1. LOS SENTIMIENTOS, EXPERIENCIA CIFRADA
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Es de noche y la tormenta ha roto sobre el mar. Hay mar montañosa y cielos despeñados. Los estallidos de la luz y de las olas revelan un universo en gresca, gesticulante y rebelado. He escogido un buen momento para comenzar a escribir este libro. En los Meteorológicos, Aristóteles habló de la «pasión de la naturaleza» a propósito del trueno, del huracán y del terremoto. La noche está agitada. Yo también lo estoy porque iniciar una obra es riesgo, diversión, flirteo, navegación de altura y marisqueo. Contemplando esta mar arbolada, encabritada, me acuerdo de Luis Vives, que llama a las pasiones alborotos anímicos. La naturaleza muestra su labilidad emocional. Este dinamismo es lo que nos permite usarla como metáfora de la vida apasionada. Área de tempestades y de calmas: eso es el mar. Eso es también nuestra conciencia sentimental.
Tal vez el lector piense que no hay que ponerse tan sentimental para hablar de los sentimientos, y que tengo que distinguir entre lo que es el mar y lo que yo siento al ver el mar, si no quiero enredarme en una maraña biográfica. Precisamente, lo que quiero es distinguir. Mientras escribo estoy en tierra, es decir, a salvo, y puedo contemplar, pensar, explicar tan furioso estruendo. Lo que ocurre ante mí es un suceso físico que las ciencias físicas explican con complicadas y bellas ecuaciones, pretendiendo dar cuenta de lo que realmente le está sucediendo al mar. Pero ¿dicen todo lo que está ocurriendo? Para un navegante la tormenta no es el resultado de una conjunción de fuerzas, sino una amenaza. Para mí, que estoy protegido y asubio, es un espectáculo avasallador, que me fascina desde hace horas. El mar es una masa de agua sometida a fuerzas gravitatorias, sin duda, pero esto sólo puedo saberlo en el sosiego y la tranquilidad, cuando considero el mar desde lejos.
En primera instancia, la mar es la gran provocadora de miedos, encantamientos y pesadillas. Nuestro contacto básico con la realidad es sentimental y práctico. Ante todo, las cosas son «lo que son para mí». Su esencia es el aroma con que embalsaman o envenenan mi vida. Sólo tras una hercúlea torsión de la mirada nos pudo interesar lo desinteresado, «lo que las cosas son en sí», su esencia sin olor, su sustancia sin sabor. Tuvo que ser una pasión poderosísima la que nos obligó a valorar la objetividad. Uno de esos amores que exigen al amado interminables pruebas de su amor, para poder estar tranquilos.
Conozco las cosas y las siento. Conozco la astronomía y la música feliz de las esferas. Esta doble relación con la realidad está en el origen de este libro. Al hablar de sentimientos no hablo sólo de experiencias subjetivas, sino también del mundo revelado por ellas. ¿Qué son esas propiedades que convierten el mar en una provocación sentimental? Me llaman desde fuera –eso es lo que significa provocar–, sacándome de mis casillas. Pero no serían capaces de hacerlo si no me hablaran en una lengua que entiendo y que me afecta. Yo elijo el idioma en que otro me va a convencer. Yo confiero a una mujer el poder de que me fascine irremediablemente.
Algunos especialistas van a decirnos que las emociones, los sentimientos, los fenómenos afectivos, son hechos neuronales o bioquímicos. Es como decir que la tempestad que observo es un fenómeno físico. Por supuesto que es verdad, pero una verdad insuficiente e incompleta. Los sentimientos son modos de sentir, fenómenos conscientes, experiencias. Lo que haya por debajo habrá que verlo. Ya no será el sentimiento, sino su desencadenante o, tal vez, su significado. Por de pronto, vamos a ver lo que hay en la superficie. Y lo que hay es que los sentimientos nos dicen algo sobre nosotros y sobre el mundo en que vivimos. Para los seres inanimados, la realidad entera carece de interés, utilidad o belleza. Ni siquiera este alta mar tan cercano que amenaza con tragarla, aterra a la tierra. La costa sigue acostada a su lado, tan tranquila. Los vientos no castigan al agua, ni es el amor lo que encrespa las mareas.
La realidad bruta nos es inhabitable. Sólo podemos vivir en una realidad interpretada, convertida en casa, dotada de sentido, humanizada. El agua es H2O, pero para nosotros, que sentimos sed, posee un sentido nuevo. Es motivo, preocupación, espejismo, metáfora. La sed transfigura un fragmento de la realidad, permitiendo que el agua aparezca dotada de un valor. En un planeta muerto, sin bebiente alguno, el agua habría perdido todas sus propiedades vitales, los valores que muestra pavoneándose ante nuestra conciencia sentimental.
Al revestirse de significados la realidad se hace interesante, atractiva, repelente y, sobre todo, innumerable. Hay muchas cosas que ver, oír, hacer y contar sobre la tierra. Diecinueve mil lenguas habitan el aire enmarañado y ni siquiera utilizándolas todas podría enumerar lo que aparece. Las cosas transmiten al escucho mensajes no entendidos. Todo está enredado de esperanzas y citas, ofensas y desaires, y se ve a la venganza alborotar la noche como un placer efímero. Un viejo sueña cerámicas austeras tumbado en una hamaca y para conjurar el miedo fiestas de vida y muerte abrillantan el claro de la selva. En los troncos de las almas, afanosos sentimientos florecen como orquídeas, incansables. Oigo un clarín. Tal vez sea un aviso de que, si sigo haciendo literatura, el tema o yo, no sé, volveremos al chiquero.
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Decididamente abandonaré la poesía y volveré a la ciencia, que es lo mío. Para ayudarme voy a ver lo que dicen los expertos sobre los sentimientos. Pero ¿quiénes son los expertos en materia emocional? Mis tres candidatos preferidos son: los moralistas, los literatos y la tribu de los psi. Tal vez habría que añadir a todos los que han hecho de la seducción su oficio: donjuanes, timadores, expertos en publicidad o agitadores de masas. Recuerde el lector que el primer tratado sistemático sobre las pasiones –la Retórica de Aristóteles– fue escrito para enseñar a persuadir.
Los moralistas han afinado siempre mucho en el estudio de los sentimientos porque en ellos encontraban el principio y el fin de nuestro comportamiento. Actuamos para mantener un estado afectivo o para conseguirlo. Aristóteles les dedicó páginas espléndidas en sus Éticas. Escribió, además, un Perí Pathón perdido, que en su catálogo Diógenes sitúa ¡entre las obras lógicas! Aristóteles no deja de sorprenderme.
Los platónicos, estoicos, cínicos, epicúreos anduvieron preocupados sin saber qué hacer con las pasiones, si erradicarlas, educarlas, olvidarlas, atemperarlas o arrojarse a sus brazos. Lo mismo nos pasa a todos. Martha C. Nussbaum lo ha contado muy bien en The Therapy of Desire (Princeton, 1994). Séneca escribió un tratado sobre la felicidad y otro sobre la ira, pero toda su obra es una patética meditación sobre el miedo, escrita con desesperada valentía. El Tratado de las pasiones, de Tomás de Aquino, incluido en la Suma teológica, integra con paciencia de buey y vista de águila todos los contenidos de la tradición eclesiástica: teología y confesionario, mística y casuística. Pensador víctima de famas pendulares, ahora pasa por horas bajas tan injustamente como gozó de horas de exaltación pusilánime. Descartes, Spinoza, Hume. Tres caracteres, tres finalidades, tres tratados. Me quedo, sin duda, con Spinoza, el judío de tristes ojos y de piel cetrina que explicó los teoremas de Dios, salvo para el capítulo final en que, como verá el lector, me aproximo a Hume. Kant aparece en todas partes, con su genialidad ubicua, y en su memoria, Rousseau.
Juan Luis Vives clasificó los afectos, estudió su dinamismo, elaboró incluso una teología de las emociones, pero, sobre todo, las describió. El hombre, dijo, es «un animal difícil». A diferencia de los animales, los humanos se hacen «intolerables a los otros y encuentran a los otros intolerables». Los afectos se ocupan de ello. No me ha importado nada darme un garbeo por la Universidad de Glasgow para escuchar a Adam Smith, cuya amalgama de filosofía moral, política, derecho y teoría de los sentimientos me resulta tan sugestiva.
He acudido a los moralistas y también a los inmoralistas franceses –muestra máxima del genio literario francés, según Sartre, que era uno de ellos– para aprender de su agudeza y de su desconfianza. Además, selecciono a Gracián por su análisis del disimulo, a Nietzsche por habernos enseñado lo que era el resentimiento y por considerar que el hombre es, ante todo, un creador de valores; a Jankélévitch por su descripción del aburrimiento y de las virtudes; y a Max Scheler, en fin, por sus copiosos esfuerzos para fundar la ética sobre una fenomenología de los sentimientos. Hay más, pero no es cosa de eternizarse mencionándolos.
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Los escritores son la segunda categoría de expertos. Siempre se han ocupado de los sentimientos y, además, es nuestra afición a sentir lo que nos lleva al arte. La literatura europea entra en escena hablando de una pasión: «De Aquiles, hijo de Peleo, canto, ¡oh, diosa!, la cólera feroz.» Así comienza la Ilíada. Desde entonces no ha parado de conmovernos, alegrarnos, divertirnos, en una palabra, de apasionarnos, contándonos las pasiones humanas. Gracias a los escritores sabemos que los sentimientos son fenómenos históricos. Ni todas las épocas han sentido los mismos sentimientos, ni los han valorado de la misma manera.
El griego antiguo experimentó la pasión como algo misterioso y aterrador. Las grandes tragedias cuentan el desenlace de pasiones violentas. Cuando Teognis llama a la esperanza y al miedo «demonios peligrosos», o Sófocles habla de Eros como de «un poder que inclina al mal a la mente justa, para su destrucción», no hacen más que repetir la creencia homérica de que los sentimientos no forman parte del Yo, sino que tienen vida y energías propias. Pueden forzar al hombre a un comportamiento que le es ajeno, enajenándole. Agamenón se ve obligado a robarle a Aquiles su esclava favorita. «Zeus y el destino y la Erinia que anda en la oscuridad pusieron en mi entendimiento fiera ate el día en que arbitrariamente arrebaté a Aquiles su premio. ¿Qué podía hacer yo?» Ate, esa coacción divina, ese anublamiento de la mente, le obligó a hacer lo que hizo. Un argumento parecido da Gorgias de Leontinos en su Defensa de Helena. Si el culpable fue un dios, dotado de poder divino, ¿cómo podría haberle resistido Helena? Y si se trata de una enfermedad humana, no es pecado, sino infortunio.
Más tarde las pasiones perdieron su carácter mitológico de fuerzas demoníacas, pero quedaron encerradas dentro de la estructura personal como un quiste imposible de asimilar. Su poder no es menos enigmático y sobrecogedor por haber dejado de ser sobrenatural. Medea pide compasión a su yo pasional (thymós) como a un amo implacable, pero en vano: «Conozco la maldad que voy a cometer, pero el thymós es mas fuerte que mis propósitos, el thymós, la raíz de las peores acciones del hombre.» Siglos después San Pablo va a decir algo semejante: «Hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero.» No habla de thymós sino de sark, de la carne. Da igual: se trata del mismo principio poderosísimo y devastador.
La cultura europea ha retocado sin parar el mundo afectivo. Las pasiones se sentimentalizan. De hecho, la palabra sentimiento no aparece hasta el siglo XVIII. Ante la pasión, el Yo estaba inerme o casi, pero con el sentimiento es diferente. Al fin y al cabo no es más que la conciencia del propio Yo. Expresiones tremendas, como «la furia me arrebató», dejan lugar a otras más reflexivas, como «me siento furioso». El sentimiento, conjugado ahora en esta remansada voz media, refluye sobre el propio sujeto, del que apenas parece salir, y se convierte en lo más propio y personal, en un mundo delicioso, equívoco, un poco sofocante: la intimidad.
Pondré como ejemplo la evolución de la melancolía. Para los antiguos médicos griegos era una locura furiosa que hacía vagar por los montes a sus víctimas, aquejadas de una misantropía saturnina y terrible. A veces les hacía creer que estaban hechas de quebradizo barro o que no tenían cabeza. En el Renacimiento se retoma una vieja tradición platónica y la melancolía se convierte en locura creadora, patrimonio del genio. Pronto sufriría otra transmutación. En la época de Shakespeare es ya una tristeza indolente, elegante y a la moda. Stephen, el personaje de Every Man in his Humour, quiere aprender a melancolizarse. «¿Tienes un taburete que sirva para estar melancólico? ¿Lo hago bien? ¿Estoy lo bastante melancólico?», pregunta a su primo. Los románticos toman la melancolía a grandes tragos, como una droga. Victor Hugo la define como el placer de ser desdichado. Baudelaire la tiñe de aburrimiento y la convierte en spleen.
Con tanto refinamiento, las pasiones dejan de ser experiencias que se sienten, para ser fenómenos que se autoanalizan. Las penas de amores que hacían derramar lágrimas a Salicio y Nemoroso, y desnutrían a sus ovejas, se convierten ahora en sutiles tormentos cuidadosamente degustados, auscultados, precisados, incitados, mimados por el autor de En busca del tiempo perdido, quien en La prisionera cuenta los celos del protagonista, que tiene a Albertine en casa, una Albertine a la que ya no quiere, que le aburre, y que sólo le interesa porque le fastidia: «Podía causarme sufrimiento, nunca alegría. Y sólo por el sufrimiento subsistía mi fastidioso apego a ella. Tan pronto como desaparecía y con ella la necesidad de calmar aquel sufrimiento, que requería toda mi atención como una distracción atroz, sentía que no era nada para mí, como nada debía de ser yo para ella.»
Los sentimientos pierden su transitividad. Para Proust, el amor nunca sale del reducto íntimo. Fuera están, como mucho, los pretextos del amor: «Nos habíamos resignado al sufrimiento, creyendo amar fuera de nosotros, y nos damos cuenta de que nuestro amor es función de nuestra tristeza, y de que el objeto de ese amor no es sino en pequeña parte la muchacha de la negra cabellera.» Sentir sentimientos sencillos y no decepcionantes comienza a ser una vulgaridad.
El problema está e...