Ojalá nos perdonen
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Ojalá nos perdonen

  1. 656 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Ojalá nos perdonen

Descripción del libro

Tolstói iniciaba Anna Karenina con aquella célebre sentencia que dice que «todas las familias felices son iguales; las familias infelices lo son cada una a su manera». ¿Siguen siendo las familias de hoy como las de la época de Tolstói? A. M. Homes parece llevar tiempo buscando la respuesta a esta pregunta, porque la familia –sus desequilibrios, disfunciones y secretos inconfesables– es un tema recurrente en su obra, siempre acompañado de una mirada ácida y sarcástica sobre las paradojas y perplejidades de la sociedad norteamericana contemporánea.

En esta novela aparecen de nuevo la familia y la América suburbana a través de dos hermanos. Harry, el mayor, historiador que trabaja en una biografía de Nixon, siempre ha sentido cierta envidia del pequeño, George, más alto, más listo y más próspero, con una prometedora carrera como ejecutivo televisivo. Pero Harry también sabe que George tiene un temperamento explosivo y es imprevisible cuando pierde el control.

Una de esas pérdidas de control de George acaba en tragedia: atropella a una pareja, deja a un niño huérfano y, atormentado por la culpa, acaba ingresado en un psiquiátrico. Harry pasa entonces por un periodo complicado, que incluirá un revolcón con su cuñada con un final truculento, la búsqueda de sexo por internet, la preocupación por sus ancianos padres y la cólera de su mujer cuando descubre el revolcón. Pero sobre todo Harry debe hacerse cargo de los dos hijos de su hermano, a los que se sumará el huérfano del accidente, y con ellos formará una nueva familia, sin duda peculiar, pero que permitirá restañar heridas y pensar en el futuro.

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Información

Año
2014
ISBN de la versión impresa
9788433978998
ISBN del libro electrónico
9788433935274
Categoría
Literature
«Ojalá nos perdonen», un conjuro, una plegaria, la esperanza de que de algún modo salga yo vivo de esto. ¿Hubo alguna vez un tiempo en que pensabas: lo estoy haciendo a propósito, la estoy jodiendo y no sé por qué?
¿Quieres mi receta para los desastres?
La señal de aviso: el año pasado, el Día de Acción de Gracias en la casa de ellos. Veinte o treinta personas en mesas que se extendían desde el comedor hasta la sala y se detenían bruscamente en el taburete del piano. Él estaba en la cabecera de la mesa grande, sacándose de los dientes pedacitos de pavo, hablando de sí mismo. Yo le miraba cada vez que iba y venía llevando platos a la cocina, con las yemas de los dedos goteando un pringue innombrable, salsa de arándanos, boniatos, una cebolleta fría, cartílagos. Le odiaba más a cada viaje del comedor a la cocina. Rememoraba cada pecado de nuestra infancia, empezando por su nacimiento. Vino al mundo once meses después de mí, al principio enfermizo, no tuvo suficiente oxígeno al salir y le dedicaron una atención excesiva. Y luego, a pesar de que repetidas veces intenté decirle lo horrible que era, él se comportaba como si se creyera un regalo de los dioses. Le llamaron George. A él le gustaba que le llamasen Geo, como si fuera un nombre de postín, un nombre científico, matemático, analítico. Yo le llamaba Geoda, como a una roca sedimentaria. Su confianza sobrenatural, su cabeza divinamente arrogante, veteada de hebras rubias en punta, llamaban la atención, le daban un aire de que sabía cosas. La gente solicitaba su opinión, su participación, pero yo nunca le encontré el encanto. Cuando teníamos diez y once años, él era más alto que yo, más ancho, más fuerte. «¿Seguro que no es hijo del carnicero?», preguntaba mi padre en broma. Y nadie se reía.
Yo transportaba platos y fuentes pesados, cazuelas con una costra de residuos de la cena, y nadie se daba cuenta de que había que ayudar: ni George ni sus dos hijos ni sus ridículos amigos, que de hecho eran sus empleados, entre ellos una chica meteoróloga y una serie de superfluos presentadores de televisión, hombres y mujeres, sentados muy tiesos y rociado con laca, como las muñecas Ken y Barbie, y tampoco mi mujer chino-americana, Claire, que detestaba el pavo y nunca omitía recordarnos que su familia solía celebrar la efeméride con pato asado y arroz pegajoso. La mujer de George, Jane, había bregado todo el día, cocinando, limpiando y sirviendo, y ahora tiraba huesos y desechos en un cubo de basura gigante.
Jane fregaba los platos, colocaba los sucios unos encima de otros y sumergía la plata viscosa en un fregadero de humeante agua con jabón. Al mirarme se retiraba el pelo con el envés de la mano y sonreía. Yo iba a buscar más platos.
Miraba a sus hijos y me los imaginaba vestidos de Peregrinos, con zapatos negros de hebilla y haciendo tareas de colonos, acarreando cubos de leche como bueyes humanos. Nathaniel, de doce años, y Ashley, de once, estaban sentados a la mesa como si fueran unos bultos, encorvados o más bien encogidos, como si les hubieran arrojado a sus sillas, auténticos invertebrados, con los ojos fijos en sus pantallitas y sin mover nada más que los pulgares, una escribiendo mensajes para amigos a los que nadie había visto nunca y el otro matando a terroristas digitalizados. Eran niños ausentes, sin personalidad, sin presencia y, salvo en vacaciones, en general ausentes de casa. Les habían metido en internados a una edad que en otros niños habría parecido demasiado temprana, pero Jane una vez había confesado que lo hicieron por cierto tipo de necesidad; hizo alusiones a cuestiones de aprendizaje no especificadas, a problemas de crecimiento, y la discreta insinuación de que los cambios de humor imprevisibles de George distaban de hacer agradable la convivencia doméstica.
En segundo plano, dos televisores rivalizaban ruidosamente para atraer la atención de nadie: uno retransmitía fútbol americano y el otro la película Mi gran amigo Joe.
–Yo soy un hombre de empresa en cuerpo y alma –dice George–. El presidente de la televisión recreativa. Estoy siempre al tanto, las veinticuatro horas, siete días a la semana.
Hay un televisor en cada habitación; el hecho es que George no soporta estar solo ni siquiera en el cuarto de baño.
Al parecer tampoco soporta que no le confirmen continuamente su éxito. Sus más de doce Emmys se han escabullido de su despacho y ahora están desperdigados por la casa, junto con otros galardones y menciones en forma de cristal tallado, cada una de las cuales ensalza la capacidad de George para analizar la cultura popular y devolvernos nuestra propia imagen, aunque sea de un modo ligeramente burlón, en el formato más conocido como la comedia de media hora o la hora de las noticias.
La fuente del pavo estaba en el centro de la mesa. Alargué la mano por encima del hombro de mi mujer y la levanté: la fuente era pesada y se bamboleó. La sostuve con todas mis fuerzas y logré llevar a cabo mi propósito mientras mantenía en equilibrio una cazuela de coles de Bruselas con beicon en el hueco del otro brazo.
Al pavo, un «ave reliquia», sea lo que sea lo que signifique eso, lo habían friccionado, relajado, sometido a base de hierbas para que pensara que no era tan malo que te decapitasen, que te rellenasen el culo con migas de pan y arándanos en el curso de un rito anual. Al animal lo habían criado con un objetivo en mente, una fecha concreta en la que le tocaría el turno.
Yo limpiaba la carcasa en la cocina mientras Jane fregaba los platos con unos guantes de un azul vivo, hundidos en el jabón hasta los codos. Mis dedos escarbaban en las entrañas del ave, cuyo cuerpo hueco aún estaba caliente y conservaba las mejores partes del relleno. Excavé con los dedos y me llevé un pedazo a los labios. Ella me miró –yo con la boca mojada, grasienta, y los dedos enganchados en lo que habría sido el punto g del pavo, si es que tenían esas cosas–, sacó las manos del agua y se me acercó para plantarme un beso. No un beso amistoso. Fue un beso serio, húmedo y lleno de deseo. Fue aterrador e inesperado. Después de besarme, Jane se quitó los guantes y salió de la cocina. Yo me quedé aferrado a la encimera, la agarraba con los dedos grasientos. Fuerte.
Se sirvió el postre. Jane preguntó si alguien quería café y volvió a la cocina. Yo la seguí como un perro que quiere más.
Ella no me prestó atención.
–¿No me haces caso? –pregunté.
Ella no respondió y luego me tendió el café.
–¿Podrías permitirme un pequeño placer, una pizca de algo que es sólo para mí? –Hizo una pausa–. ¿Leche y azúcar?
Desde el Día de Acción de Gracias y a lo largo de las navidades hasta el año nuevo, lo único en que pensé fue en George follándose a Jane. George encima de ella o, para una ocasión especial, George debajo, y una vez, fantásticamente, George penetrándola por detrás, con los ojos clavados en el televisor empotrado en la pared, por cuya pantalla, en la parte de abajo, corría la cinta del teletipo con los titulares de prensa. No conseguía pensar en otra cosa. Estaba convencido de que a pesar de sus encantos, sus excesivos logros profesionales, George no era muy bueno en la cama, y que lo único que sabía de sexo era lo que aprendía en las páginas de una revista que leía a escondidas mientras cagaba. Pensaba en mi hermano follándose a su mujer... constantemente. Cada vez que veía a Jane se me empinaba. Me ponía pantalones holgados y plisados y un doble par de calzoncillos prietos para contener mi delator entusiasmo. El esfuerzo formaba un bulto y me inquietaba, me daba aspecto de haber engordado.
Son casi las ocho de una noche a finales de febrero cuando Jane llama. Claire está todavía en la oficina; siempre está en la oficina. Otro hombre pensaría que su mujer tenía una aventura; yo sólo pienso que Claire es inteligente.
–Necesito tu ayuda –dice Jane
–No te preocupes –digo antes incluso de saber qué problema tiene. Me la imagino llamándome desde el teléfono de la cocina, con el cordón largo y curvo enrollado alrededor del cuerpo.
–George está en la comisaría.
Miro el cielo de Nueva York; nuestro edificio es feo, insulso, de ladrillo blanco de posguerra, pero el piso es alto, las ventanas son amplias y hay una terracita donde nos sentábamos a tomar la tostada matutina.
–¿Ha hecho algo malo?
–Por lo visto –dice ella–. Quieren que vaya a buscarle. ¿Vas tú? ¿Puedes recoger a tu hermano?
–No te preocupes –digo, repitiéndome.
Minutos después me pongo en camino desde Manhattan hacia el villorrio de Westchester que George y Jame llaman su hogar. Telefoneo a Claire desde el coche; responde su contestador. «George tiene algún problema y tengo que ir a buscarle y llevarle a casa con Jane. Ya he cenado; te he dejad...

Índice

  1. Portada
  2. Ojalá nos perdonen
  3. Agradecimientos
  4. Notas
  5. Créditos