pequeñas mujeres rojas
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pequeñas mujeres rojas

  1. 344 páginas
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pequeñas mujeres rojas

Descripción del libro

Marta Sanz cierra la trilogía del detective Arturo Zarco diseccionando los relatos sobre la memoria: una novela negra que prolonga la posibilidad de la novela política.

Paula Quiñones llega a Azafrán para localizar fosas de la Guerra Civil. Nada más poner su pie cojo en el pueblo siente que el cielo se encapsula sobre ella y una goma invisible tira de su cuerpo para alejarla de su destino: el hotel de los Beato, ubicado junto a un cartel en el que se lee «Azufrón». Ese verano Paula mantendrá correspondencia con Luz, suegra del detective Zarco y, junto con él, uno de los personajes principales de Black, black, black: le contará sus amores con David Beato en un hermoso jardín. También le descubrirá sus temores respecto a la existencia de un delator y le relatará las leyendas familiares que alimentan el estómago del hotel. Mientras tanto, Analía, madre de David, cuida amorosamente de Jesús Beato, dulce patriarca que acaba de cumplir un siglo, y atiende a los mensajes que este le sopla al oído… Y, con Zarco ausente, viviendo las peripecias de Un buen detective no se casa jamás, una atmósfera gelatinosa y endogámica amenaza con aplastar a Paula. El western expresionista se enturbia hasta llegar al extremo de un terror habitado por animales que podrían hablar pero permanecen mudos; una niña que quiso ser cantante y peona caminera; y una famélica legión, sarcástica y piadosa, putrefacta y descacharrante, de fantasmagóricos niños perdidos y mujeres muertas que reclaman, contra el signo de los tiempos, «lea despacio…».

En un homenaje a Hammett y Rulfo, a Peter Pan y Alicia en el País de las Maravillas, Sanz disecciona los relatos sobre la memoria. La escritura escarba fuera y dentro, a vista de lombriz y de águila, antes y después, en un magnífico trabajo con el punto de vista que no abole la noción de Historia. pequeñas mujeres rojas prolonga la posibilidad de la novela política: las voces de la ficción amplifican los miedos de quien toma la palabra y escribe, de modo que todas las voces son la misma y, a la vez, esa sola voz integra una polifonía de ecos, jadeos, gritos, carcajadas, psicofonías y onomatopeyas para imponer silencio: «Chissss.» Las voces se funden en un fresco sobre la violencia, económica y cultural, que se encarniza contra el cuerpo de mujeres que, rotas, no son hermosos fetiches, sino carne que duele. Sanz muestra, a través del estilo, su sistema nervioso personal: plantea una aproximación bella y extrema al lenguaje para visibilizar lo obsceno, lo cruel, lo que no se nombra, a través de marcos no estereotipados, subversivos, juguetones, libres. Puro barroco rojo contra la anorexia intelectual.

Con pequeñas mujeres rojas se cierra la trilogía del detective Arturo Zarco, un prisma en el que unos textos se transparentan en otros. Memoria del cuerpo y cuerpo de la memoria en los tiempos de una ultraderecha, local y universal, que nunca se marchó. Ni esta novela ni sus hermanas son ortodoxamente negras, y, sin embargo, son más negras que el betún.

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Información

ISBN de la versión impresa
9788433998965
ISBN del libro electrónico
9788433941329
1. AZAFRÁN
(Epistolario mutante)
La primera persona a quien oí llamar Poisonville a la ciudad de Personville fue un zafrero pelirrojo, en el Gran Barco de Butte. Pero también cambiaba en diptongos otras erres. Y no presté atención a lo que hicieron con el nombre de la ciudad.
DASHIELL HAMMETT,
Cosecha roja, 1927
Paula bajó del taxi en el epicentro de Azafrán cuando el reloj de la torre del ayuntamiento, un edificio apaisado y feúcho, marcaba las cuatro. Ni un alma. Aparentemente los habitantes del lugar estarían disfrutando en sus hogares de los placeres desecadores del aire acondicionado y de la modorra que producen los programas de sobremesa. Los tertulianos consumen toneladas de chocolate, litros de café, y balbucen con precipitación ininteligible. Un violento ruido blanco anestesia y a la vez deposita un sedimento de furia: en un instante, alguien puede levantar un hacha para reventar un cráneo humano sin entender los motivos, pero cargado de todas las razones. Paula entorna los párpados para ver detrás de las rendijas de las persianas verdes. Las fachadas de viviendas de dos o tres plantas son de ladrillo, aunque algunas se atavían con el tradicional esgrafiado de la zona. Paula intenta escudriñar dentro, pero solo le llegan las voces de la tertulia. Le habría gustado que, al final de la función, los tertulianos se lamiesen unos a otros para acabar devorándose en veloz rito caníbal. Pero dentro del cristal de los televisores nunca se producen estos acontecimientos operísticos, sino otros más sutilmente inhumanos que van endureciendo la piel hasta convertirla en coraza de escamas de serpiente. Paula se rascó un codo y casi se hizo sangre. Pensó que, hasta hacía no mucho, podía rascarse con más fuerza sin que nada sucediese. Ahora había llegado el tiempo en que todo la magullaba.
Era verano, y en aquel pueblo la gente se echaba la siesta en el sofá. Sin embargo, Paula tuvo la sensación de que por lo menos veinte manos –diez pares de manos, más de media docena– le estaban recorriendo el cuerpo. Sería el calor y también los hombres que, desde detrás de las cristaleras de los bares, la comenzaron a mirar sin mirarla del todo en el momento justo en que ella echó a andar calle abajo, encaminándose hacia las casas que había detrás del cartel con el nombre del pueblo. Azafrán. Alguien había jugado con las letras y, con pintura negra, había transformado la segunda a en una u y la a bajo la tilde en una o de oscurecida barriga. El delicado pistilo de la flor malva del azafrán olía a azufre y la travesura cobraba el tinte de una maldición. Había razones de sobra para esa crueldad toponímica, pero los pensamientos de Paula oscilaban entre la compasión y la intolerancia hacia esas pequeñas maldades. Nunca lograba adivinar quién dedicaba su tiempo a cometer esos delitos minúsculos, esas pedraditas contra el civismo y la pulcritud, que quizá son advertencia o quizá crítica, remedo saltarín de reivindicación. Tal vez solo habría que contemplarlas como la gamberrada de cualquier gilipollas. El aroma alimenticio, el aroma gourmet del azafrán con que se aliñan los arroces, casi siempre pachuchos, y también los pescados en esta zona mesetaria, se había degradado hasta hacerle evocar los efluvios tóxicos del aula de química. Cuando bajó del taxi, olía a cloro. Era verano. En invierno, el aire se impregnaría del aroma a leña en combustión. También olía a cochiquera, según de dónde viniese el viento; y a frigorífico, a sangre y grasa de animal sacrificado de extranjis, a pis, ante la puerta, protegida por una cortina de canutos de plastiquillo, del supermercado. Sobre el mostrador, Paula distinguió embutidos y carnes iridiscentes.
Azafrán. Al atravesar la línea imaginaria en que comienza el paraje, justo después de haber cortado la cinta de inauguración, a Paula le asaltó el presentimiento de ser raspa de congrio o tajada. Exploradora en la olla del caníbal y del tertuliano, muslo de tendón retruécano para el cocido en puchero, el dedito de Hansel que aparecía en sus pesadillas. Los presentimientos se cumplen en casi todas las novelas y también, antes de cada muerte, en las vidas reales. Un mal pálpito. Corazón de Jesús. Corazón mío.
Pero ahora, mientras desandaba sus pasos desde la plaza del ayuntamiento hasta el cartel en el que podía leerse Azafrán o Azufrón, según se prefiera interpretar por debajo o por encima, idílicamente o con polémica actitud, ahora, Paula notó sobre ella una exagerada carga de ojos. Los ojos –que pesaban una arroba por ojo, once kilos, la cuarta parte de un quintal– perseguían el ritmo desacompasado de su pierna derecha y de su pierna izquierda, el movimiento anómalamente circular de su cadera, el modo extraordinario en que su indumentaria se le ceñía al cuerpo de coja. En el bar los hombres se estarían riendo por lo bajo, pero al menos nadie pegó la cara al cristal para ofrecerle una visión, endemoniada y lasciva, del rostro de un habitante del pueblo de Azufrón. Los hombres jugaban a las cartas dentro de sus camisas limpias mirando como si no mirasen a esa coja guapa que arrastraba su maleta, entre un ruido que la avergonzaba exageradamente, rumbo al único hotel que no había recibido la clasificación de establecimiento con encanto ni se había reconvertido en residencia con spa o cueva foodie. La coja se dirigía hacia el hotel más viejo de todos, el que quedaba junto a la señal con el topónimo degradado de exquisita especia a diabólico elemento químico: un caserón de al menos dos o tres cuerpos –quizá, como ocurre casi siempre, dentro de esos cuerpos moran otros cuerpos y habitaciones secretas– rodeado de urbanizaciones construidas sobre hileras heil Hitler de idénticos chalecitos de dos plantas con un porche que, a causa de las temperaturas continentales, no podría usarse ni en invierno ni en verano y estaba ahí porque era un porche como los que salen en las películas ambientadas en Carolina del Sur.
Paula tan solo esperaba que aquellos hombres, probablemente malos, se acostumbrasen lo antes posible a esa cojera que no lograba disfrazar el alza de su zapatilla. Esperaba que dejasen de verla. Y tal vez, muy pronto, su cojera se hiciese efectivamente invisible porque el trabajo que la había traído a Azafrán iba a conseguir emborronar tanto su belleza como sus defectos físicos. Aquel día, además de las miradas previsibles sobre el cuerpo de la extraña, de la mujer, de la mujer guapa, de la mujer desnivelada, de la coja, Paula percibió el peso de otros ojos que brotaban de los matorrales y oyó murmullos, una calidad densa y musical, de la atmósfera. Un orfeón que le cantaba abracadabras y, con una goma muy tensa, quería tirar de su cuerpo hacia atrás.
Azafrán, verano de 2012
Querida Luz:
No te puedes ni imaginar lo que fue llegar a este pueblo y a esta casa. Sobre todo, a esta casa desde la que hoy te escribo tratando de neutralizar en mi nariz el olor a tocino y a excremento de cerdo. Todo bien mezclado con alguna sustancia fertilizante para cultivar patatas o berzas. No sé. Yo nunca he sido muy ducha en materia agropecuaria. Pero, tal vez por haber compartido techo con Zarco durante tantos años, afino tanto el olfato que podría dedicarme a la profesión de sumiller. Todo se pega menos la hermosura. Me cuesta mucho inhibirme de este hedor. También del efluvio de los alcoholes viejos. Porque debajo de mi habitación está el bar de este hotel sin encanto y el suelo de mi dormitorio es de tablas de madera que suenan como demonios aunque se ande de puntillas –casi todas las noches un hombre se aproxima con sigilo hasta mi alcoba, pero eso quizá te lo cuente otro día cuando esté un poco borracha y no me dé tanta vergüenza–. La madera, porosa y medio podrida, se va empapando del olor a vino que asciende desde la planta baja. Creo que yo misma huelo así porque llevo tiempo marinándome en esta salsa ácida. No puedo dar un paso sin que me oigan, y algunas noches me despierto con ganas de vomitar. Pero no temas. Aún nadie ha sentido la tentación de envenenarme y desde luego no estoy embarazada. Mis arcadas son de puro asco.
Muy pronto me voy a dejar de prejuicios socialistas y cañís y me voy a instalar con el resto de los compañeros de la asociación en un hotelito, más nuevo y moderno, en el que no quise inscribirme porque me parecía muy pijo. Ahora mi cuerpo me pide vino sin posos, sofisticado sushi, descansar de tanta tapa de salchichón, tantas polvaredas y tantos saludos tristes. No sé a quién pretendo engañar, Luz. Bueno, sí que lo sé, pero para ese capítulo de mi historia sentimental necesitaría quedarme amnésica. Una lobotomía. Abrirme al mundo. Fraternidad. Recuperar otra memoria que no sea solo la mía. Puto Zarco. Que te den. A ti y a tus gustos infantiles. A tus efebos (perdona, Luz, no puedo eximir a tu hijo de la parte de mi infelicidad que le corresponde). Fin de esta conversación.
Estos olores fatigosos me hacen entender por qué una veterana actriz, que quiso inaugurar en un paraje cercano un museo de ángeles, se marchó. La pusieron a caer de un burro. Por extranjera y finolis. Aquella mujer tan solo era un ser humano con un correcto funcionamiento de la glándula pituitaria –el doctor Braña-Alcañiz, el paleontólogo forense que se hace cargo de todo esto, me está enseñando muchas cosas, por ejemplo que la glándula pituitaria es importantísima–. ¿Museo de ángeles? Ángeles porcinos y aladas caretas de cerdo. Marranos endemoniados por la peste de Azufrón, que es el nombre con el que algún gamberro ha rebautizado este lugar al que aún no logro encontrarle casi ningún encanto. Casi. Cuando entré en él, fue como si traspasara la superficie de una bola gelatinosa, como si me metiera en el núcleo celular de una medusa. Temo que, cuando quiera salir, toda esta vaselina se haya solidificado y forme una mampara antibalas contra la que me estrellaré una y otra vez. Daré golpes con los puños, pam, pam, pam, pero no se abrirá ni una pequeña grieta. Nada. Ni un rasguño en el aire mientras me amorato y me asfixio dentro de esta urna.
David, de quien te hablaré otro día, es el hijo de los dueños del delicioso establecimiento en que pernocto. Él me dice que cerca hay hermosos parajes naturales y que, algunas noches, las estrellas se caen del cielo como piedras de plata. Mientras no me abran una brecha en mitad de la frente, podré adaptarme a tanta belleza cósmica. David promete llevarme de excursión a los cañones rodeados de enebrales para avistar los huecos en los que anidan los buitres. Entonces me acuerdo de que estoy aquí porque Arturo se ha ido de vacaciones a la casa mediterránea de una zorra que conozco desde que éramos pequeñitos: Marina Frankel y su gemela, Ilse, bailarinas clónicas de la televisión en blanco y negro. ¿Recuerdas a las hermanas Kessler, Lucecita? Pero vamos a tratar de que Zarco no cobre en nuestras palabras ese protagonismo que acostumbra a tener pero no se merece. Los anfitriones lo colocan en el centro de la mesa porque intuyen que él será el foco de todas las miradas. Él finge que está sordo para no perder el privilegio. Puto Zarco. Fuchi de aquí. Aquí estamos haciendo cosas importantes. No me extraña que te preocupes por tu hijo, Luz. Para percibir lo sublime de la naturaleza, para ver las postales que nos rodean y crean un tabique a nuestro alrededor, voy a dejarme llevar por David. Me gusta mucho.
Será difícil disfrutar de la belleza de cañones y enebrales sabiendo que, a pocos kilómetros, casi al lado, están las fosas. Las abiertas y las nuevas que hemos venido a documentar: a los asesinados la hermosura del entorno se les quedaría congelada en la retina como una burla. Cuando intento hablar con la gente de Azafrán, nuestras conversaciones no son demasiado largas. Algunos me miran la pierna y, acaso por miedo a la proverbial furia de las cojas o por compasión, están a punto de abrirse. Quién sabe si tendré que usar mi pierna enferma como táctica. Ponerla encima de la mesa para estimular la tertulia y la confesión del secreto. La enunciación de las sospechas.
No voy a insistir en el ambiente, que tú ya conocerás bien, de los pueblos mesetarios, pero sí me gustaría contarte la impresión que me provocó atravesar la puerta del número uno de la avenida –es un decir– Caídos de la División Azul, que recorre Azafrán, de este a oeste. En paralelo y perpendicular, retículas de calles con el nombre de generales franquistas. Carniceros y carniceritos. Como si no hubiese pasado el tiempo y la conciliación solo se pudiese producir olvidando masacres y crímenes pero sin borrar de las fachadas de las iglesias los nombres de los caídos por Dios y por España. La onomástica vencedora. «Para qué», me espetan algunos con una memoria selectiva que llena de sentido, más allá de mis penurias sentimentales, este viaje difícil hacia los pasados rotos. «Pues anda, hija, que no hay otras cosas más urgentes en las que gastar dinero.» Me lo dicen mujeres que van a misa y alargan la primera a de anda y la i de hija de un modo casi ofensivo para mi oreja capitalina y clasista. A veces me gustaría ser alemana. De cualquier país menos de este. Y no, no me hables de las bondades del clima ni del jamón serrano ni de los triunfos deportivos. De lo variados que son nuestros paisajes y de lo mucho que nos sabemos divertir. Somos tan disfrutones. Tan dicharacheros. Tenemos tan buen humor. Yo hoy quiero ser de Núremberg o de Colonia. De Stuttgart. Una berlinesa que se detiene cuando pasa al lado del cementerio judío, o junto a la estatua de Marx y Engels, que posan como un matrimonio, muy cerca del Rathaus.
No me hagas caso, Luz. En realidad, yo solo quería contarte lo que me pasó al llegar a esta casa por primera vez. La imagen de David, del abuelo Jesús, Analía y Samuel, Luis y Paquita, su mujer, el tío Fausto... Pero se me está haciendo tarde. He quedado en la biblioteca municipal para entrevistar a personas que vienen de otros pueblos de la comarca. Nos dan noticia de sus familiares desaparecidos. Estos, a diferencia de los azufreños, hablan por los codos. Los azufreños viven en un pueblo-cementerio, en una siniestra planta de reciclaje. Algunos dicen: «Este es mi pueblo», pero no es su pueblo sino su escenario. Les queda aquí una tía abuela, hilacha del tapiz familiar, pero insisten con necesidad de pertenencia un tanto idiota: «Este es mi pueblo.» Los de aquí a estos amantes obcecados de la tierra chica los llaman forasteros. Creen que su futuro está en el turismo, por eso tratan a los forasteros con cierta adulación y magnifican sus parentelas lejanas: «Claro, claro, tú eres el de Adelita, anda, hijo, que no te he visto yo hacerte brechas cuando eras un crío. Parecías un pato mareao. Qué majo.» Los que no son de Azafrán, pero intuyen que algo suyo se ha quedado debajo de esta tierra, quieren recuperar su pasado y seguir. Por debajo de la alfombrilla o del trapo que evita el desgaste del terciopelo del sofá, de la tela pintada para la representación del día de Reyes, aparece la hez, el cuerpo envejecido, el esqueleto atrapado entre las maderas de la tramoya.
Otra compañera de la asociación, Rosa, y yo estudiaremos cartas, papeles y fotos. Estamos involucradas en un proyecto fotográfico para nombrar los traumas y trazar los itinerarios por los que deambulan los muertos: las familias que reclaman osamentas, esqueletos, cadáveres, el polvo de sus desaparecidos, se fotografían con el retrato enmarcado del ausente. Siga la línea de puntos y/o rellene el fondo para descubrir la silueta. Valore el vacío en toda su magnitud. Los parientes se ponen sus mejores galas. La persona más vieja o la que tendría un vínculo más directo con el desaparecido sostiene la foto como una reliquia. Posan con seriedad. Las mujeres se pintan los labios y los hombres lucen estrellas rojas de cinco puntas o banderas republicanas en la solapa. Otros se ponen el chándal. Los comedores suelen ser modestos. Estas personas son las que a veces nos traen ropa para que la olfateemos como perros cazadores que dan con la pieza abatida. La esperanza adopta formas muy extravagantes; a menudo se ahorma en las series de la televisión. Braña-Alcañiz, Rosa y yo misma sospechamos que, además de la fosa abierta, en la que están apareciendo gafas, casquillos y monedas de curso legal en el año treinta y seis, incluso restos humanos que ya están siendo clasificados y puestos en orden por los paleontólogos, debe de haber al menos otra fosa muy cerca de aquí. Ya sabes, Luz, que lo mío son los números y los números no cuadran. Son demasiadas las familias que reclaman cuerpos. La fosa abierta se compone de dos zanjas ni tan largas ni tan profundas como para albergar una cifra tan elevada de cadáveres. Calculamos que aquí estarán amontonadas quince, como mucho veinte personas asesinadas. Y son más los familiares que reclaman a los padres, hermanos ausentes. A sus madres y a sus intrépidas hermanas.
Ya te iré contando, querida Luz. Nunca hubiese pensado que tú y yo haríamos tan buenas migas ni croquetas tan sabrosas. Un beso.
Paula
P. D. ¿Sigues sin fumar? No sé si creérmelo. Soy una escéptica.
Paula entró por la puerta equivocada. El bar por el que se accedía al hotelucho estaba cerrado, pero ella no podía quedarse bajo el pleno sol de una tórrida sobremesa veraniega. «Cerrado por celebración familiar». En la reja, un candadito. Los hombres del pueblo bebían en otros bares. A Paula le había llamado la atención que hubiese tantos en una localidad de dimensiones minúsculas, con su calle principal y dos paralelas, tal vez tres, arriba y abajo... Su facilidad para el cálculo a ojo la había llevado a concluir que en Azafrán no habría viviendas para más de setecientas personas, a las que tendríamos que sumar los habitantes de las urbanizacionescolmena. Aunque Paula dudaba de que esas casitas estuviesen ocupadas durante todo el año. Poca gente, y en su caminata desde la plaza del ayuntamiento hasta el hotel ya había contado, al menos, cuatro o cinco bares, un supermercado hediondo, una farmacia, una panadería, una casa rural... Por detrás de la avenida de los Caídos de la División Azul, entre las rendijas de las callejas, atisbó un frontón y un parque infantil. Un viejo depósito de grano reconvertido en obra de arte rústico. Un lavadero. Más allá, caminos terrosos hacia las cochiqueras, los comederos donde se cebaba a los bóvidos y pinares de color verde oscuro. Sol de justicia.
Había otra puerta. Paula dedujo que sería la de la vivienda de los dueños. Buscó un timbre, pero no lo encontró y, al llamar con los nudillos, la puerta se abrió sola hacia un zaguán y un pasillo, casi sin luz, que desembocaba en un arco de medio punto cegado por un gran portón de madera tras el que posiblemente se ocultaba una sala. Paula entornó los párpados para acostumbrarse a la falta de luz –ya lo había hecho al intentar escudriñar a través de las persianillas verduzcas– y anduvo, como espeleóloga, por la grieta que se le había ofrecido mágicamente. El Sésamo abierto de patas. La hendidura. El gran higo oscuro. Mientras avanzaba, sintió que, en lugar de caminar sobre la línea horizontal de la tarima, estaba iniciando un descenso. Su percepción era ilusoria, pero el espejismo le producía vértigo y, con las uñas, casi se aferró a las paredes. Trampantojo. Paula a menudo recordaba el gorgonzola picante y su viaje de novios a Milán con Zarco: habían visitado el infantil trampantojo de la iglesia de San Sátiro, santo milanés con oportunísimo nombre de pila. «Fuchi, Zarco», pensaría Paula aguzando el oído para tratar de percibir alguna voz entre la espesura de aquella oscuridad fresca que tampoco olía demasiado bien. Nada olía demasiado bien en este pueblo con nombre de especiero. Colorante. Arroz amarillo. Con cada bocanada de aire se le depositaba en los bronquios una capa fina de plumón. «¿Hola, hola?», susurró sin poder quitarse de la cabeza el pálpito macabro de su propio descuartizamiento. La fantástica imagen de alguien que se le acercaba por detrás y le ponía una bolsa de plástico en la cabeza para provocarle un colapso y asfixiarla. Paula siguió avanzando. Su racionalidad le secaba la boca, «¿Hola, hola?», y buscaba un rescoldo de luz. Las puertas entornadas, a su izquierda, le permitieron identificar una cocina imprevisible, con todos los avances tecnológicos: microondas, horno, vitrocerámica, lavadora, lavaplatos, gran isla central y campana extractora de humos. Muebles lacados en blanco marfil. Incluso un robot de cocina. A su derecha, a través de una puertecita de cristal que tamizaba los rayos del sol con espesos estores rojizos, Paula descubrió el acceso a un jardín. La intrusa separó del cristal los estores, abrió una rendija y comprobó que el jardín era una rosaleda de lánguidas rosas rosadas, rosas blancas y rojas que, esta vez, le hicieron experimentar una ilusión acústica: «¡Que le corten la cabeza!» Paula se tocó el nacimiento del pelo a la altura del cogote y se apartó de la ventana. No paró de sonreír has...

Índice

  1. Portada
  2. Con nuestros tirachinas (lea despacio)
  3. 1. Azafrán (Epistolario mutante)
  4. Asesinos que ganan (lea despacio)
  5. 2. Poltergeist (Nana de tórtolas)
  6. Colorado, siempre colorado (lea despacio)
  7. 3. Estabulación (Tratado para pieles delicadas)
  8. Monolito Blues (lea despacio)
  9. Agradecimientos
  10. Créditos