Shakespeare
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Shakespeare

La Invención De Lo Humano

Harold Bloom, Tomás Segovia

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La Invención De Lo Humano

Harold Bloom, Tomás Segovia

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En este extraordinario libro -la culminación de toda una vida consagrada a leer, enseñar y escribir sobre Shakespeare- Bloom demuestra una vez más que es el más eminente crítico literario de nuestro tiempo. Shakespeare. La invención de lo humano es un completo, ambicioso, apasionado y convincente análisis de la obra literaria más importante del canon occidental, y del autor teatral que no sólo inventó la lengua inglesa, sino que también -tal como argumenta Bloom- inventó la naturaleza humana tal como la conocemos actualmente. Antes de Shakespeare había arquetipos; después de Shakespeare hubo personajes, hombres y mujeres capaces de cambiar, con personalidades absolutamente individualizadas. Bloom nos propone una minuciosa lectura de cada una de las obras teatrales de Shakespeare, empezando por el original o Ur-Hamlet-que, en contra de la línea oficial de los especialistas actuales, él atribuye a Shakespeare- y acabando con el misterioso abandono de su arte por parte de Shakespeare tras Los dos nobles parientes. Bloom sigue cada avance en la caracterización humana de los personajes, empezando con Faulconbridge, el bastardo de El rey Juan, Mercucio en Romeo y Julieta, y Bottom en El sueño de una noche de verano, y culminando con las inigualables creaciones de Falstaff, Hamlet, Yago, Cleopatra, Macbeth, Rosalinda y Lear. A medida que tomamos conciencia de los rasgos diferenciales de los más logrados personajes shakesperianos -el ingenio de Falstaff, la extraordinaria inteligencia de Hamlet, la perturbada imaginación de Macbeth, la capacidad de afecto de Lear, la teatralidad de Cleopatra, el genio de Yago para manipular la vida de los demás- logramos penetrar en las propias obsesiones de Shakespeare, y emerge antes nosotros un retrato perspicaz y emocionante del enigmático autor teatral que, según la tesis de Bloom, nos creó a todos nosotros. Este volumen es una brillante guía de la obra de Shakespeare, y también una indagación en lo que significa ser humano. Nos explica por qué Shakespeare sigue siendo nuestro más popular y universal autor dramático después de cuatro siglos y, al ayudarnos a entendernos mejor a nosotros mismos a través de Shakespeare, restaura la destacada importancia del papel del crítico literario de nuestra cultura.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433940681

SÉPTIMA PARTE

LAS GRANDES TRAGEDIAS

23

HAMLET

Los orígenes de la obra más famosa de Shakespeare son tan nebulosos como confusa es la condición textual de Hamlet. Hay un Hamlet anterior que el drama de Shakespeare revisa y supera, pero no tenemos esta obra de prueba ni sabemos quién la compuso. La mayoría de los estudiosos cree que su autor es Thomas Kyd, que escribió The Spanish Tragedy [La tragedia española], arquetipo del drama de venganza. Creo sin embargo que Peter Alexander tenía razón en su suposición de que el propio Shakespeare escribió el Ur-Hamlet, no más tarde que en 1589, cuando se estaba iniciando como dramaturgo. Aunque la opinión erudita está mayoritariamente contra Alexander en este punto, esta especulación sugiere que Hamlet, que en su forma final dio un nuevo Shakespeare a su público, pudo haber estado gestándose en el espíritu de Shakespeare durante más de una década.
La obra es enorme: sin cortes, tiene cerca de cuatro mil versos, y rara vez se representa en su forma (más o menos) completa. El juicio otrora de moda de T. S. Eliot de que Hamlet es «ciertamente un fracaso artístico» (¿qué obra literaria es entonces un logro artístico?) parece responder a la desproporción entre el príncipe y la obra. Hamlet aparece como una conciencia demasiado inmensa para Hamlet; una tragedia de venganza no da bastante espacio para la representación occidental cimera de un intelectual. Pero Hamlet es apenas la tragedia de venganza que sólo finge ser. Es el teatro del mundo, como La divina comedia o El paraíso perdido o Fausto o Ulises o En busca del tiempo perdido. Las tragedias anteriores de Shakespeare sólo en parte la presagian, y sus obras posteriores, aunque le hacen eco, son muy diferentes de Hamlet, en espíritu y en tonalidad. Ningún otro personaje de sus obras, ni siquiera Falstaff o Cleopatra, se iguala a las infinitas reverberaciones de Hamlet.
El fenómeno de Hamlet, el príncipe fuera de la obra, no ha sido superado en la literatura imaginativa de Occidente. Don Quijote y Sancho Panza, Falstaff y tal vez Mr. Pickwick se acercan a la carrera de Hamlet en cuanto invenciones literarias que se han convertido en mitos independientes. La aproximación puede extenderse en este aspecto a unas pocas figuras de la literatura antigua: Elena de Troya, Odiseo (Ulises), Aquiles entre ellas. Hamlet sigue estando aparte; algo trascendente en él lo coloca más adecuadamente junto al rey David bíblico o incluso junto a figuras de la Escritura más exaltadas. El carisma, un aura de lo sobrenatural, rodea a Hamlet, a la vez dentro y fuera de la tragedia de Shakespeare. Raro en la literatura secular, lo carismático es particularmente (y extrañamente) muy infrecuente en Shakespeare. Enrique V está hecho al parecer para tener carisma, pero lo vulgariza, lo mismo que lo hizo el Julio César de Shakespeare antes de él. Lear lo ha perdido en gran parte antes de que nos encontremos con él, y Antonio se convierte rápidamente en un estudio de caso en su evanescencia. Cleopatra es tan histriónica y narcisista que no podemos persuadirnos de veras de su apoteosis carismática cuando muere, y Próspero está demasiado comprometido por su magia hermética para lograr un carisma inequívoco. Hamlet, primero y último, rivaliza con el rey David y con el Jesús de Marcos como carismático-entre-los-carismáticos. Podríamos añadir el José del Yahwista o Escritor J, ¿y quién más? Está el Hadju Murad de Tolstói, sustituto de la vejez soñadora de su creador, y está, escandalosamente, sir John Falstaff, que ofende sólo a los virtuosos, pero esos eruditos virtuosos emiten un coro tan perpetuo de desaprobación, que han hecho que el carisma del gran ingenio parezca más sombrío de lo que es en realidad.
La eminencia de Hamlet no ha sido disputada nunca, lo cual plantea una vez más la ardua pregunta: «¿Supo Shakespeare todo lo que había volcado en el príncipe?» Muchos estudiosos han afirmado que Falstaff se le escapó a Shakespeare, lo cual parece bastante claro incluso si no podemos saber si Shakespeare adivinó de antemano la desaforada e instantánea popularidad de Falstaff. Enrique IV, Segunda parte, es el drama de Falstaff tanto como la Primera parte, pero Shakespeare debe haber sabido que el Gordo Jack de Las alegres comadres de Windsor es un mero impostor, y no Falstaff el genio carismático. ¿Podemos imaginar a Hamlet, incluso un falso Hamlet, en otra obra de Shakespeare? ¿Dónde podríamos colocarlo; qué contexto podría sostenerlo? Los grandes villanos –Yago, Edmundo, Macbeth– quedarían destruidos por la brillante mofa de Hamlet. Nadie en las últimas tragedias y leyendas podría estar en el escenario junto con Hamlet: pueden soportar el escepticismo, pero no una alianza del escepticismo y lo carismático. Hamlet estaría siempre en una obra equivocada, pero de hecho lo está ya. La agria corte de Elsinor es una ratonera demasiado pequeña para atrapar a Hamlet, aunque él regresa voluntariamente a ella, para morir y matar.
Pero el solo tamaño no es todo el problema; El rey Lear es el cosmos psíquico más vasto de Shakespeare, pero es deliberadamente arcaico, mientras que el papel de Hamlet es el menos arcaico en todo Shakespeare. No es sólo que Hamlet venga después de Maquiavelo y Montaigne; más bien Hamlet viene después de Shakespeare, y nadie hasta ahora ha logrado ser post-shakespeareano. No es que quiera yo dar a entender que Hamlet es Shakespeare, o incluso el lugarteniente de Shakespeare. Más de un crítico ha visto con justeza el paralelismo entre la relación de Falstaff con Hal y la de Shakespeare con el noble joven (probablemente el duque de Southampton) de los Sonetos. Los moralistas no quieren reconocer que Falstaff, más que Próspero, capta algo esencial del espíritu de Shakespeare, pero si yo tuviera que adivinar la autorrepresentación de Shakespeare, la encontraría en Falstaff. Hamlet, sin embargo, es el hijo ideal de Shakespeare, como Hal es el de Falstaff. Mi aserto aquí no es sólo mío; pertenece a James Joyce, que fue el primero que identificó a Hamlet el Danés con el único hijo de Shakespeare, Hamnet, que murió a la edad de once años, en 1596, cuatro o cinco años antes de la versión definitiva de La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, en la que el padre de Hamnet Shakespeare hacía el papel del Espectro del padre de Hamlet.
Cuando asistimos a una representación de Hamlet o leemos la obra a solas, no tardamos mucho en descubrir que el príncipe trasciende a su obra. La trascendencia es una noción difícil para la mayoría de nosotros, en particular cuando se refiere a un contexto enteramente secular, como un drama de Shakespeare. Algo en Hamlet y a su alrededor nos impresiona como pidiendo (y dando) prueba de alguna esfera más allá del alcance de nuestros sentidos. Los deseos de Hamlet, sus ideales o aspiraciones, son absurdamente discordantes con la agria atmósfera de Elsinore. «Barajar» [«shuffle»], para Hamlet, es un verbo que habla de arrancar «este mortal lío» [«this mortal coil»], donde coil significa «ruido» o «tumulto». El «barajeo», para Claudio, se refiere a hacer mortalmente trampas: «Con un poco de barajeo», le dice a Laertes, puedes cambiar las espadas y destruir a Hamlet. «No hay ningún barajeo» allí, dice Claudio con añoranza de un cielo en el que ninguno de los dos cree o descree. Claudio, el barajador, difícilmente puede ser el «poderoso contrario», como Hamlet lo llama; el desdichado usurpador es superado sin esperanza por su sobrino. Si Shakespeare (como estoy convencido) estaba revisando su propio UrHamlet, de una década antes, más o menos, podría ser que haya dejado a su Claudio anterior virtualmente intacto, a la vez que su Hamlet sufría una metamorfosis irreconocible. En la villanía de Claudio no hay nada del genio de Yago, Edmundo y Macbeth.
El Diablo de Shakespeare, Yago, padre del Satán de Milton, es el autor de la farsa trágica Los celos de Otelo, y su asesinato de su esposa Desdémona. Esta obra, en nada parecida al Otelo de Shakespeare, está incrustada sólo en parte en la tragedia de Shakespeare, porque Yago no la termina. Frustrado por el rechazo de Emilia de su último acto, la asesina y después rechaza toda interpretación: «De ahora en adelante no diré nunca una sola palabra» [«From this time forth I never will speak word»]. Hamlet, dramaturgo más metafísico aún que Yago, escribe su propio acto V, y nunca estamos seguros del todo de si es Shakespeare o es Hamlet quien compone más de la obra de Shakespeare y Hamlet. Quienquiera que haya sido el Dios de Shakespeare, Hamlet aparece como un autor de farsas, y no de una comedia en el sentido cristiano. Dios, en la Biblia hebrea, particularmente en Job, compone de la mejor manera en forma de preguntas retóricas. Hamlet es muy dado a las preguntas retóricas, pero a diferencia de las de Dios, las de Hamlet no siempre buscan contestarse. El Dios hebreo, por lo menos en el texto yahwista, es ante todo un ironista. Hamlet, que es ciertamente un ironista, no implora a un Dios irónico, pero Shakespeare no le deja otro.
Harry Levin, cavilando sobre esto, describe con justicia Hamlet como una obra obsesionada con la palabra «cuestión» (usada diecisiete veces), y con el cuestionamiento de «la creencia en fantasmas y en el código de la venganza». El principal aspecto en que Shakespeare se aparta del Hamlet de la leyenda o de la historia es la alteración, bastante sutil, del fundamento de la acción del príncipe. En el cronista danés Saxo Grammaticus y en el cuento francés de Belleforest, el príncipe Amleth está desde el principio en peligro ante su criminal tío, y finge astutamente la idiotez y la locura para preservar su vida. Tal vez en el Ur-Hamlet Shakespeare había seguido este paradigma, pero poco queda de él en nuestro Hamlet. Claudio está demasiado contento de tener como heredero a su sobrino; podrido como está el Estado de Dinamarca, Claudio tiene todo lo que siempre quiso, a Gertrud y el trono. Si Hamlet hubiera permanecido pasivo después de la visita del Espectro, entonces Polonio, Ofelia, Laertes, Rosencratz, Guildenstern, Claudio, Gertrud y el propio Hamlet no hubieran muerto de muerte violenta. Todo en la obra depende de la respuesta de Hamlet al Espectro, respuesta que es altamente dialéctica, como todo en Hamlet. La cuestión de Hamlet tendrá que ser siempre el propio Hamlet, porque Shakespeare lo creó para ser una conciencia tan ambivalente y dividida como puede soportarla un drama coherente.
El primer Hamlet de Shakespeare debe haber sido marloviano y sería (como sugerí antes) un extralimitado, un contramaquiavelo autocomplacido, y un retórico cuyas metáforas persuadían a otros a actuar. El Hamlet maduro es mucho más complejo, escandalosamente complejo. Con una astucia fascinada (y fascinante), Shakespeare no siguió a su fuente llamando Horwendil al padre de Hamlet, sino que dio al padre y al hijo el mismo nombre, el nombre que llevaba el propio (y único) hijo de Shakespeare. Peter Alexander, con su acostumbrada agudeza, observa en su Hamlet, padre e hijo (1955) que el Espectro es un guerrero que casa bien con la saga islandesa, mientras que el príncipe es un intelectual universitario representativo de una nueva era. Dos Hamlets se confrontan, sin nada en común prácticamente salvo el nombre. El Espectro espera que Hamlet sea una versión de él mismo, del mismo modo que el joven Fortinbrás es una reimpresión del viejo Fortinbrás. Irónicamente, los dos Hamlets se encuentran como si el Edda se encontrara con Montaigne: la Edad Antigua se enfrenta al Alto Renacimiento, con consecuencias tan extrañas como podamos esperar.
El Espectro, como vemos, no es Horwendil, sino que tiene más características del Amleth de la saga danesa: rudo, marcial, pero tan astuto en la tentativa de manipulación de su erudito hijo como lo era para vencer en duelo a sus enemigos. El príncipe Hamlet, ingenio renacentista y escéptico, lector de Montaigne y aficionado londinense al teatro, rompe a la vez con el Hamlet de Belleforest y el Hamlet del drama original de Shakespeare: Shakespeare, haciendo el papel del Espectro en 1601, se dirige a lo que tal vez esperaba que hubiera sido su propio hijo Hamnet al borde de la madurez. El Espectro habla de su pasión marital por Gertrud, y nos damos cuenta con un estremecimiento de que esto remite, no al padre Horwendil, sino a Amleth, que en la vieja historia es destruido al final por su excesivo amor a su traidora segunda esposa. Al confundir así las generaciones, Shakespeare nos da un vislumbre de niveles de complejidad que acaso nos dejan más confusos con el Hamlet final, pero que también pueden guiarnos en parte hacia la sa...

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