Fin
  1. 1,024 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Descripción del libro

La familia, la paternidad, la pareja, la escritura: el Knausgård más sincero y maximalista pone la última piedra en ese monumento literario que es Mi lucha.

Mi lucha, de Karl Ove Knausgård, alcanza el Fin, y lo hace llevándonos hasta el principio: Knausgård, enfrentado a un callejón sin salida literario y un punto muerto existencial, acaba de volcar sus ansiedades (y exponer a sus allegados) en La muerte del padre, y se dispone a publicarla. Se hace fotos para el lanzamiento, se prepara para las primeras entrevistas promocionales, da, nervioso, a leer el manuscrito y recibe respuestas mayormente conformes. Y, de pronto, una bomba anunciada por dos palabras, «Violación verbal», que encabezan el e-mail que a Knausgård le manda su tío Gunnar: un e-mail que lo acusa de haber escrito un libro lleno de mentiras bajo el influjo adoctrinador de su madre, y que anuncia medidas legales si este llega a ver la luz. Una bomba que sacude al autor e impacta contra la línea de flotación de su proyecto, que busca poner la memoria al servicio de la honestidad: Knausgård tendrá que preguntarse si la primera no lo está traicionando, comprometiendo así la segunda, y, en caso negativo, cuáles son los efectos de querer ser honesto a toda costa.

Y, a raíz de ello, el Knausgård más minucioso y exhaustivo, el más desenvuelto y proteico, capaz de entreverar su hiperrealismo doméstico de variadísimas reflexiones y derivas ensayísticas, inicia un excurso de una osadía casi desafiante y una inusual capacidad asociativa donde del peso del nombre en la familia y en la construcción de la identidad se pasa a su peso en la literatura, y de ahí al Holocausto y a Hitler y su Mi lucha, examinando las formas a veces perversas en que puede influir en la realidad la palabra.

Y cuando el excurso termina, de vuelta en casa al otro lado de la palabra, a Knausgård le espera la realidad en toda su crudeza. Fin redobla esfuerzos para conseguir un cierre a la altura de Mi lucha, amplificando las propiedades más relevantes del estilo knausgårdiano: su maximalismo, su libertad formal y expresiva, su transparencia, su urgencia sin maquillar, su capacidad para englobar todo lo que bulle y late en una vida. El resultado regresa al terreno de La muerte del padre y Un hombre enamorado para, potenciando sus logros, entregar páginas agudas e inmediatas, dolorosas y emocionantes, sobre la familia, la paternidad, la pareja, la escritura y el equilibrio inestable que todas ellas mantienen: la encrucijada sobre la que Knausgård ha edificado un monumento literario que ya está, ahora, deslumbrantemente completo.

«Knåusgard ha topado aquí con la gran realidad, el gran misterio, del mundo: […] el desafortunado intento de un ser biológicamente incompleto de alcanzar una especie de completitud mental o espiritual… Como lectores estamos más cerca de Karl Ove que en cualquier novela o autobiografía normales» (Fredric Jameson, London Review of Books).

«Irresistible y absorbente. Una interacción cautivadora entre la banalidad y la belleza, la redundancia y lo sublime» (Chris Power, New Statesman).

«Conmovedora y del todo adecuada. Una obra de arte hipnótica y genuinamente importante, que hace pensar» (Stuart Evers, The Spectator).

«Quizá la más absorbente de las entregas de esta epopeya, y un logro literario indudablemente impresionante» (Booklist).

«Fascinante» (Alex Clark, The Guardian).

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Información

Año
2019
ISBN de la versión impresa
9788433980342
ISBN del libro electrónico
9788433940223

Octava parte

A mediados de septiembre de 2009 fui a la pequeña casa de verano de Thomas y Marie, situada entre Höganes y Mölle, Thomas iba a hacerme fotos para las siguientes novelas. Alquilé un coche, un Audi negro, y por la mañana me interné en la autovía de cuatro carriles, con una intensa sensación de felicidad en el pecho. El cielo estaba despejado y azul, el sol quemaba como si fuera verano. A la izquierda, hacia el horizonte, centelleaba el estrecho de Öresund, a la derecha se extendían campos amarillos de tocones y prados, separados por vallas y arroyos, a lo largo de los cuales crecían filas de frondosos árboles, repentinos linderos del bosque. Tenía la sensación de que en el fondo ese día no debería haber existido, destacaba como una especie de oasis en medio de ese paisaje otoñal a punto de volverse macilento, y eso, el que en realidad no debería ser así, que el sol no debería brillar con tanta fuerza ni el cielo estar tan saturado de luz, despertó en mi interior un desasosiego en medio de la alegría que enseguida me quité de la cabeza. Con la esperanza de que todo pasara sin más, opté por ponerme a cantar el estribillo de Cat People, que justo en ese momento sonaba en el equipo de música del coche, y disfruté con la vista de la ciudad que apareció por el lado izquierdo, las grúas del puerto, las chimeneas de las fábricas y los almacenes. Estaba pasando por las afueras de Landskrona, como sólo unos minutos antes había pasado por Barsebäck, con la característica y siempre igual de aterradora silueta de la central nuclear en la lejanía. La siguiente ciudad era Helsingborg; la casa de verano a la que me dirigía se encontraba a unos veinte kilómetros pasada la central.
Llegaba tarde. Primero estuve un buen rato en el aparcamiento, dentro del amplio y fresco coche, porque no sabía cómo arrancar el motor y no podía volver a la oficina de alquiler de coches y preguntarles, por miedo a que me quitaran el coche ante tanta ignorancia por mi parte, así que me puse a pasar las páginas del manual, sin encontrar nada sobre cómo arrancar el motor. Estudié el salpicadero, luego la llave, que no era una llave, sino una tarjeta negra de plástico. Había abierto el coche apretando esa tarjeta, y me pregunté si podía haber un sistema parecido para arrancarlo. Junto al volante no había nada donde hacer contacto. ¿Y eso? Al menos era una ranura, ¿no?
Metí en ella la tarjeta negra de plástico y el coche arrancó. Durante la siguiente media hora conduje por el centro de Malmö, buscando la salida correcta de la ciudad. Cuando por fin logré coger la autovía, iba ya con casi una hora de retraso.
En el momento en que Landskrona desapareció detrás de la colina, busqué a tientas el móvil en el asiento de al lado, lo encontré y marqué el número de Geir A. Fue él el que en su día me presentó a Thomas, los dos se habían conocido en un club de boxeo, donde Thomas estaba trabajando en un libro de fotos sobre ese deporte, y Geir, por su parte, escribía una tesis sobre el mismo tema. Formaban una pareja dispar, por decirlo de un modo delicado, pero había un gran respeto mutuo.
–Hola, niño –me saludó Geir.
–Hola –dije–. ¿Puedes hacerme un favor?
–Claro.
–Llamar a Thomas y decirle que me retrasaré una hora.
–Por supuesto que sí. ¿Vuelves a conducir?
–Sí.
–Suena bien.
–Sí, esta vez me está resultando fantástico. Pero ahora tengo que adelantar a un camión.
–¿Y?
–No puedo hablar por teléfono al mismo tiempo.
–Algún día alguien debería investigar tu capacidad de hacer varias cosas al mismo tiempo. Pero vale. Hablamos en otro momento.
Colgué, aceleré y adelanté a ese largo camión blanco que apenas se movía en el aire. A principios del verano llevé a toda la familia en coche hasta Koster, y en el camino casi tuvimos dos accidentes, uno por aquaplaning, yendo a mucha velocidad, que pudo acabar muy mal, y otro, no tan grave, pero aun así estremecedor, cuando me disponía a cambiar de carril en un atasco a las afueras de Gotemburgo y no vi el coche que venía por detrás, al final pude evitar el choque porque el otro frenó rapidísimamente. El agresivo bocinazo que sonó a continuación me llegó al alma. Después de esos episodios perdí la buena sensación que experimentaba siempre cuando conducía y empecé a tener un poco de miedo, lo cual era sin duda algo bueno, pero aunque lo de adelantar a un camión me ponía nervioso, tenía que obligarme a hacerlo, y después de un viaje siempre me sentía agotado durante unos días, como si estuviera borracho. A mi alma no le importaba que yo tuviera carné y con ello derecho a conducir, ella iba con retraso y vivía todavía en los tiempos en que una de mis grandes y repetitivas pesadillas era que me metía en un coche y me ponía a conducir sin saber. Muerto de miedo a lo largo de las sinuosas carreteras noruegas, pendiendo sobre mí la amenaza de que en cualquier momento llegara la policía, estaba acostado y dormido en una cama de algún lugar, con la almohada y la parte superior del edredón empapadas de sudor.
Salí de la autovía y cogí la mucho más estrecha carretera nacional que iba a Höganes. El calor de fuera era visible en el aire, había algo como turbio en la plenitud de la luz y el cielo, la suave purpurina que el sol derramaba sobre todas las cosas. El mundo estaba abierto, ésa era la sensación que tenía, y que temblaba.
Al cabo de diez minutos giré, aparqué delante de un supermercado y me bajé del coche. Ah, había una especie de resaca en el aire. Tenía dentro el azul del mar, pero no era caliente como en verano, había en él algo fresco y agradable. Cuando crucé el asfalto en dirección al supermercado, donde las banderas colgaban indolentes en el exterior, la sensación que me producía el aire me recordaba a la que había sentido alguna vez al pasar la mano por una superficie de mármol un abrasador día de verano en una ciudad italiana, ese frescor tan sutil como sorprendente.
Compré un cestillo de frambuesas para ellos y chicles y un paquete de cigarrillos para mí, dejé el cestillo en el asiento del pasajero y emprendí el último trecho. A sólo cien metros del supermercado la carretera bajaba hacia el mar, era estrecha y estaba rodeada de los setos de todas las pequeñas casas de verano pintadas de blanco. Thomas y Marie vivían al final del camino, con el mar al oeste y un gran campo verde al este.
Cuando bajé del coche y cerré la puerta, Thomas vino a mi encuentro descalzo por el césped. Me dio un abrazo, era una de las pocas personas que podía hacerlo sin que me resultara intimidante. No sabía por qué. Quizá por una razón tan sencilla como que era quince años mayor que yo, y que, aunque no nos conocíamos mucho, siempre se había mostrado muy amable conmigo.
–Hola, Karl Ove –me saludó.
–Hacía mucho que no nos veíamos –dije–. ¡Qué día tan estupendo!
Atravesamos el césped. El aire no se movía, los árboles no se movían, el sol colgaba por encima del mar y enviaba sus ardientes rayos sobre el paisaje. Y sin embargo notaba esa constante sensación de frescura. Hacía mucho que no sentía tanto sosiego.
–¿Quieres un café? –me preguntó Thomas cuando nos detuvimos detrás de la casa, donde el verano anterior había construido una terraza de madera, como la cubierta de una nave, desde la pared de la casa hasta el tupido y totalmente impenetrable seto, cuya sombra inmóvil se extendía un par de metros hacia dentro.
–Sí, por favor –respondí.
–Siéntate mientras lo preparo.
Me senté, volví a ponerme las gafas de sol y eché la cabeza hacia atrás para atrapar la mayor cantidad de sol posible mientras encendía un cigarrillo y Thomas llenaba un recipiente de agua bajo el grifo de la pequeña cocina.
Marie salió. Llevaba las gafas en la cabeza y miró al sol con los ojos entornados. Le dije que justo esa mañana había leído en Dagens Nyheter una reseña de un debate sobre arte en el que ella había participado. Ya no me acordaba de lo que ponía e intenté hacer memoria, pero por fortuna ella no preguntó, sólo dijo que lo miraría en la biblioteca, a la que se dirigía en ese momento.
–¿Ha salido ya tu libro? –me preguntó.
–No. Sale el sábado.
–¡Ah, qué emoción!
–Sí –dije.
–Nos vemos luego –dijo–. ¿Te quedas a comer?
–¡Será un placer! –contesté con una sonrisa–. Por cierto, he traído el manuscrito de Linda. Luego te lo doy.
Marie había trabajado de asesora en la Escuela de Escritura de Biskops-Arnø e iba a leer el manuscrito de un relato que Linda acababa de escribir.
–Muy bien –dijo, y volvió a entrar. Al poco rato arrancó un coche al otro lado de la casa. Thomas salió con dos tazas de café y una bandeja de magdalenas. Se sentó, charlamos un poco, luego fue a por la cámara e hizo algunas fotos mientras seguíamos charlando de otras cosas. La última vez que estuve en su casa él estaba leyendo a Proust, y seguía en ello, dijo. Justo antes de que yo llegara, estaba con la muerte de la abuela materna del escritor. Es uno de los mejores pasajes, dije. Sí, contestó, y se levantó para tomar fotos desde otro ángulo. Pensé que casi no me acordaba de la muerte de la abuela. Esa muerte que había llegado como de la nada. En un momento subió a un carruaje que la llevaría por los Jardines de Luxemburgo, al siguiente le dio un derrame cerebral que le provocaría la muerte unas horas después. ¿O unos días? La casa llena de médicos, la absorbente preocupación que caracterizaba el ambiente en la primera fase de la tristeza, cuando la apatía todavía se quiebra por esa intranquilidad que produce la esperanza. Todo como llegado de la nada, la conmoción.
–Bien –dijo Thomas–. ¿Y si llevas el sillón hasta el seto?
Hice lo que sugirió. Luego él entró en la casa para estudiar las fotos a la sombra. Yo fui a la cocina a por más café, y de paso eché un vistazo a las fotos que Thomas estaba mirando.
–Han salido bien –dijo–. Es decir, si no te importa aparecer con la nariz un poco larga.
Sonreí y volví a salir. Thomas no pretendía sacarme guapo, tampoco captar una determinada expresión, sino lo contrario, según entendí, quería reflejar el aspecto que tengo cuando me relajo del todo y no hago ningún tipo de esfuerzo.
Salió sin la cámara y se sentó al sol.
–¿Hemos acabado ya? –le pregunté.
–Sí –contestó–. Tienen buena pinta. Quizá te saque algunas de cuerpo entero.
–Vale –dije.
Al otro lado del seto sonaban voces bajas. Puse una pierna sobre la otra y eché un vistazo al cielo. No había ni una nube.
–Antes de llegar he estado en el hospital viendo a uno de mis mejores amigos –dijo Thomas–. Se ha roto el cuello.
–Qué horror.
–Sí. Lo encontraron en Gullmarsplan. Nadie sabe lo que le pasó. Simplemente estaba allí tirado.
–¿Está consciente?
–Sí. Es capaz de hablar y está completamente lúcido. Pero no recuerda nada de lo que ocurrió. Tampoco sabe qué estaba haciendo en Gullmarsplan.
–¿Había bebido?
–Qué va. Es por una enfermedad. Ya le había pasado antes algo parecido. Alguna vez se había desmayado en su casa y al despertarse no sabía dónde estaba. Pero en esta ocasión ha tenido consecuencias mayores. Puede que no salga de ésta.
Yo no sabía qué decir y me limité a asentir con la cabeza. Nos quedamos un rato callados. Thomas me miró.
–¿Damos un paseo?
–Por mí sí.
Tres minutos después cerró la puerta detrás de nosotros y echamos a andar sobre los ya pastados campos labrados, que bajaban suavemente hacia la playa de piedras y las olas que rompían en la tierra. Unas vacas de cuernos largos nos miraban desde un pequeño montículo. Aunque había casas sólo cincuenta metros más arriba, y detrás de ellas se veía una carretera transitada, tenía la sensación de que andábamos por un desierto de brezo. Tal vez fuera por el mar, y por el hecho de que los pastos llegan hasta la misma playa. Normalmente esos terrenos eran los más valorados, y no solían destinarse a los animales.
–Allí arriba hay búnkeres de la guerra –dijo Thomas, señalando unas construcciones de hormigón que había a poca distancia de nosotros–. Ya sabes, Dinamarca está muy cerca de aquí.
–También había donde yo vivía cuando era pequeño –dije–. Pero los de allí eran de los alemanes.
–¿Ah, sí? –dijo Thomas, levantando la cámara y sacándome una foto de perfil delante del mar.
–Solíamos jugar allí de niños –dije–. Sobre todo nos atraían los búnkeres del bosque. ¡El mero hecho de que existieran! Por aquel entonces sólo habían pasado algo más de treinta años desde la guerra.
El viento soplaba más fuerte allí, en terreno abierto, pero las olas que golpeaban la playa eran bajas y débiles. Las vacas se habían puesto a pastar de nuevo. Estaban dejando boñigas por todas partes, algunas blandas y suaves, otras secas y duras.
–Allí hay una cosa muy curiosa –dijo Thomas, señalando un charco en una zona pantanosa de junco y musgo, al abrigo del mar, detrás de una elevación del terreno.
–¿De qué se trata? –le pregunté.
–¿Ves ese charco?
Asentí con la cabeza.
–En él viven unas ranas que no se encuentran en ninguna otra parte de Suecia. Sólo viven ahí. En ese charco.
–¿De verdad?
–Sí. Por lo visto también las hay en Finlandia. Las llaman ranas campana. Si tenemos suerte, las oiremos. Suenan como una campanilla. Una vez oí un programa de radio en el que habían grabado el sonido de éstas...

Índice

  1. Portada
  2. Octava parte
  3. El nombre y el número
  4. Novena parte
  5. Bibliografía
  6. Notas
  7. Créditos