Una novela francesa
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Una novela francesa

  1. 224 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

El 28 de enero de 2008, Frédéric Beigbeder era detenido a las puertas de una discoteca parisina por consumo de cocaína en la vía pública y pasaba cuarenta y ocho horas bajo detención preventiva. Irónicamente, tan sólo unos días más tarde, su hermano, el empresario Charles Beigbeder, recibía la Legión de Honor de manos del presidente francés. De este suceso real nacería poco tiempo después Una novela francesa.

Desde su celda, Beigbeder echa la vista atrás y, con auténtico espíritu de arqueólogo, reconstruye su infancia olvidada. Con su habitual trazo impenitente dibuja el retrato de sus dos familias: los Chasteigner, aristócratas de rancio abolengo, y los Beigbeder, burgueses acomodados venidos a menos. Rememora los deliciosos veranos transcurridos en la casa familiar de Guéthary, pescando camarones con su abuelo o viviendo acomplejado bajo la sombra de su hermano mayor. Repasa también el trauma que supuso el divorcio paterno y la dulce anarquía que lo siguió.

En un constante ir y venir del pasado al presente, Beigbeder pasa de la melancolía del recuerdo al relato de su detención, del papel de sus abuelos en las dos guerras mundiales a los tiernos momentos pasados junto a su hija Chloe. Y todo ello aderezado, como no podía ser de otro modo, con feroces críticas a las dependencias penitenciarias de París y al mismísimo fiscal de la ciudad, Jean-Claude Marin, soflamas contra el sistema y una defensa acérrima del consumo de drogas. En definitiva, Beigbeder entreteje una suerte de memorias que son en realidad un auténtico recorrido sentimental por la Francia de las cuatro últimas décadas.

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Información

Año
2011
ISBN de la versión impresa
9788433975690
ISBN del libro electrónico
9788433933171
Categoría
Literatura

1. LAS ALAS CORTADAS

Me acababa de enterar de que a mi hermano lo nombraban caballero de la Legión de Honor cuando comenzó mi detención preventiva. Los policías no me pusieron las esposas inmediatamente, sino sólo durante mi traslado al hospital Hôtel-Dieu y, la segunda noche, al Dépôt, las dependencias de la isla de la Cité. El presidente de la República acababa de escribir una carta encantadora a mi hermano mayor felicitándole por su contribución al dinamismo de la economía francesa: «Es usted un ejemplo del capitalismo que queremos: un capitalismo de emprendedores, no de especuladores.» El 28 de enero de 2008, en la comisaría del distrito VIII de París, unos funcionarios con uniforme azul, revólver y porra a la cintura, me desnudaban por completo para registrarme, me confiscaban el teléfono, el reloj, la tarjeta de crédito, el dinero, las llaves, el pasaporte, el permiso de conducir, el cinturón y la bufanda, me tomaban muestras de saliva y las huellas digitales, me levantaban las pelotas para comprobar que no escondía nada en el agujero del culo, me fotografiaban de cara, de perfil, de tres cuartos, con una cartulina antropométrica en las manos, antes de encerrarme en una jaula de dos metros cuadrados con las paredes cubiertas de pintadas, sangre seca y mocos. En aquel momento ignoraba todavía que unos días más tarde asistiría a la ceremonia de entrega de la Legión de Honor a mi hermano en el palacio del Elíseo, en la sala de fiestas, algo menos estrecha, y que contemplaría a través de los ventanales cómo el viento agitaba las hojas de los robles del parque, como si me hicieran señales, como si me invitaran a salir al jardín presidencial. Aquella noche, tumbado sobre un banco de cemento a eso de las cuatro de la madrugada, la situación me parecía bien simple: Dios creía en mi hermano, y a mí me había abandonado. ¿Cómo dos seres tan unidos en la infancia habían podido conocer destinos tan dispares? A mí me acababan de interrogar por consumo de estupefacientes en la calle con un amigo. En la celda de al lado, un carterista golpeaba el cristal con el puño sin demasiada convicción, pero con la suficiente regularidad como para impedir el sueño de los demás detenidos. De todos modos, dormir era una quimera, ya que, aun cuando los encarcelados dejaban de berrear, los policías no paraban de dar voces en el pasillo, como si sus prisioneros estuvieran sordos. Flotaba en el aire un olor a sudor, a vómito y a estofado de ternera con zanahorias mal recalentado en el microondas. El tiempo pasa muy lentamente cuando uno no tiene su reloj y a nadie se le ocurre apagar la luz blanca de neón que parpadea en el techo. A mis pies, un esquizofrénico sumido en un coma etílico gemía, roncaba y se tiraba pedos echado en el mugriento suelo de hormigón. Hacía frío y sin embargo me ahogaba. Me esforzaba por no pensar en nada, pero es imposible: cuando se encierra a alguien en un agujero de dimensiones reducidas, no para de darle vueltas a la cabeza; intenta en vano ahuyentar el pánico; algunos suplican de rodillas que los dejen salir, o sufren crisis nerviosas, a veces incluso intentan poner fin a su vida o confiesan crímenes que no han cometido. Yo habría dado cualquier cosa por un libro o por un somnífero. Como no tenía ni lo uno ni lo otro, empecé a escribir todo esto en mi mente, sin bolígrafo, con los ojos cerrados. Espero que este libro os permita evadiros tanto como a mí esa noche.

2. LA GRACIA DESVANECIDA

No me acuerdo de mi infancia. Cuando lo digo, nadie me cree. ¡Todo el mundo se acuerda de su pasado! ¿Para qué vivir, si la vida se olvida? En mí no queda nada de mí mismo; de los cero a los quince años, me enfrento a un agujero negro (en el sentido astrofísico: «objeto masivo cuyo campo gravitatorio es tan intenso que impide que se escape cualquier forma de materia o radiación»). Durante mucho tiempo creí que era normal, que los demás padecían la misma amnesia que yo, pero si les preguntaba: «¿Te acuerdas de tu infancia?», me contaban un montón de historias. Me avergüenza que mi biografía esté escrita con tinta simpática. ¿Por qué no es indeleble mi infancia? Me siento excluido del mundo, ya que el mundo tiene una arqueología y yo no. He borrado mi rastro como un criminal fugitivo. Cada vez que menciono esta debilidad mía, mis padres levantan los ojos al cielo, mi familia protesta, mis amigos de infancia se molestan y mis exnovias amenazan con sacar a la luz documentos fotográficos.
–¡No has perdido la memoria, Frédéric, sencillamente te importamos un comino!
Los amnésicos resultan ofensivos, sus allegados los toman por negacionistas, como si el olvido fuera siempre voluntario. Yo no miento por omisión: rebusco en mi vida como en un baúl vacío, y no encuentro nada; soy un desierto. A veces oigo murmurar a mis espaldas: «A ése no consigo ubicarlo.» Estoy de acuerdo. ¿Cómo queréis situar a alguien que ignora de dónde viene? Como dice Gide en Los falsificadores de moneda, estoy «construido sobre pilotes: sin cimientos ni subsuelo». La tierra se hunde bajo mis pies, levito sobre un colchón de aire, soy una botella que flota sobre el mar, un móvil de Calder. Para agradar a los demás, he renunciado a tener columna vertebral, he querido fundirme con el decorado cual Zelig, el hombre camaleón. Olvidar la propia personalidad, perder la memoria para ser querido: convertirse, para seducir, en lo que escogen los demás. En lenguaje psiquiátrico, este desorden de la personalidad se llama «déficit de conciencia centrada». Soy una forma hueca, una vida sin fondo. Según me han contado, de pequeño tenía colgado en mi cuarto de la rue Monsieurle-Prince el póster de una película: Mi nombre es Nadie. Sin duda, me identificaba con el protagonista.
Jamás he escrito otra cosa que las historias de un hombre sin pasado: los protagonistas de mis libros son los productos de una época de inmediatez, perdidos en un presente desarraigado, habitantes transparentes de un mundo en el que los sentimientos son efímeros como mariposas, en el que el olvido protege del dolor. Es posible, soy la prueba de ello, no conservar en la memoria más que fragmentos de la propia infancia, y la mayor parte falsos o moldeados a posteriori. Semejante amnesia viene alentada por nuestra sociedad: incluso el futuro perfecto está en vías de extinción gramatical. Pronto mi deficiencia será banal, mi caso se acabará generalizando. A pesar de todo, reconozcamos que no es muy habitual desarrollar los síntomas de la enfermedad de Alzheimer a mitad de la vida.
A menudo reconstruyo mi infancia por pura educación.
–Que sí, Frédéric, ¿no te acuerdas?
Amablemente, asiento con la cabeza:
–Sí, claro, coleccioné los cromos Panini, fui fan de las Rubettes, ¡ahora caigo!
Con gran desolación, tengo que confesarlo: jamás caigo en nada; soy mi propio impostor. Ignoro por completo dónde estaba entre 1965 y 1980; acaso sea éste el motivo de que esté tan perdido hoy en día. Espero que haya un secreto, un sortilegio oculto, una fórmula mágica que descubrir para salir de este laberinto íntimo. Si mi infancia no es una pesadilla, ¿por qué el cerebro mantiene mi memoria en semejante estado de letargo?

3. AUTOFLASHBACKS

Fui un niño obediente, que seguía dócilmente a su madre en sus peregrinaciones a la vez que se peleaba con su hermano mayor. Formo parte de la masa de niños no problemáticos. A veces me asalta un temor: a lo mejor no me acuerdo de nada porque no hay nada que recordar. De ser así, mi infancia sería una larga sucesión de días vacíos, aburridos, insulsos, monótonos como las olas de la playa. ¿Y si en realidad me acuerdo de todo? ¿Y si en los albores de mi existencia no hubiera ningún acontecimiento destacable? Una infancia protegida, mimada, privilegiada, sin originalidad ni relevancia... ¿Y de qué me puedo quejar? Escapar al infortunio, la tragedia, el duelo y los accidentes es una suerte en la construcción de todo ser humano. En ese caso, este libro sería una investigación sobre el tedio, el vacío, un viaje espeleológico al fondo de la normalidad burguesa, un reportaje sobre la banalidad francesa. Todas las infancias desahogadas son iguales, quizá no merezcan que nadie se acuerde de ellas. ¿Es posible poner en palabras todas las etapas que un niño estaba condenado a franquear en París en los años sesenta y setenta? Me gustaría relatar mi mitad correspondiente de deducción por hijo a cargo en la declaración de la renta de mis padres.
Mi única esperanza al iniciar tamaña zambullida es que la escritura haga revivir la memoria. La literatura se acuerda de lo que nosotros hemos olvidado: escribir es leer en uno mismo. La escritura reaviva el recuerdo; se puede escribir igual que se exhuma un cadáver. Todo escritor es un ghostbuster, un cazador de fantasmas. Se han observado curiosos fenómenos de reminiscencias involuntarias en algunos novelistas célebres. La escritura posee un poder sobrenatural. Se puede empezar un libro como si se consultara a un vidente o a un morabito. El autobiógrafo se sitúa en el cruce de caminos entre Sigmund Freud y Madame Soleil. En ¿Para qué sirve la escritura?, un artículo de 1969, Roland Barthes afirma que «la escritura (...) cumple una tarea cuyo origen es indiscernible». Esta tarea ¿podría ser el retorno repentino del pasado olvidado? ¿Proust, su magdalena, su sonata, los dos adoquines desiguales a la entrada del palacio de Guermantes, que lo elevan a «las silenciosas alturas del recuerdo»? Uf, no me presionéis tanto, por favor. Prefiero escoger un ejemplo igual de ilustre pero más reciente. En 1975, Georges Perec empieza W o el recuerdo de la infancia con esta frase: «No tengo recuerdos de infancia.» El libro entero rebosa de ellos. Ocurre algo misterioso cuando cerramos los ojos para convocar nuestro pasado: la memoria es como la taza de sake que te sirven en algunos restaurantes chinos, con una mujer desnuda que aparece progresivamente en el fondo y desaparece a medida que el recipiente se va secando. La veo, la contemplo, pero cuando me acerco a ella se me escapa, se volatiliza: así es mi infancia perdida. Rezo para que el milagro acontezca en este libro y mi pasado se vaya revelando lentamente, como si fuera una Polaroid. Si me permitís que me cite a mí mismo –y en un texto autobiográfico intentar evitar el egocentrismo sería añadir el ridículo a la pretensión–, este curioso fenómeno ya se ha producido. Mientras escribía Windows on the World, en 2002, una escena surgió de pronto de la nada: una fría mañana del invierno de 1978, salgo del piso de mi madre para ir andando hasta el instituto, con la cartera a la espalda y evitando las rayas de cemento que separan las baldosas de la acera. Echo bocanadas de vaho, me muero de aburrimiento y me retengo de echarme bajo las ruedas del 84. El capítulo termina con esta frase: «Nunca he salido de aquella mañana.» Un año más tarde, la última página de El egoísta romántico evoca el olor a cuero que tanto me repugnaba cuando era pequeño en los automóviles ingleses de mi padre. Cuatro años después, mientras redactaba Socorro, perdón, me acordé con placer de un sábado por la noche en el dúplex de mi padre, en el que mis zapatillas y mis sonrojos habían seducido a unas cuantas modelos nórdicas mientras escuchaban el disco doble naranja de Stevie Wonder. Atribuí esos recuerdos a personajes de ficción (Oscar y Octave), pero nadie creyó que fueran inventados. Intentaba hablar de mi infancia sin atreverme del todo.
A partir del divorcio de mis padres, mi vida se divide en dos: por un lado, la melancolía materna; por el otro, el hedonismo paterno. A veces, el ambiente se invertía: cuanto más levantaba el ánimo mi madre, más se refugiaba mi padre en el silencio. Los humores de mis progenitores fueron los vasos comunicantes de mi infancia. La misma palabra vase, que en francés puede significar «vaso» y también «cieno», evoca la idea de arenas movedizas. Probablemente, tuve que edificarme sobre un terreno blando. Para que uno de mis padres fuera feliz, era preferible que el otro no lo fuera. Esta lucha no era consciente, al contrario, nunca hubo el menor rastro visible de hostilidad entre ellos; este movimiento pendular era aún más implacable precisamente porque mantenía intacta su sonrisa.

4. VOCALES, CONSONANTES

El 28 de enero de 2008, la velada había empezado bien: cena regada de buenos vinos seguida de la ronda habitual por locales oscuros ingiriendo chupitos de vodka multicolores, con sabor a regaliz, a coco, a fresa, a menta, a curazao. Bebidos de un trago, los vasos negros, blancos, rojos, verdes, azules, tenían el color de las vocales de Rimbaud. Tarareaba Where is my mind de los Pixies sobre mi scooter, disfrazado de adolescente, con botas camperas de ante y media melena desgreñada, ocultando mi edad detrás de la barba y un impermeable negro. Hace más de veinte años que practico este tipo de deriva nocturna. Es mi deporte favorito, el de los viejos que se niegan a envejecer. No es nada fácil ser un niño prisionero en un cuerpo de adulto amnésico.
En Sodoma y Gomorra, el marqués de Vaugoubert quiere parecer «joven, viril y encantador, cuando, en realidad, ya no se atrevía a ir a mirar en el espejo cómo las arrugas se fijaban en el contorno de un rostro que le habría gustado conservar lleno de atractivo». Queda claro, pues, que el problema no es nada nuevo; Proust utilizó el nombre del castillo de mi bisabuelo Thibaud. Una ligera embriaguez empezaba a acolchar la realidad, a ablandar mi huida, a hacer aceptables mis chiquilladas. Desde hacía un mes, una nueva ley de la República había prohibido fumar en el interior de las discotecas, y se había formado una pequeña aglomeración sobre la acera de la avenue Marceau. Yo era un no fumador solidario con las bellas muchachas con zapatos de tacón de charol que se inclinaban sobre mecheros encendidos. Durante un instante fugaz, sus rostros se iluminaban como en los lienzos de Georges de La Tour. Con una mano sostenía un vaso, y con la otra rodeaba hombros fraternales. Besaba la mano de una camarera en busca de un papel en alguna película o tiraba del pelo a un redactor jefe de revista sin lectores. Una generación insomne se reunía un lunes por la noche para luchar contra el frío, la soledad, la crisis que se vislumbraba ya en el horizonte, quién sabe, las excusas para emborracharse nunca escaseaban. Había también un actor de cine de autor, algunas mujeres en el paro, vigilantes de discoteca negros y blancos, un cantante pasado de moda y un escritor a quien yo había publicado la primera novela. Cuando éste sacó una bolsita blanca y vertió unos polvitos sobre el capó de un Chrysler negro que centelleaba en el callejón de atrás, nadie protestó. Nos divertía desafiar la ley; vivíamos una época de Prohibición, era momento de desobedecer como Baudelaire y Théophile Gautier, Ellis y McInerney, o como Blondin, a quien Nimier fue a sacar de la comisaría disfrazado de chófer de librea. Empecé a machacar meticulosamente las piedrecitas blancas con mi tarjeta de crédito de plástico dorado mientras mi colega escritor se quejaba de una amante que era más celosa aún que su mujer, hecho que consideraba (y creedme si os digo que yo asentía con la cabeza) de una falta de gusto imperdonable. De pronto, la luz de una sirena me hizo levantar los ojos. Un coche bicolor se detuvo frente a nosotros. Sobre la puerta blanca, subrayadas por un rectángulo rojo, había pintadas unas extrañas letras azules. La letra P. Consonante. La letra O. Vocal. La letra L. Consonante. La letra I. Vocal. Me vino a la cabeza aquel concurso de la televisión, «Cifras y letras». La letra C. Nada... ¡Mecachis! La letra E. Sin duda aquellas letras dispersas escondían un sentido. Alguien intentaba prevenirnos, pero ¿de qué? Una sirena empezó a berrear mientras su luz azul daba vueltas como en una pista de baile. Salimos disparados como conejos. Como conejos enfundados en chaquetas entalladas. Como conejos con botines de suela lisa. Como conejos desconocedores de que el 28 de enero de 2008 se abría la veda en el distrito VIII. Uno de los dos conejos había olvidado incluso su tarjeta de crédito sobre el capó del coche, con su nombre termoformado encima, y al otro ni se le pasó por la cabeza deshacerse de los paquetes ilegales que llevaba en los bolsillos. Esta fecha marca el fin de mi juventud interminable.

5. RETAZOS DE ARRESTO

Es a ti a quien he buscado todo este tiempo,
en esos sótanos ensordecedores, en esas pistas en las que no bailaba,
en un bosque de personas,
bajo los puentes de luz y las sábanas de piel, al cabo de los pies maquillados que sobresalían en las camas en llamas,
en el fondo de aquellas miradas sin promesas,
en los patios traseros de edificios cojos, más allá de las bailarinas abandonadas y los barmans borra...

Índice

  1. Portada
  2. PREFACIO
  3. PRÓLOGO
  4. 1. LAS ALAS CORTADAS
  5. 2. LA GRACIA DESVANECIDA
  6. 3. AUTOFLASHBACKS
  7. 4. VOCALES, CONSONANTES
  8. 5. RETAZOS DE ARRESTO
  9. 6. GUÉTHARY, 1972
  10. 7. LOS INFIERNOS NATURALES
  11. 8. MIS PRIMERAS CALABAZAS
  12. 9. UNA NOVELA FRANCESA
  13. 10. EN FAMILIA
  14. 11. FIN DE REINADO
  15. 12. ANTES DE SER MIS PADRES, ERAN VECINOS
  16. 13. REVELACIONES SOBRE LOS LAMBERT
  17. 14. DECLARACIÓN DE INTENCIONES
  18. 15. CARENCIA AFECTIVA
  19. 16. DÍAS TRANSCURRIDOS EN NEUILLY
  20. 17. CAPÍTULO CLAUSTROFÓBICO
  21. 18. DIVORCIO A LA FRANCESA
  22. 19. LOS «NO-A» DE VAN VOGT Y LA «A» DE FRED
  23. 20. MADAME RATEL PINTA
  24. 21. DEDO OLVIDADO
  25. 22. RETORNO A GUÉTHARY
  26. 23. LA RUE MAÎTRE-ALBERT
  27. 24. LOS CASETES
  28. 25. EL NIÑO REVELADOR
  29. 26. DIGRESIÓN CIENTÍFICA
  30. 27. LA TRAVESÍA DE PARÍS
  31. 28. HERMANO DEL PRECEDENTE
  32. 29. VIVIR MEJOR
  33. 30. LOS NIÑOS CONSENTIDOS
  34. 31. DEPÓSITO LEGAL
  35. 32. SUEÑOS Y MENTIRAS
  36. 33. LA FALSA VERDAD
  37. 34. EL SEGUNDO PADRE
  38. 35. FIN DE LA AMNESIA
  39. 36. EL DÍA EN QUE ROMPÍ EL CORAZÓN A MI MADRE
  40. 37. INVENTARIO PARENTAL
  41. 38. EL SUEÑO FRANCÉS
  42. 39. MITÓMANOS
  43. 40. LIBERACIÓN
  44. 41. NUEVA YORK, 1981 O 1982
  45. 42. BALANCE
  46. 43. LA A DE LA ATLÁNTIDA
  47. EPÍLOGO
  48. Créditos
  49. Notas