1. LAS MUÑECAS
Desde que tenía uso de razón, Peter había compartido el cuarto con Kate. La mayor parte del tiempo, eso no le importaba. Kate estaba bien. Le hacía reír. Y había noches en que Peter se despertaba con una pesadilla y se alegraba de que hubiera alguien más en la habitación, aunque fuera su hermana de siete años, que no servía de mucho frente a las criaturas pieles rojas y cubiertas de fango que lo perseguían en su sueño. Cuando se despertaba, esos monstruos se deslizaban tras las cortinas o se metían en el armario. Con Kate en la habitación, se le hacía más fácil salir de la cama y echar a correr hacia el dormitorio de sus padres.
Pero había veces en que sí le importaba compartir la habitación. Y a Kate también. Había largas tardes en que se sacaban mutuamente de quicio. A un desacuerdo seguía una rencilla, y a la rencilla una pelea, una pelea de verdad con puñetazos, arañazos y tirones de pelo. Como Peter era tres años mayor, estaba convencido de ganar esas batallas totales. Y, en cierto sentido, así era. Siempre podía contar con lograr que Kate llorara primero.
Pero ¿era eso verdaderamente ganar? Kate podía contener la respiración, aguantar unos instantes y conseguir que su cara adquiriera el color de una ciruela madura. Entonces sólo necesitaba correr escaleras abajo y enseñarle a su madre «lo que Peter le había hecho». O podía echarse al suelo y hacer un ruido ronco con la garganta de manera que Peter pensara que se estaba muriendo. Entonces era él quien tenía que correr escaleras abajo para ir a buscar a su madre. Kate también podía gritar. Una vez, durante una de sus exhibiciones de ruidos, un coche que pasaba por delante de la casa se detuvo, de él salió un preocupado conductor que se puso a mirar a la ventana del dormitorio. Peter estaba justamente mirando por la ventana. El hombre cruzó corriendo el jardín, golpeó la puerta, convencido de que dentro estaba sucediendo algo terrible. Y así era. Peter le había cogido algo prestado a Kate y ella quería que se lo devolviera. ¡En el acto!
En tales ocasiones, era Peter el que se metía en problemas y Kate la que salía ganando. Así era como lo veía Peter. Cuando se enfadaba con Kate, tenía que pensárselo mucho antes de pegarle. A menudo lograban mantener la paz trazando una línea imaginaria que salía de la puerta y cruzaba todo el dormitorio. La parte de Kate a un lado, la de Peter a otro. A un lado, la mesa de dibujar y pintar de Peter, su muñeco de peluche, una jirafa con el cuello torcido, los juegos de química, electricidad e imprenta, que nunca eran tan divertidos como prometían las fotos de las tapas de las cajas, y el baúl de aluminio donde él guardaba sus secretos y que Kate siempre estaba intentando abrir.
Al otro lado, la mesa de dibujar y pintar de Kate, su telescopio, su microscopio y su juego de imanes, que eran tan divertidos como prometían las fotos de las tapas de las cajas, y por todas partes en su mitad de la habitación estaban las muñecas. Se sentaban en la repisa de la ventana con las piernas colgando despreocupadamente, se mantenían en equilibrio sobre su cajonera de la ropa y se apoyaban en su espejo, se sentaban en un cochecito de juguete, apretadas como viajeros del metro. Las que gozaban de favor se acercaban más a la cama. Eran de todos los colores, desde negro charol hasta blanco cadavérico, aunque la mayoría eran de un rosa intenso. Algunas estaban desnudas. Otras con sólo una prenda, un calcetín, una camiseta o un sombrero. Unas pocas iban de punta en blanco con trajes de baile, vestidos con encajes y faldas largas con grandes cintas. Todas eran bastante diferentes, pero todas tenían una cosa en común: todas tenían la misma mirada furiosa fija y alucinada. Se suponía que eran bebés, pero sus ojos lo desmentían. Los bebés nunca miraban a alguien así. Cuando pasaba junto a las muñecas, Peter se sentía observado, y cuando salía de la habitación, sospechaba que hablaban de él, las sesenta.
De todas formas, nunca le hicieron ningún daño y sólo había una que realmente le desagradara. La Muñeca Mala. Ni siquiera a Kate le gustaba. Le tenía miedo, le tenía tanto miedo que no se atrevía a tirarla, no fuera a ser que volviera en mitad de la noche y se vengara. Era posible reconocerla en el acto. Era de un rosa que ningún humano había visto nunca. Mucho tiempo atrás, la pierna izquierda y el brazo derecho habían sido arrancados y de lo alto de su cráneo lleno de pequeños agujeros salía un único mechón de pelo negro. Sus fabricantes habían querido darle una sonrisa dulce, pero algo había fallado en el molde porque la Muñeca Mala siempre dibujaba una mueca con los labios y fruncía el ceño como si intentara recordar la cosa más repugnante del mundo.
De todas las muñecas, sólo la Muñeca Mala no era ni niño ni niña. Era sencillamente un ser indefinido. Estaba desnuda y se sentaba lo más lejos posible de la cama de Kate, sobre una repisa desde donde contemplaba a todo el mundo. Kate la cogía a veces e intentaba calmarla con murmullos, pero no pasaba mucho tiempo antes de que se estremeciera y volviera a dejarla en su sitio.
La línea invisible funcionaba bien cuando la recordaban. Tenían que pedir permiso para cruzar la mitad del otro. Kate no podía curiosear en el baúl secreto de Peter y Peter no podía tocar el microscopio de Kate sin pedir permiso. En realidad, funcionó bastante bien hasta que una lluviosa tarde de sábado tuvieron una discusión, una de las peores, acerca de por dónde pasaba exactamente esa línea. Peter estaba convencido de que estaba bastante alejada de su cama. Esa vez, Kate no necesitó volverse de color púrpura ni fingir que se moría ni gritar. Le dio a Peter en la nariz con la Muñeca Mala. La cogió por su única pierna, rechoncha y rosa, y le golpeó en la cara. De modo que fue Peter quien corrió escaleras abajo gritando. A decir verdad, la nariz no le dolía, pero sangraba y deseaba sacarle el mayor partido. Mientras bajaba, se restregó la sangre por la cara con el dorso de la mano y, al llegar a la cocina, se echó al suelo delante de su madre y lloró, gimió y se retorció. En efecto, Kate se había metido en un lío, en un buen lío.
Ésa fue la pelea que llevó a sus padres a decidir que había llegado el momento de que Peter y Kate tuvieran habitaciones separadas. Poco después del décimo cumpleaños de Peter, su padre despejó lo que llamaban el «cuarto de las cajas», aunque no contenía ninguna caja, sólo marcos de cuadros y sillas rotas. Peter ayudó a su madre a decorar la habitación. Colgaron cortinas y metieron dentro una enorme cama con pomos de cobre.
Kate estaba tan contenta que ayudó a Peter a trasladar sus cosas al otro lado del rellano. Se acabaron las peleas. Y ella no tendría que escuchar más el desagradable borboteo agudo que su hermano hacía al dormir. Y Peter no paraba de cantar. A partir de entonces, ya tenía un lugar al que ir y, bueno, donde estar. Esa noche Peter decidió irse a la cama media hora antes con el fin de disfrutar de su propio lugar, sus propias cosas, sin que ninguna línea imaginaria atravesara la habitación. Tumbado en la semioscuridad pensó que era una suerte que al final hubiera salido algo bueno de esa vil monstruosidad, la Muñeca Mala.
Así pasaron los meses, y Peter y Kate se acostumbraron a tener sus cuartos propios y dejaron de darle importancia a ese hecho. Las fechas interesantes llegaron y pasaron: el cumpleaños de Peter, la noche de los fuegos artificiales, Navidad, el cumpleaños de Kate y, luego, Semana Santa. Hacía dos días que había tenido lugar la familiar ceremonia de la búsqueda de los huevos de Pascua. Peter estaba en su habitación, sobre la cama, a punto de comerse el último huevo de chocolate. Era el más grande, el más pesado, por eso lo había reservado para el final. Le quitó el envoltorio azul y plateado. Era casi del tamaño de una pelota de rugby. Lo sostuvo con las dos manos, contemplándolo. Luego se lo acercó y presionó el cascarón con los pulgares. Cómo le gustaba el denso y mantecoso olor a cacao que brotaba de la negra cavidad interior. Se acercó el huevo a la nariz e inhaló. A continuación, empezó a comer.
Fuera, llovía. Quedaba todavía una semana de vacaciones. Kate estaba en casa de una amiga. No había nada que hacer, salvo comer. Veinte minutos más tarde, lo único que quedaba del huevo era el envoltorio. Peter se levantó, tambaleándose ligeramente. Se sentía mareado y aburrido, una combinación perfecta para una tarde lluviosa. Era extraño, tener un cuarto propio ya no le hacía ninguna ilusión.
–Harto de chocolate –suspiró mientras se dirigía a la puerta–. Harto de mi habitación.
Se quedó en el rellano, preguntándose si iría a vomitar. Pero, en lugar de dirigirse al cuarto de baño, fue hacia el cuarto de Kate y entró. Había vuelto centenares de veces, claro, pero nunca solo. Permaneció en el centro de la habitación, contemplado, como de costumbre, por las muñecas. Se sintió raro, todo parecía diferente. La habitación era más grande, y nunca se había dado cuenta de que el suelo hiciera pendiente. Parecía que había más muñecas que nunca con esas miradas vidriosas, y, al bajar la ligera pendiente hacia su antigua cama, creyó oír un sonido, un crujido. Creyó ver que algo se movía, pero cuando se dio la vuelta, todo estaba inmóvil.
Se sentó en la cama y pensó en los viejos tiempos en que dormía allí. ¡Era un niño en aquella época! ¡Nueve años! ¿Qué sabía entonces? Si su personalidad de diez años pudiera retroceder y explicarle a aquel tonto ingenuo cómo eran las cosas... Cuando llegabas a los diez años, empezabas a verlo todo, a ver cómo estaban conectadas las cosas, cómo funcionaban las cosas..., tenías una panorámica...
Peter estaba tan concentrado intentando recordar su ignorante personalidad de seis meses antes que no se percató de la figura que cruzaba la alfombra en dirección hacia él. Cuando lo hizo, soltó un grito de sorpresa, se encaramó a la cama y levantó las rodillas. Hacia él iba, con andar torpe pero decidido, la Muñeca Mala. Había cogido un pincel de la mesa de Kate y lo utilizaba como muleta. Cojeaba por la habitación soltando jadeos malhumorados y murmurando palabrotas no aptas ni siquiera para una muñeca mala. Se detuvo junto a la pata de la cama para recuperar el aliento. Peter se sorprendió al darse cuenta de lo sudorosos que tenía la frente y el labio superior. La Muñeca Mala apoyó el pincel contra la cama y se restregó el único brazo por la cara. Y luego, con una rápida mirada a Peter y aspirando profundamente, cogió la muleta y se puso a escalar la cama.
Subir tres veces la propia altura con un solo brazo y una sola pierna requiere paciencia y fuerza. La Muñeca Mala tenía poco de cada. Su pequeño cuerpo rosa temblaba del esfuerzo y la tensión, encaramado a mitad de camino de la pata, buscando un punto de apoyo para el pincel. Los jadeos y gruñidos se hicieron más fuertes y más lastimeros. Lentamente, la cabeza, más sudorosa que nunca, apareció ante los ojos de Peter. No le habría sido difícil tomar la criatura, alzarla y depositarla encima de la cama. Y, con la misma facilidad, habría podido tirarla al suelo de un manotazo. Pero no hizo nada. Todo era demasiado interesante. Quería ver qué sucedía. Mientras la Muñeca Mala avanzaba con gritos de «¡Maldita sea y por las fauces del infierno!», «¡Recórcholis de diantre!», «¡Mal sayo te parta!», Peter se dio cuenta de que las cabezas de todas las muñecas de la habitación estaban dirigidas hacia él. Los ojos de un azul puro resplandecían más abiertos que nunca y había un suave susurro sibilante como de agua deslizándose sobre rocas, un sonido que se convertía en un murmullo y luego en un torrente a medida que la excitación se apoderaba de las cinco docenas de espectadoras.
–¡Lo está logrando! –oyó Peter que decía una.
Y otra respondió:
–¡Tenemos espectáculo asegurado!
E incluso otra gritó:
–¡Lo que es justo es justo!
Y al menos veinte muñecas gritaron en señal de asentimiento:
–¡Sí!
–¡Eso es!
–¡Bien dicho!
La Muñeca Mala había puesto el brazo sobre la cama y había dejado su muleta. Se agarraba a la manta, intentando cogerse a algún sitio para acabar de subir. En ese mismo momento, del otro lado de la habitación se alzó una poderosa ovación y, de pronto, las muñecas, todas las muñecas, se pusieron en camino hacia la cama. Desde las repisas de las ventanas y lo alto del espejo, desde la cama de Kate y el cochecito de juguete, se acercaron saltando y brincando, invadiéndolo todo, tambaleándose y avanzando por la alfombra. Las muñecas con vestidos largos chillaban al tropezar y trastabillar, mientras que las muñecas desnudas, o las muñecas con un calcetín, se movían con horrible facilidad. Avanzaban, una marea marrón, rosa, blanca y negra, y en la mueca de cada boca moldeada estaba el grito: «¡Lo que es justo es justo! ¡Lo que es justo es justo!» Y en cada ojo vidrioso y bien abierto estaba la rabia que Peter siempre había sospechado tras el hermoso azul celeste.
La Muñeca Mala había conseguido subirse a la cama y se había puesto de pie; agotada pero orgullosa, saludaba a la multitud reunida en el suelo. Las muñecas se agruparon, rugieron en señal de aprobación y levantaron hacia su jefe los brazos rechonchos y con hoyuelos.
–¡Lo que es justo es justo! –recomenzó la cantinela.
Peter retrocedió hasta la cabecera de la cama. Su espalda tocaba la pared, con los brazos se cogía las rodillas. Todo era de lo má...