
- 192 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Tan buenos chicos
Descripción del libro
En los alrededores de París, el internado de Valvert, conocido como el castillo, acoge a muchachos que son «hijos del azar y de ninguna parte», más o menos abandonados por sus progenitores ricos, arruinados, inestables, cosmopolitas o turbios. Allí, entre partidos de hockey y sesiones de cine que incluyen El hombre vestido de blanco y Pasaporte para Pimlico con un proyector manejado por el joven protagonista, se forjan amistades que el tiempo inevitablemente diluirá.
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Información
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Cada quince días, en el estudio de última hora de la tarde, uno de nuestros profesores nos comunicaba nuestras «categorías». Pedro las había decidido durante una junta de evaluación con los profesores. A quería decir: muy buen trabajo, y B: trabajo pasable. La categoría C se reservaba para quienes habían incurrido en faltas de disciplina, y traía consigo el castigo de quedarse sin salida.
Los sábados por la mañana nos concentrábamos detrás del Castillo en el lugar en que se alzaba, en medio de un baldío de césped, un cedro del Líbano. Pedro procedía a pasarles lista a los C y, uno tras otro, esos desventurados iban a ponerse en fila al borde del césped. Los C iban a pasar el sábado y el domingo en el internado haciendo tareas de jardinería y recorriendo los paseos marcando el paso.
Los A y los B esperaban la llegada de sus padres, pero la mayoría de nosotros se subía a los dos autocares Chausson aparcados desde las nueve y media en la explanada del Castillo. Cuando todo el mundo se había acomodado, los dos autocares arrancaban y, uno detrás del otro, iban despacio paseo abajo. Tras cruzar el portón, se metían por la Nacional. Entonces los alumnos, mayores y pequeños, cantaban a coro estribillos de canciones cuarteleras o de cuerpo de guardia.
No cantábamos esas canciones mi compañero de clase Christian Portier y yo y quizá por eso habíamos simpatizado. Nos sentábamos siempre juntos en el autocar. Estuvimos unos cuantos meses sin separarnos los sábados y los domingos en que tocaba salida larga.
La madre de Christian venía a buscarnos a la puerta de Saint-Cloud, a la parada del autocar, y la imagen de la señora Portier –Claude Portier– esperándonos al volante de su Renault descapotable con un cigarrillo en los labios la sigo teniendo muy clara en la memoria.
Fumaba Royales. Con un gesto airoso sacaba del bolso el paquete rojo de tabaco. El clic del bolso al cerrarse, del que sale una bocanada de perfume. Y el olor de los Royales –olor amargo, un tanto empalagoso del tabaco rubio francés–. Era baja, de pelo castaño muy claro y ojos grises, cuyos pómulos, frente obstinada y nariz breve le daban cara de gato. Se parecía a la actriz de cine Yvette Lebon. Por lo demás, Christian me había hecho creer, al principio de nuestra amistad, que era el hijo de Yvette Lebon, y cuando vi a su madre por primera vez, la señaló con ademán ceremonioso y me dijo:
–Te presento a Yvette Lebon.
Se trataba seguramente de una broma ritual o de una forma que tenía Christian de realzar a su madre. Ésta había debido de hablarle a su hijo desde muy pronto de aquel parecido, a una edad en que Christian no podía saber quién era Yvette Lebon. A lo mejor, incluso, le había enseñado la frase: «Le presento a Yvette Lebon»; y él repetía esa frase, sin entenderla, a los amigos de la señora Portier, enternecidos. Sí, me imaginaba perfectamente a Christian, de cabeza grande y voz grave de niño madurado demasiado deprisa, representando el papel de paje de su madre.
Aquellos sábados en que el autocar nos llevaba del internado de Valvert a París llegábamos alrededor de las doce a la puerta de Saint-Cloud y la señora Portier nos llevaba a comer, a Christian y a mí, a un restaurante de la plaza. Una galería ancha que rodeaba una barandilla de cobre, y una sala en el nivel de abajo. Nos sentábamos en una de las mesas de la galería, la señora Portier y su hijo juntos y yo enfrente de ellos.
La señora Portier comía como un pajarito: pedía un huevo duro, un pomelo... Christian la miraba con expresión severa y le decía:
–Claude, la verdad es que deberías comer un poco...
Sí, la llamaba por su nombre y a mí, al principio, me sorprendió oír a aquel chico de quince años reñir cariñosamente a su madre:
–Claude, ése es el quinto cigarrillo... A ver, dame ahora mismo el paquete...
Y le quitaba de los labios el cigarrillo, lo apagaba, se incautaba del paquete de Royales y la señora Portier, sumisa, agachaba la cabeza y sonreía.
–Claude, me parece que has vuelto a adelgazar... No eres nada sensata.
Su madre le sostenía la mirada y, enseguida, igual que dos niños que juegan a ver quién aguanta más mirándose sin reírse, soltaban la carcajada. Montaban, más o menos, el número para que lo viera yo.
Un sábado sí y otro no, la señora Portier no iba a buscarnos a la puerta de Saint-Cloud y, la víspera, enviaba un telegrama a Valvert para avisarnos. Era, sencillamente, que se levantaba tarde después de pasar la noche jugando al póquer. Esos sábados adquirimos la costumbre de despertarla alrededor de las tres de la tarde, cuando le llevábamos el desayuno.
Nunca se mencionaba a ningún «señor Portier» y yo me preguntaba si Christian tenía padre. Por fin, un domingo por la noche en que habíamos vuelto al internado, me hizo confidencias en voz baja para no despertar a nuestros compañeros de dormitorio. Estábamos apoyados en el alféizar de la ventana y el prado de césped, abajo, relucía, con un tono verde claro, bajo la luna. No, su madre nunca había estado casada y seguía usando su propio apellido: Portier. Él, Christian, era un hijo natural. ¿Su padre? Un griego a quien Claude conoció en París durante la Ocupación. Ahora vivía en Brasil y Christian sólo lo había visto dos o tres veces en la vida.
Me habría gustado enterarme de más cosas de ese griego misterioso, pero no me atrevía a preguntárselas a la señora Portier.
Por la tarde, Claude se llevaba a Christian de tiendas y yo los acompañaba. Un sábado, fuimos a buscar el regalo de cumpleaños que le hacía la señora Portier a su hijo por sus quince años, un traje de franela. Estábamos en noviembre o diciembre y ya se estaba haciendo de noche. La señora Portier nos iba guiando por una vivienda destartalada de la calle de Le Colisée como si conociera bien el lugar. Una habitación muy amplia, lámparas de escritorio fijas en unas mesas largas, retales, una chimenea, un armario de luna, un sofá de cuero. El sastre, un hombre que rondaba los sesenta años, de cara mofletuda enmarcada por unas patillas, nos recibió besándole la mano a la señora Portier, aunque con algo parecido a la confianza.
A Christian lo emocionaba probarse su primer traje. El sastre encendió un tubo de neón, en lo alto de una de las lunas del armario, y abrió las otras dos hojas de éste. Y mi compañero, reflejado desde todos los ángulos, estaba tieso, vistiendo su traje de franela oscura, y guiñaba los ojos porque lo deslumbraba la luz de neón, demasiado blanca.
–¿Le gusta, joven?
El sastre le hacía darse la vuelta empujándole el hombro y pasaba revista a la raya del pantalón.
–¿Y usted, querida amiga? ¿Está contenta del primer traje de su hijo?
–Muy contenta –dijo la señora Portier–. Mientras no haya chaleco...
–Tendrá que explicarme algún día por qué no le gustan los chalecos.
–No es algo que pueda explicarse... Siempre me han parecido ridículos los hombres que llevaban chaleco o un collar de barba...
–No le hagas caso a mamá –me dijo Christian–. A veces tiene ideas raras...
El sastre había retrocedido y acariciaba con los ojos el traje de Christian.
–Este joven tiene casi exactamente las medidas de su padre... He encontrado una ficha antigua de su padre, ¿sabe, joven?
La señora Portier frunció levemente las cejas.
–¡Qué memoria, mi querido Elston...!
Christian se le acercaba, con el traje puesto.
–Igual podía darme la ficha. De recuerdo de mi padre...
Pero había dicho esa frase sin convicción. Se encaminaba hacia la otra punta de la habitación, donde estaba el probador, con los pasos precavidos de un equilibrista en la cuerda floja. A lo mejor tenía miedo de clavarse una astilla en el pie.
La señora Portier, sentada en el sofá, encendía un cigarrillo.
–Me acuerdo de que vino usted una noche, muy tarde, con el padre del joven, para recoger un traje. Y esa noche estaban bombardeando... Pero no bajamos al sótano...
–Todo eso se remonta a la noche de los tiempos –dijo la señora Portier, tirando al suelo la ceniza del cigarrillo.
–He estado hurgando en todos esos papeles viejos para saber cuánto tiempo hace que nos conocemos...
La señora Portier se encogió de hombros. Christian acababa de acercarse a nosotros.
–¿De qué hablabais? –preguntó.
–Del pasado –dijo la señora Portier–. ¿Estás contento con tu traje?
–Muchas gracias, Claude...
Se inclinó y le dio a su madre un beso en la frente.
–Deberías ponértelo esta tarde –dijo la señora Portier.
–De acuerdo, Claude...
Y allí mismo, delante de nosotros, se volvió a cambiar, se quitó los pantalones de pana y el jersey y se puso el traje de franela oscura.
La señora Portier había agarrado a su hijo del brazo y se lo llevaba de la habitación. El sastre y yo los íbamos siguiendo.
–Adiós, mi querida amiga... Y gracias una vez más por haberse acordado de mí para este traje...
No apartaba la vista del traje de franela oscura que llevaba mi compañero y brillaba con un destello lúgubre en la luz amarilla de las escaleras.
La señora Portier le tendió la mano.
–Elston... ¿Le parece que he envejecido?
–¿Envejecido? Qué va, no ha envejecido...
Christian había agachado la cabeza, apurado.
–¿Está seguro? Ahora que él tiene edad de llevar traje yo no voy a poder seguir haciendo trampa.
–... De entrada, nadie podría pensar que este mocetón es hijo suyo. No ha envejecido en absoluto, mi querida amiga...
Dijo estas últimas palabras remachando las sílabas. Saltó el automático y se apagó la luz de las escaleras. Elston la volvió a ence...
Índice
- Portada
- I
- II
- III
- IV
- V
- VI
- VII
- VIII
- IX
- X
- XI
- XII
- XIII
- XIV
- Créditos
- Notas