 8. Amor eterno
  10. 9. Misterios
  11. 10. La búsqueda
  12. 11. La princesa persa
  13. 12. El mentalista
  14. 13. Un artista
  15. 14. Mil luces
  16. 15. La hermosa mentira
  17. 16. El creyente
  18. 17. Algo surge de la nada
  19. 18. Max y el mago
  20. 19. Huesos de niño
  21. 20. El ladrón
  22. 21. La oscuridad que se aproxima
  23. 22. ¿Quién recitará el kadish?
  24. 23. El final del Circo Mágico
  25. 24. Retablo de marionetas
  26. 25. Mundialmente famoso en Berlín
  27. 26. El Clown Room
  28. 27. Una visita nocturna
  29. 28. La última actuación
  30. 29. Un kilo de azúcar
  31. 30. Mickey’s Pizza Palace
  32. 31. La despedida de Sherezade
  33. 32. Su último combate
  34. 33. La fábrica de maletas
  35. 34. Los vivos
  36. 35. El truco
  37. 36. Cae el telón
  38. 37. El mundo tal como es
  39. Agradecimientos
  40. Créditos
  41. Notas