Pálido fuego
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Pálido fuego

  1. 320 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Una obra maestra, originalísima, desconcertante y diabólicamente divertida, repleta de alambicada ironía y mortífero humor. 

Nos hallamos ante una obra maestra, un «tour de force», una novela originalísima, desconcertante y diabólicamente divertida, que figura entre las preferidas de su propio autor y en la que refulge, de forma inigualable, su alambicada ironía y su mortífero humor. "Pálido fuego" se presenta como la edición póstuma de un largo poema escrito por John Shade, gloria de las letras norteamericanas, poco antes de ser asesinado. En efecto, la novela consta del susodicho poema, más un prólogo, un voluminosísimo corpus de notas y un índice comentado del editor, el profesor Charles Kinbote.

A través de sus prolijos y entrometidos comentarios sobre el poema, sobre su amistad con Shade los meses anteriores a su muerte, y sobre el lejano reino de Zembla, que tan precipitadamente tuvo que abandonar, Kinbote va trazando un hilarante autorretrato, en el que acaba por delatarse como un individuo intolerante y altivo, excéntrico y perverso, un auténtico y peligroso chiflado. En este sentido, podría decirse que Pálido fuego es también una novela de intriga, en la que al lector se le invita a tomar el papel de detective.

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Información

Año
2006
ISBN del libro electrónico
9788433938763
Categoría
Literatura

Pálido fuego

Poema en cuatro cantos

CANTO PRIMERO

1
Yo era la sombra del picotero asesinado
por el falaz azur de la ventana;
era la mancha de plumón ceniza, y vivía,
volaba siempre en el cielo reflejado.
Y desde adentro también me duplicaba,
yo mismo, mi lámpara, la manzana en un plato:
corriendo la cortina, el vidrio oscuro
suspendía los muebles en la hierba,
¡y qué delicia cuando una nevada
10
ese atisbo de césped ocultaba
y entonces silla y cama se posaban justo
en la nieve, fuera, en la tierra de cristal!
Retomar la nevada: cada copo a la deriva
informe y lento, opaco e inestable,
blanco mate y sombrío contra el blanco pálido del día
y abstractos alerces en la luz neutral.
Y después el doble azul gradual
cuando la noche une al que ve y a lo visto,
y en la mañana diamantes de la escarcha
20
expresan el asombro: ¿Qué espolonadas patas han cruzado
de izquierda a derecha la página en blanco del camino?
Leyendo de izquierda a derecha en el código invernal:
una tilde, una flecha invertida... ¡Las patas de un faisán!
Belleza con gorguera, ortega sublimada
que descubres tu China justo tras de mi casa.
¿Era de Sherlock Holmes el personaje aquel
cuyas huellas retrocedían al invertir los zapatos?
Todos los colores me hacían feliz, incluso el gris.
30
Mis ojos eran tales que literalmente
fotografiaban. Siempre que yo lo permitía
o, con un temblor silente, lo ordenaba,
todo lo que caía en mi campo visual
–una escena de interior, las hojas de un nogal, los esbeltos
estiletes de una helada estalactita–
e impreso en mis párpados, por dentro,
quedaba rezagado una hora, o dos,
y entre tanto, me bastaba
cerrar los ojos para reproducir las hojas,
40
o la escena de interior, o los trofeos del alero.
No entiendo por qué podía desde el lago
distinguir nuestra entrada cuando iba
por Lake Road a dar clase, y ahora aunque no haya
árbol que se interponga, miro pero no veo
ni siquiera el tejado. Tal vez un recodo del espacio
ha formado un pliegue o surco desplazando
la frágil perspectiva, la casa de madera
entre Goldsworth y Wordsmith en su cuadro de verde.
Yo tenía allí un nogal joven, favorito,
50
de amplias hojas jade oscuro y negro, y fino
tronco vermiculado. El sol poniente
pavonaba la corteza negra y alrededor, como guirnaldas
desatadas, caían las sombras del follaje.
Ahora es fuerte y rugoso; ha crecido bien.
Las mariposas blancas se vuelven lavanda cuando
atraviesan su sombra, donde parece mecerse
delicadamente el fantasma del columpio de mi hijita.
La casa es más o menos la misma. Un ala
ha sido restaurada. Hay un solario. Hay una
60
gran ventana flanqueada de sillas fantasiosas.
El enorme sujetapapeles de la TV brilla ahora en lugar
de la rígida veleta tantas veces visitada
por el ingenuo, leve mirlo
que repetía todos los programas escuchados,
pasando de chipo-chipo a un claro
tu-ui, tu-ui, y luego a un grito ronco: come here,
come here, come herrr, meneando la erguida cola
o entregándose con gracia a una suave
ascendente pirueta y volviendo (¡tu-ui!)
70
enseguida a su pértiga, la nueva TV.
Yo era muy pequeño cuando mis padres murieron.
Los dos eran ornitólogos. He tratado
tantas veces de evocarlos que hoy
tengo un millar de padres. Tristemente
con sus propias virtudes se confunden, y se borran,
pero ciertas palabras, palabras oídas al azar,
como «corazón frágil», siempre aluden a él,
y «cáncer de páncreas», a ella se refieren.
Un preterista: el que recoge nidos abandonados.
80
Aquí estaba mi dormitorio, ahora reservado a los huéspedes.
Aquí, arropado por la criada canadiense,
escuchaba el murmullo de la conversación de abajo, y rezaba
para que todos estuvieran siempre bien,
tíos y tías, la criada, su sobrina Adèle,
que había visto al Papa, gentes de los libros, y Dios.
Me crió mi querida, extravagante tía Maud,
poeta y pintora que gustaba
de objetos realistas mezclados
con grotescas ramificaciones e imágenes de perdición.
90
Vivió para escuchar el primer llanto del niño siguiente. Su cuarto
lo hemos conservado intacto. Sus fruslerías componen
una naturaleza muerta a su manera: el pisapapeles
de vidrio convexo que encierra una laguna,
el libro de versos abierto en el índice (Luna,
Lunar, Luto, Luz), la guitarra abandonada,
la calavera, y un recorte del Star local:
Los Red Sox baten a los Yanks 5 a 4, sobre
el Homero de Chapman, clavado en la puerta.
Mi Dios murió joven. La teolatría me parecía
100
degradante, y sus premisas, inciertas.
Ningún hombre libre necesita un Dios; ¿pero era yo libre?
¡Con qué plenitud sentía a la naturaleza pegada a mí
y cómo amaba mi paladar infantil el gusto
mitad miel, mitad pescado de esa dorada cola!
Desde la infancia mi libro de imágenes fue
el pergamino pintado que tapiza nuestra jaula:
anillos morados alrededor de la luna; un sol naranja sanguina;
el iris doble, y ese raro fenómeno,
la irídula –cuando, extraña y magnífica,
110
en un cielo brillante, sobre una cadena montañosa,
una nubecilla ópalo de forma oval
refleja el arco iris de una tormenta
montada en un valle distante–,
pues estamos muy artísticamente enjaulados.
Y el muro del sonido: el muro nocturno
que un trillón de grillos levantan en el crepúsculo.
¡Impenetrable! A medio camino, en la colina,
me detenía avasallado por sus delirantes trinos.
Es la luz del doctor Sutton. Es la Osa Mayor.
120
Hace mil años cinco minutos eran
iguales a cuarenta onzas de fina arena.
Mirar fijo las estrellas. Infinito pasado
e infinito futuro: por encima de tu cabeza
como alas gigantes se cierran, y estás muerto.
El común de los mortales, diría yo,
es más feliz: ve la Vía Láctea
sólo cuando orina. Entonces como ahora
yo caminaba por mi cuenta y riesgo: fustigado por las ramas,
tropezando en las cepas. Asmático, cojo y gordo,
130
nunca hice rebotar una pelota ni empuñé un bate.
Yo era la sombra del picotero asesinado
por la ficticia lejanía del cristal de la ventana.
Tenía un cerebro, cinco sentidos (uno de ellos único),
pero en todo lo demás era un engendro ridículo.
En mis sueños nocturnos jugaba con otros chicos,
pero en realidad no envidiaba nada, salvo quizá
el milagro de una lemniscata trazada
en la húmeda arena por las ruedas descuidadamente
diestras de una bicicleta.
Un hilo de dolor sutil
140
que la traviesa muerte mueve, suelta después,
pero siempre presente, corre a través de mí. Un día,
acababa de cumplir once años, mientras tendido
en el suelo contemplaba un juguete de cuerda
–un carrito de lata tirado por un muchacho de lata–
que pasaba entre las patas de las sillas y se perdía debajo de la cama,
irrumpió de pronto el sol en mi cabeza.
Y después la negra noche. Aquella negrura era sublime.
Me sentía disperso en el espacio y en el tiempo:
un pie en la cima de una montaña, una mano
150
bajo los guijarros de un arroyo jadeante,
una oreja en Italia, un ojo en España,
en las grutas mi sangre y en las estrellas mi cerebro.
Había sordas palpitaciones en mi Triásico; verdes
manchas ópticas en el Pleistoceno Superior,
y un estremecimiento helado en mi Edad de Piedra,
y todos los mañanas en mi huesecillo de la risa.
Durante un invierno, cada tarde
me hundí en aquel desmayo momentáneo.
Y después desapareció. Se borró su recuerdo.
160
Mi salud mejoró. Hasta aprendí a nadar.
Pero como un muchachito obligado a calmar
con su pura lengua la abyecta sed de una mujer,
fui corrompido, aterrado, fascinado,
y aunque el viejo doctor Colt me declaró curado
de lo que, decía, eran sobre todo males del crecimiento,
la maravilla dura y la vergüenza permanece.

CANTO SEGUNDO

Hubo un tiempo, en mi loca juventud,
en que sospeché vagamente que la verdad
sobre la supervivencia después de la muerte era conocida
170
por cada ser humano; sólo yo
no sabía nada, y una gran conspiración
de libros y personas me ocultaba la verdad.
Hubo un día en que empecé a dudar
de la cordura del hombre: ¿Cómo podía vivir sin
saber con certeza qué alba, qué muerte, qué castigo
aguardaba a la conciencia más allá de la tumba?
Y finalmente fue la noche insomne
en que decidí explorar y combatir
el inmundo, el inadmisible abismo
180
dedicando toda mi perversa vida a esta
tarea única. Hoy cumplo sesenta y un años. Los picoteros
picotean las bayas. Una cigarra canta.
Las tijeritas que estoy usando son
una deslumbrante síntesis de sol y estrella.
De pie delante de la ventana, me corto
las uñas y tengo una vaga conciencia
de ciertos parecidos fugitivos: el pulgar,
el hijo de nuestro almacenero; el índice, delgado y taciturno,
el astrónomo del College, Starover Blue;
190
el mediano, un sacerdote alto que conocí;
el femenino anular, una vieja coqueta;
y el auricular, un niñito prendido a su falda.
Y gesticulo mientras me corto las finas
pieles de lo que Tía Maud llamaba «cutícula».
Maud Shade tenía ochenta años cuando un brusco silencio
cayó sobre su vida. Vimos la rojez furiosa
y la torsión de la parálisis asaltar
su noble mejilla. La trasladamos a Pinedale,
célebre por su sanatorio. Se quedaba allí sentada
200
al sol vidriado y miraba la mosca posarse
en su vestido y luego en su muñeca.
Su espíritu iba desvaneciéndose en la bruma creciente.
Aún podía hablar. Se detenía, tanteaba y encontraba
algo que parecía primero un sonido utilizable,
pero desde las células adyacentes, unos impostores ocupaban
el lugar de las palabras necesarias, y su mirada
deletreaba la súplica mientras trataba en vano
de razonar con los monstruos de su cerebro.
¿Qué momento de la desintegración gradual
210
elige la resurrección? ¿Qué año? ¿Qué día?
¿Quién tiene el cronómetro? ¿Quién arrolla la cinta?
¿Son algunos menos afortunados o escapan todos?
Silogismo: Otros hombres mueren; pero
yo no soy otro; por lo tanto no moriré.
El espac...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRÓLOGO
  3. PÁLIDO FUEGO. POEMA EN CUATRO CANTOS
  4. ÍNDICE
  5. NOTAS
  6. CRÉDITOS