Porno
  1. 600 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

Diez años después de Trainspotting, tras divorciarse de su mujer y de fracasar en varios negocios, Sick Boy está en franca decadencia. Decide aceptar la oferta de su tía Paula quien lo dejará a cargo de un pub. Pero ahí el negocio no está solamente en las bebidas: Sick Boy descubre que un grupo se reúne a follar y a filmar sus orgías en uno de los salones privados. Y que en Edimburgo hay un negocio de vídeos porno realizados en las trastiendas de los pubs. Sick Boy se pondrá, ayudado por la guapa Nikki Fuller-Smith, estudiante de cine y trabajadora del sexo, a hacer una película porno de altura. Y también incluirá en el equipo a su amigo Renton, el que los traicionó y huyó con el dinero del alijo de heroína. Aunque también se mueven por ahí Spud, el único que había recibido a escondidas su parte en el dinero de la droga, y Begbie, que después de pasar unos años en la cárcel volverá a la acción aún más paranoico y furioso que antes.

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Información

Año
2006
ISBN del libro electrónico
9788433938565
Categoría
Literatura

1. Vídeos caseros

1. CHANCHULLO N.° 18.732
Croxy, sudando debido al esfuerzo y no por efecto de las drogas por una vez en su vida, sube penosamente las escaleras con la última caja de discos mientras yo me derrumbo sobre la cama, sumido en un embotamiento depresivo al mirar boquiabierto las paredes de conglomerado color crema. Conque esto es mi nuevo hogar. Un cuartucho de cuatro metros y medio por cuatro, con pasillo, cocina y un cuarto de baño como propina. La habitación contiene un armario empotrado sin puertas, la cama y casi el espacio justo para dos sillas y una mesa. No puedo quedarme aquí: estaría mejor en la cárcel. Antes vuelvo a Edimburgo a cambiarle a Frank Begbie su celda por esta casucha helada.
En este espacio tan reducido el hedor a cigarrillos viejos que desprende Croxy resulta asfixiante. Llevo tres semanas sin fumar, pero como fumador pasivo me habré echado una media de treinta al día sólo por hallarme en sus inmediaciones. «Menuda sed da este trabajo, ¿eh, Simon? ¿Te vienes a tomar una al Pepys?», pregunta con tal entusiasmo que parece recochineo, una pulla calculada ante las estrecheces que está pasando un tal Simon David Williamson.
Visto desde cierta perspectiva, bajar a Mare Street, al Pepys, para que todos se cachondeen sería una insensatez que te cagas, «Has vuelto a Hackney, ¿eh, Simon?», pero sí, lo que necesito es compañía. Hay que dar la chapa, desahogarse. Además, Croxy necesita un poco de oxígeno. Intentar dejar de fumar en su compañía es como intentar desengancharse en un squat lleno de yonquis.
«Tienes suerte de haber pillado este sitio», me dice Croxy, mientras me ayuda a descargar las cajas. Una suerte que te jiñas. Me tiendo en la cama y todo el chiringuito se tambalea cuando el expreso de Liverpool Street pasa jalando leches por la estación de Hackney Downs, que se halla a medio metro aproximadamente de la ventana de la cocina.
Quedarme donde estoy en mi estado de ánimo es una opción aún más inaceptable que salir, así que bajamos cautelosamente las escaleras peladas, cuya moqueta está tan desgastada que resulta más peligrosa que la superficie de un glaciar. Fuera cae aguanieve y se respira un aura tenue de resaca vacacional por todas partes a medida que nos aproximamos a Mare Street y al ayuntamiento. Croxy, que carece de todo sentido de la ironía, me cuenta que «Hackney es mejor barrio que Islington, lo cojas por donde lo cojas. Islington lleva años hecho una mierda».
Se puede ser un crustie1 demasiado tiempo. Croxy debería diseñar sitios web en Clerkenwell o el Soho en lugar de organizar squats y fiestas en Hackney. Le espabilo acerca de cómo funciona el mundo, no porque piense que al muy capullo le vaya a servir de algo, sino simplemente para impedir que tonterías como ésa se filtren en la subcultura underground sin que nadie se oponga. «No, es un paso atrás», digo mientras me soplo en las manos, cuyos dedos están tan sonrosados como unas salchichas de cerdo sin freír. «Para un crustie de veinticinco años, Hackney está bien. Para un empresario de treinta y seis años en alza», digo señalándome a mí mismo, «lo suyo sería Izzy. ¿Cómo vas a darle a un chocho de nivel una dirección E8 en un bar del Soho? ¿Qué le dices cuando te pregunta “¿Y dónde queda la estación de metro más próxima?”»
«El paisaje está bien», dice, indicando el puente del ferrocarril bajo el cielo turbulento. Un autobús 38 pasa por delante vomitando carbono tóxico. Los putos cabrones de Transportes Londinenses, venga a quejarse en sus panfletos de lujo acerca del daño que los automóviles causan al medio ambiente mientras te atiborran el sistema respiratorio a voluntad.
«Qué coño va a estar bien», salto yo, «es una mierda. Este sitio será la última zona del norte de Londres donde pongan metro. Hasta en el puto Bermondsey ya lo han puesto, hostias. Son capaces de ponerlo para llegar hasta esa puta carpa de circo a la que nadie quiere ir, y no son capaces de hacer lo mismo aquí; menuda cagada.»
El enjuto rostro de Croxy se contrae y abre paso a una sonrisa nerviosa; me mira con esos enormes ojos hundidos. «Hoy estás de un temperamental que te cagas, ¿eh, jefe?», me dice.
Y así es. De modo que hago lo de siempre: ahogar mis penas en alcohol, contarles a todos los del pub –Bernie, Mona, Billy, Candy, Stevie y Dee– que Hackney no es más que un cambio temporal y que no esperen verme por el barrio a tiempo completo. De eso nada. Tengo planes más ambiciosos, colega. Y sí, efectúo frecuentes visitas a los lavabos, pero siempre para ingerir en lugar de excretar.
Incluso mientras me meto por la tocha a paletadas, me percato de la triste realidad. La coca me aburre. Nos aburre a todos. Somos unos capullos hartos de todo, en un entorno y en una ciudad que odiamos, fingiendo ser el centro del universo, destrozándonos con drogas de mierda para hacer frente a la sensación de que la verdadera vida transcurre en otra parte, conscientes de que lo único que hacemos es alimentar la paranoia y el desencanto, y, pese a ello, somos demasiado apáticos para dejarlo. Porque, por desgracia, no hay nada que tenga suficiente interés como para dejarlo. Y ya que estamos, abundan los rumores de que Breeny lleva una burrada de perico y da la impresión de que ya circula una cantidad considerable.
De repente es el día siguiente y estamos en un piso pegándole a la pipa y Stevie venga a largar acerca de lo que le costó comprar esta remesa que está lavando, y los billetes arrugados aparecen a regañadientes mientras el tufo a amoníaco inunda el ambiente. Siempre que esa horrible pipa toca mis labios, haciéndome ampollas, me entra una sensación de derrota y de náusea hasta que la calada me envía al otro extremo de la habitación: frío, helado, contento, pagado de mí mismo, diciendo chorradas y tramando planes para dominar el planeta.
Después salgo a la calle. No sabía que estaba otra vez dando vueltas por Islington hasta que vi a una chica luchando con el mapa en el Green, tratando de abrirlo con los mitones puestos, y reaccioné con un lascivo «¿Perdida, nena?». Pero el tono lloroso de mi voz, preñada de emoción, expectación e incluso pérdida, me dejó estupefacto. Me eché hacia atrás tanto por la impresión que me produjo como por el trallazo de la lata morada de Tennent’s que sostenía en la mano. ¿Qué cojones era aquello? ¿Quién se lo puso en la mano? ¿Cómo cojones he llegado hasta aquí? ¿Dónde están todos? Hubo algunos quejidos y algunas despedidas y salí caminando bajo la fría lluvia y ahora...
La chica se puso más tiesa que el mástil de carne pétrea que llevo bajo los pantalones y saltó: «Vete a tomar por culo..., no soy tu nena...»
«Perdona, muñeca», me disculpo con descaro.
«Tampoco soy una muñeca», me hace saber.
«Eso depende del punto de vista con que se mire, cariño. Intenta verlo desde el mío», me oigo decir, como si se tratara de otra persona, y me veo a mí mismo a través de sus ojos: un borrachín sucio y apestoso con una lata de Tennent’s en la mano. Pero tengo un trabajo que hacer, tías a las que ver, incluso un poco de dinero en el banco, y mejor ropa que esta pelliza manchada y maloliente, este viejo gorro de lana y estos guantes, así que, ¿qué cojones pasa aquí, Simon?
«¡Largo, tiparraco!», dice, dándome la espalda.
«Supongo que hemos empezado con mal pie. No importa, a partir de aquí la cosa sólo puede mejorar, ¿eh?»
«¡Vete a tomar por culo!», me grita por encima del hombro.
Las tías. A veces llegan a ponerse pelín negativas. Maldigo mi falta de conocimientos sobre ellas. He conocido a unas cuantas, pero mi rabo siempre se ha interpuesto entre ellas, yo y algo más profundo.
Empiezo a recordar, en un intento por recolonizar mi mente retorcida y calenturienta, a desplegarla y fragmentarla en unidades de perspectiva. Se me vino a la mente que de hecho había estado en casa. Volví deprimido al queo nuevo aquella mañana, tras haber consumido la última coca, y empecé a sudar y a cascármela delante de una foto de prensa de Hillary Clinton vestida de traje presentándose a senadora por Nueva York. Le soltaba el viejo rollo acerca de no preocuparse por las judías, ella seguía siendo una mujer hermosa y Monica no estaba a su altura. Bill lo que tendría que hacer es ir al psiquiatra. Después hicimos el amor. Más tarde, mientras Hillary dormía satisfecha, me fui al lado, donde me aguardaba Monica. Leith se fusionó con Beverly Hills en un elegante polvo posalienación. Después conseguí que Hillary y Monica se lo montaran entre ellas mientras yo miraba. Al principio se resistieron, pero evidentemente logré convencerlas. Sentado en la raída silla que me regaló Croxy, me relajé, disfrutando del espectáculo con un habano, bueno, en realidad, una panatella larga y fina.
Un coche de policía pasa con la sirena ululando por Upper Street en busca de un paisano lento al que lisiar mientras yo me estremezco y vuelvo a la realidad.
La insípida pero sórdida naturaleza de la fantasía me produce cierto desasosiego, pero sólo sucede porque, según mi raciocinio, es el bajón quien hace que esas feas reflexiones –que tendrían que ser fugaces– perduren, atasquen las cañerías y le obliguen a uno a lidiar con ellas. Me quita las ganas de meterme coca, aunque pasará un tiempo antes de que vuelva a poder permitírmelo, lo cual carece de relevancia cuando uno está enganchado.
Voy con el piloto automático puesto, pero paulatinamente me doy cuenta de que ahora me dirijo cuesta abajo desde el Angel hacia King’s Cross, lo cual es un signo intrínseco de desesperación como la copa de un pino. Me voy a ver a los corredores de apuestas de Pentonville Road por si veo alguna cara conocida, pero no reconozco a nadie. En los tiempos que corren la tasa de rotación de la escoria es muy alta y en el Cross hay polis al acecho por todas partes. Pasan zumbando como lanchas motoras por una ciénaga de aguas residuales, limitándose a dispersar o desplazar los residuos tóxicos pero sin tratar de remediarlos ni erradicarlos jamás.
Entonces veo entrar a Tanya con pinta de haberse picado. Su rostro consumido está pálido como la ceniza, pero se le iluminan los ojos al reconocerme. «Cariño...», dice, estrechándome entre sus brazos. Lleva un tío pequeño y flacucho a remolque, que al fijarme mejor resulta ser una tía. «Ésta es Val», dice, con el arquetípico gemido nasal del picota londinense. «Hace siglos que no te veía por aquí.»
Me pregunto por qué. «Ya, he vuelto a Hackney. Es temporal y tal. Este fin de semana le he estado pegando un poco a la pipa», le explico, mientras entra bruscamente una pandilla de negratas craqueros: tensos, larguiruchos y hostiles. Me pregunto si habrá alguien que haga apuestas en este lugar. No me molan las vibraciones, así que nos largamos, mientras la marciana anémica de Val y uno de los negros se tiran pullas, y nos dirigimos a la estación de King’s Cross. Tanya gimotea no sé qué acerca del tabaco y vale, ya sé que me estoy quitando, pero no hay color, no quedan más huevos y me revuelvo el bolsillo en busca de calderilla. Compro unos pitillos y enciendo uno en el metro. Un gordo cabrón, blanco y prepotente, que lleva uno de esos nuevos uniformes azul claro de las tropas de asalto gay, me dice que apague el fumeque. Señala una placa que hay en la pared en memoria de los cientos de personas que murieron en un incendio causado por la colilla que tiró algún mamón. «¿Es que eres estúpido? ¿Acaso no te importa?»
¿Con quién cojones creerá este payaso que habla? «No, me importa una puta mierda, se lo merecían. Viajar conlleva ciertos riesgos, joder», salto yo.
«¡Perdí a un buen amigo en ese incendio, so cabrón!», chilla el soplagaitas iracundo este.
«Pues si tenía como amigo a una escoria como tú seguro que era gilipollas», grito yo, pero apago el fumeque mientras bajamos la escalera mecánica que lleva al andén. Tanya se ríe y la tal Val está histérica perdida, saliéndose de sus casillas.
Subimos en metro hasta Camden y el queo de Bernie. «No deberíais andar por King’s Cross, chicas», digo con una sonrisa, pues sé exactamente por qué lo hacen, «y menos aún con putos negros», les digo. «Lo único que quieren es encontrar a una tía blanca molona y ponerla a hacer la calle.»
La tal Val sonríe al oírlo, pero Tanya se pone borde. «¿Cómo puedes decir eso? Vamos a casa de Bernie. Es uno de tus mejores amigos y es negro.»
«Claro que lo es. No hablo de ; ellos son mis hermanos, mi gente. Casi todos mis colegas de aquí son negros. Hablo de vosotras. No quieren ponerme a hacer la calle a mí. Claro está que si pudiera salirse con la suya, el puto Bernie lo haría.»
La marimacho de Val vuelve a soltar una risilla extrañamente atractiva mientras Tanya hace un agrio mohín.
Subimos al piso de Bernie, y me olvido por un segundo del bloque de esta miserable urbanización en el que vive, ya que resulta muy extraño venir aquí de día. Molestamos a un borrachín solitario, dormido entre sus propios meados en un recodo de la escalera. «¡...nos días!», grito con alegría y brío, y el bolinga hace un ruido a mitad de camino entre un gemido y un gruñido. «Eso es muy fácil decirlo», bromeo yo, cosa que hace sonreír a las chicas.
Bernie sigue levantado; también acaba de volver de casa de Stevie. Está espitoso que te cagas, una masa negra y dorada de cadenas, dientes y anillos raperos. Huelo a amoníaco y, efectivamente, tiene una pipa preparada en la cocina y me ofrece una calada. Le pego una chupada larga y profunda; sus enormes ojos me animan maníacamente mientras su mechero quema las piedras. Al retener y espirar lentamente, noto ese ardor sucio y ahumado en el pecho y una flojera en las piernas, pero me aferro al borde de la encimera y disfruto del cuelgue frío y revoltoso. Observo cada miga de pan, cada gota de agua del fregadero de aluminio con minuciosidad compulsiva, lo cual debería repugnarme pero no lo hace, mientras la congelación me estremece y transporta mi psique hasta un lugar frío de la habitación. Bernie no pierde el tiempo, ya ha preparado otra dosis en esa sucia y vieja cuchara y extiende un lecho de ceniza sobre el papel de plata con la misma delicadeza y ternura con la que un padre depositaría a un bebé en la cuna. Sostengo el mechero y me asombra la violencia controlada de sus chupadas. Una vez Bernie me dijo que se entrenaba en la bañera aguantando la respiración bajo el agua para aumentar su capacidad pulmonar. Observo la cuch...

Índice

  1. Portada
  2. 1. Vídeos caseros
  3. 2. Porno
  4. 3. Exhibición
  5. Créditos
  6. Notas