La utilidad del deseo
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La utilidad del deseo

  1. 392 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La utilidad del deseo

Descripción del libro

El nuevo volumen de ensayos literarios de Juan Villoro: un festín de erudición, inteligencia, originalidad y apasionamiento.

Los hermanos Grimm ampararon sus cuentos bajo el lema: «Entonces, cuando desear todavía era útil.» Hubo una remota arcadia en la que las hadas recompensaban la esperanza. Novelista, dramaturgo, autor de cuentos infantiles, Juan Villoro entiende la lectura como un regreso al momento esquivo y meritorio en que el placer tiene su oportunidad.

La utilidad del deseo prosigue la aventura iniciada en los libros de ensayos Efectos personales y De eso se trata, también en Anagrama. En esta nueva escala, Villoro se ocupa, entre otros temas, de la inagotable isla de Daniel Defoe, la celeridad y la culpa en Nikolái Gógol, el arte de condenar de Karl Kraus, la empatía de la pluma con el bisturí, la fábula de la conciencia de Peter Handke, las insólitas semejanzas entre los incomparables Ramón López Velarde y James Joyce, los enigmas de la traducción, la tensión entre verdad y mentira en Gabriel García Márquez y las cartas privadas de Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti y Manuel Puig; lo hace con un rigor y una hondura siempre aliados a una gozosa fluidez.

Rodrigo Fresán ha señalado que las raíces de un escritor no están en el suelo sino en las paredes: son los libros que ha leído. Este volumen abre las puertas de una casa para conocer el revés de una trama: las lecturas que han formado a un autor; un autor, Juan Villoro, que en La utilidad del deseo despliega una mezcla triunfal de erudición, inteligencia y originalidad de mirada que contagia al texto (y al lector) del mismo apasionamiento que ha llevado a escribirlo.

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Información

Año
2017
ISBN de la versión impresa
9788433964168
ISBN del libro electrónico
9788433938435
Categoría
Literatura

III. La orilla latinoamericana

«HISTÓRICAS PEQUEÑECES»

Vertientes narrativas en Ramón López Velarde1
UN CLÁSICO REVISITADO
Muerto a los treinta y tres años, Ramón López Velarde ingresó de inmediato en la leyenda. José Vasconcelos, ministro de Educación, editó sesenta mil ejemplares de la revista El Maestro con su poema «La suave Patria», y el presidente Álvaro Obregón decretó tres días de luto cívico.
No hay nada más equívoco que un «poeta nacional», como se ha llamado a López Velarde. Nadie puede suplantar con sus versos a un país. El autor de La sangre devota ha contado con el dudoso privilegio de representar las esquivas esencias vernáculas. También ha sido el poeta más y mejor leído de México, de la temprana interpretación de Xavier Villaurrutia a las rigurosas ediciones preparadas por José Luis Martínez, pasando por los ensayos decisivos de Allen W. Phillips, Martha Canfield, Octavio Paz, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco. Autores de mi generación o cercanos a ella, como Luis Miguel Aguilar, Marco Antonio Campos, Guillermo Sheridan, David Huerta, Gonzalo Celorio, Vicente Quirarte, Víctor Manuel Mendiola y Eduardo Hurtado han contribuido a mantener viva la flama de su poesía.
En 1946 afirmaba José Luis Martínez: «Todos coincidimos, caso excepcional en este país de díscolos, en la preferencia, en la adhesión y en el amor por la poesía y la prosa de López Velarde.»
Desde entonces nada ha escapado a la pericia crítica. Se han discutido minucias como la referencia al «ala de mosca», tela translúcida ideal para el truco poético de ocultar y revelar un cuerpo, y sus influencias han sido aclaradas; nuestro poeta desciende de Góngora, Valle-Inclán, Nervo, Laforgue, Lugones, Othón, Rodenbach y Baudelaire. En un brillante ensayo, el escritor potosino Juan Noyola Vázquez esclareció las deudas de López Velarde con el español Andrés González Blanco, que entendió la provincia como un sitio abandonado al que regresa la memoria adolorida:
aquella melancólica
capital de provincia
desoladamente burocrática
En estos versos se insinúa la «tristeza reaccionaria» del poeta mexicano.
Ramón Modesto López Velarde nació en Jerez, Zacatecas, en 1888. Alcanzó la madurez poética de 1908 a 1921, año de su muerte, lo cual significa que escribió durante la Revolución. Su acendrado catolicismo no le impidió colaborar con Francisco I. Madero. Esta militancia y su tardío poema «La suave Patria» permitieron que fuera visto como un autor «nacionalista» e incluso «revolucionario». No faltó quien le atribuyera fragmentos del Plan de San Luis.
López Velarde creía en el libre juego democrático; apoyó a Madero, pero repudiaba la violencia y lanzó dardos contra Zapata.
En junio de 1914, una división villista mató a Inocencio López Velarde, tío del poeta y sacerdote en su bautizo. El asesinato reforzó su rechazo a la lucha armada. No sabemos cómo habría reaccionado ante la Guerra Cristera o ante el México jacobino y posrevolucionario.
En un ejercicio desmitificador, José Emilio Pacheco lo imagina favorecido por el presidente Miguel Alemán, quien fue su alumno en la preparatoria, ocupando cargos en la burocracia cultural, convertido en una parda gloria oficialista. En ese mundo paralelo fabulado por Pacheco, el poeta venerado es Pedro Requena Legarreta, quien murió a los veinticinco años y que hoy casi nadie recuerda. Ignoramos lo que López Velarde habría hecho para consolidar o entorpecer su trayectoria con una vida dilatada.
La posteridad está hecha de malentendidos y modifica la vida de sus favoritos. López Velarde es un personaje central del relato de la modernidad mexicana. Vivió en crisis con su país, pero su destino fue similar al de José Guadalupe Posada. El grabador murió en el anonimato, sin saber que era un artista. En forma póstuma, fue convertido en precursor de una revolución en la que no creía. Su talento para trazar cuadros de costumbres y sintonizar con el humor del pueblo hizo que, por extensión, se asumiera que militaba en causas progresistas. No fue así. Revolucionó el grabado sin compartir la ideología revolucionaria.
A diferencia de Posada, López Velarde sí fue maderista, pero no creyó en las promesas de los demás caudillos. Como ha señalado Gabriel Zaid, su nacionalismo es el del criollo que defiende la identidad amenazada por la influencia norteamericana. No busca el pintoresquismo ni la acorazada permanencia de la tradición. Su estilo para buscar lo propio es audaz. Zaid resume esta tensión con una frase maestra: en López Velarde encontramos «la mala conciencia originalísima que exalta los valores de una manera muy poco tradicional». Al defender la costumbre, la transforma.
Octavio Paz precisó los límites del fervor patrio velardiano: «Su nacionalismo brota de su estética –y no a la inversa. Es parte de su amor a esa realidad que todos los días vemos con mirada desatenta y que espera unos ojos que la salven. Su nacionalismo es un descubrimiento.» El cantor de «La suave Patria» recupera lo propio con el asombro sensorial de quien nunca lo ha visto. Como Quevedo, puede afirmar: «Nada me desengaña, el mundo me ha hechizado.»
Las discusiones en torno a los dos libros que publicó en vida (La sangre devota y Zozobra) y a sus tres libros póstumos (Son del corazón, El minutero y El don de febrero) han sido suficientes para mitificarlo y desmitificarlo. «El muchacho de Zacatecas nos plantea, dentro de sus diez años de ejercicio, más de mil referencias bibliográficas», comentó Juan José Arreola.
De un poeta así queremos saberlo todo. Al respecto escribe Pacheco: «No nos basta con tus poemas: queremos entrar a saco en tus papeles privados, revisar tus sábanas, descubrir tus huellas genitales, exhumar tu cuenta bancaria (tú ni siquiera llegaste a tener una cuenta bancaria), tu historia clínica», y remata: «Has caído en manos de la policía judicial literaria.»
Convertido en estatua, santo milagrero, calle y sitio web, López Velarde sirve de pretexto para que un tequila se llame La suave Patria y para que se bautice a las niñas con el nombre de Fuensanta, su inalcanzable musa. Mártir cristiano, héroe cívico, leyenda digna de un corrido, el hombre que murió a la edad de Cristo se somete al fecundo placer de la lectura y a los equívocos de la adoración.
Por otra parte, se trata de un clásico «hacia dentro», que rara vez rebasa nuestras fronteras. Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo lo admiraron; Guillermo Sucre, Martha Canfield y Allen W. Phillips le han dedicado páginas notables, y Samuel Beckett lo tradujo, pero no deja de ser un autor que apenas se conoce fuera del país.
La mejor semblanza que le dedica un extranjero es ficticia. Pablo Neruda inventó que había vivido en la casa de los López Velarde en Coyoacán: «Todos los salones estaban invadidos de alacranes, se desprendían las vigas atacadas por eficaces insectos y se hundían las duelas de los suelos como si caminara por una selva humedecida [...]. La casa fantasmal conservaba aún un retazo del antiguo parque, colosales palmeras y ahuehuetes, una piscina barroca, cuyas trizaduras no permitían más agua que la de la luna, y por todas partes estatuas de náyades del año 1910.» El poeta jerezano, que nunca compró una casa, merecía el paraíso lunar que le imaginó Neruda.
Celebrado hasta la devoción en México, López Velarde aún depara zonas de misterio. Una de ellas es su influencia en la narrativa.
LA POESÍA DE LA PROSA
Cuando un alumno de la Universidad de Cornell se acercaba a Vladimir Nabokov en busca de consejo para escribir una novela, el dramático emigrado ruso contestaba: «Lea poesía.»
La gran narrativa del siglo XX fue una intensa aventura poética que llevó los nombres de Jorge Luis Borges, William Faulkner, Hermann Broch, Thomas Mann, Marcel Proust, James Joyce, Italo Svevo, Juan Carlos Onetti, Ramón María del Valle-Inclán, Vladimir Nabokov o Juan Rulfo.
En alemán, la palabra «Dichter» se refiere a un poeta pero también a un narrador de envergadura. Goethe extendió su búsqueda poética a la novela entendida como una forma absoluta e íntima del conocimiento. No buscaba imitar los discursos de la ciencia o la filosofía, sino investigar lo real con los medios de los que solo dispone la literatura. En 1933, Hermann Broch llamó a proseguir esta tarea en su ensayo «La figura del mundo en la novela». Ahí exalta la condición polifónica de la prosa y la necesidad de ejercer una «impaciencia del conocimiento», donde las conjeturas son llenadas por la imaginación.
En nuestra época, determinada por el mercado, la mayoría de las novelas carecen de textura literaria y apenas se distinguen de los guiones de cine. Sin embargo, esta banalización de la prosa no impide la existencia de obras resistentes que sobrevivirán a los best sellers de cada verano.
No es extraño que autores como Álvaro Mutis, Martín Adán o Gilberto Owen hayan prolongado el incendio de su poesía en la prosa. A propósito de las deslumbrantes narraciones de El minutero, Marco Antonio Campos recuerda la sentencia de Baudelaire: «Sé poeta, aun en prosa.» Los grandes narradores del idioma, de Felisberto Hernández a Fernando Vallejo, siguen ese mismo impulso.
La repercusión de López Velarde en los prosistas aún está por estudiarse, pero no hay duda de que buena parte de nuestra narrativa le está en deuda, de Juan José Arreola a Álvaro Enrigue, pasando por Daniel Sada y Fernando del Paso.
En su descripción de personajes, Martín Luis Guzmán suele contrastar el aspecto animal –físico– de un cuerpo con el toque cultural –psicológico– que le impone el corte de pelo o la elección de las ropas. Algo le debe a las estampas logradas por López Velarde. En El minutero el poeta metido a cronista escribe: «Cuando Othón llegaba a San Luis Potosí con su cabeza a rape y embutida en los hombros, contemplábamos su marcha sobrecogidos como párvulos ante una fiera suelta.» Este retrato del poeta dominador encuentra un eco sugerente en Martín Luis Guzmán: «El Caudillo tenía unos soberbios ojos de tigre, ojos cuyos reflejos hacían juego con el desorden algo tempestuoso de su bigote.» Othón es una fiera impetuosa con cabeza a rape, mezcla de impulso y disciplinado rigor; el Caudillo es un tigre que lleva la astucia en la mirada y promete el caos en su bigote.
Jesús Gardea revela en su tensión estilística y en las agobiantes atmósferas que definen sus historias la huella de Onetti, pero también el toque sensual de López Velarde para dar vida a los enseres cotidianos. Uno de sus cuentos trata del valor casi sagrado que adquiere una guitarra. Los protagonistas son mineros, hombres solos. A medida que avanza la trama, entendemos que el instrumento musical es lo único que los acerca, feliz y amargamente, al cuerpo de una mujer. Imposible no asociar esto con el sensualismo velardiano ante los objetos: «No hubo cosa de cristal, terracota o madera que, abrazada por mí, no tuviera movimientos humanos de esposa.»
La ironía de Ibargüengoitia para describir los peinados de las señoras decentes de provincia, el ambiente de un cuento como «Muñeca reina», de Carlos Fuentes, y los diálogos a un tiempo arcaicos y renovadores de Juan Rulfo muestran la huella del poeta.
«EL TESTIGO», NARRAR ENTRE COMILLAS
En algún momento del año 2000, el poeta Luis Miguel Aguilar me dijo en una dilatada sobremesa: «Se ha dicho todo sobre López Velarde; lo que hace falta es convertirlo en personaje.»
Recordamos la forma en que José Saramago resucitó a Pessoa en El año de la muerte de Ricardo Reis. El ejemplo servía de estímulo, pero también de freno. «Si te lanzas», prosiguió Luis Miguel, «te doy dos consejos: no publiques ningún fragmento antes de terminar y usa comillas.» Saramago fundió su prosa con los versos del poeta sin establecer límites entres ambos. En opinión de Luis Miguel ese logrado artificio se podía hacer con Pessoa, que asumió los nombres de diversos heterónimos y cuya obra, al decir de Antonio Tabucchi, es «un baúl lleno de gente». Él mismo se había despersonalizado, era todos y ninguno, el afluente de un río común. En cambio, López Velarde no podía disolverse en otro autor.
A principios de 2001 leí un capítulo de la novela en ciernes en la Casa del Poeta, ubicada en Álvaro Obregón, antes avenida Jalisco. Ahí murió López Velarde. El poeta Antonio Deltoro, organizador del acto, preguntó al final de mi lectura: «¿Usas comillas en las citas?» Le contesté que sí. «¡Quítalas!», ordenó. Él había escuchado el texto y, según sabemos, las comillas no se oyen. Su comentario fue estimulante, pero sentí que quien leyera las páginas tendría la tentación de saber dónde comenzaba y dónde terminaba la voz de López Velarde.
Durante un año me dije a mí mismo que escribía una novela. En realidad pensaba en las comillas. La duda es menos superficial de lo que parece. Saramago basó su libro no solo en la obra de Pessoa sino en la biografía de uno de sus heterónimos, Ricardo Reis, inventada por el propio poeta. El dato más enigmático de ese autor imaginario es que se ignora la fecha de su muerte. Desde el título, Saramago prolonga una historia previa. Al ocuparse de El año de la muerte de Ricardo Reis pone sus pasos en las huellas trazadas por Pessoa.
El testigo trabaja el tiempo de otro modo. La novela se sitúa en el presente. Después de veinticuatro años en el extranjero, el investigador literario Julio Valdivieso regresa a México. El país vive la alternancia democrática. En ese contexto, Julio intuye que su familia puede tener papeles perdidos de López Velarde. En El año de la muerte de Ricardo Reis volvemos a la época de Pessoa y su fantasma preside la narración; en El testigo, un filólogo busca el pasado desde el presente y utiliza a López Velarde como un espejo de su propia vida. La novela no resucita al poeta; lo convoca; dialoga con él a la distancia. Las comillas son imprescindibles.
...

Índice

  1. Portada
  2. El camino de la madera
  3. I. Los motivos de la escritura
  4. II. La orilla europea
  5. III. La orilla latinoamericana
  6. IV. Infancia, lenguas extranjeras y otras enfermedades
  7. Créditos
  8. Notas