El restaurante del fin del mundo
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El restaurante del fin del mundo

Douglas Adams, Benito Gómez Ibáñez

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  1. 208 páginas
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El restaurante del fin del mundo

Douglas Adams, Benito Gómez Ibáñez

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Armados de la Guía del autoestopista galáctico, los protagonistas del libro más divertido que se recuerda continúan sus disparatadas aventuras, que les conducirán al asombroso Restaurante del Fin del Mundo. En esta segunda entrega de la «trilogía en cinco partes» de Douglas Adams (que gracias a las paradojas espaciales permite ser leída en cualquier orden), Ford Prefect, Arthur Dent, Trillian, Zaphod Beeblebrox y Marvin, el Androide Paranoide, se enfrentan a una tetera automática de la que sólo mana un líquido asqueroso, al planeta condenado porque sus habitantes se empeñaron en tener más zapaterías de la cuenta, a un olvidado transporte espacial cuyos pasajeros, debido a toda clase de estúpidos retrasos, llevan novecientos años esperando que la nave arranque y, luego, al Restaurante del Fin del Mundo, situado en el momento del tiempo en el que el universo entero llega a su estrepitoso final: un inusitado número de cabaret, amenizado por la música ligera de la orquesta del restaurante. No termina ahí su odisea, porque a continuación viven otra aventura que les revelará el verdadero origen de la especie humana: una pandilla de ejecutivos de poca monta que fueron expulsados de su planeta por indeseables.

Douglas Adams vuelve a explorar las posibilidades hilarantes de la ciencia ficción, pero tomando también como base la tradición del humor de Lewis Carroll, que le permite inventar espacios impensables, objetos charlatanes y paisajes pintorescamente absurdos.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433938633
Categoría
Literatura

1

Resumen de lo publicado:
Al principio se creó el Universo.
Eso hizo que se enfadara mucha gente, y la mayoría lo consideró un error.
Muchas razas mantienen la creencia de que lo creó alguna especie de dios, aunque los jatravártidos de Viltvodle VI creen que todo el Universo surgió de un estornudo de la nariz de un ser llamado Gran Arklopoplético Verde.
Los jatravártidos, que viven en continuo miedo del momento que llaman «La llegada del gran pañuelo blanco», son pequeñas criaturas de color azul y, como poseen más de cincuenta brazos cada una, constituyen la única raza de la historia que ha inventado el pulverizador desodorante antes que la rueda.
Sin embargo, y prescindiendo de Viltvodle VI, la teoría del Gran Arklopoplético Verde no es generalmente aceptada, y como el Universo es un lugar tan incomprensible, constantemente se están buscando otras explicaciones.
Por ejemplo, una raza de seres hiperinteligentes y pandimensionales construyeron en una ocasión un gigantesco superordenador llamado Pensamiento Profundo para calcular de una vez por todas la Respuesta a la Pregunta Última de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.
Durante siete millones y medio de años, Pensamiento Profundo ordenó y calculó, y al fin anunció que la respuesta definitiva era Cuarenta y dos; de manera que hubo de construirse otro ordenador, mucho mayor, para averiguar cuál era la pregunta verdadera.
Y tal ordenador, al que se le dio el nombre de Tierra, era tan enorme, que con frecuencia se le tomaba por un planeta, sobre todo por parte de los extraños seres simiescos que vagaban por su superficie, enteramente ignorantes de que no eran más que una parte del gigantesco programa del ordenador.
Cosa muy rara, porque sin esa información tan sencilla y evidente, ninguno de los acontecimientos producidos sobre la Tierra podría tener el más mínimo sentido.
Lamentablemente, sin embargo, poco antes de la lectura de datos, la Tierra fue inesperadamente demolida por los vogones con el fin, según afirmaron, de dar paso a una vía de circunvalación; y de ese modo se perdió para siempre toda esperanza de descubrir el sentido de la vida.
O eso parecía.
Sobrevivieron dos de aquellas criaturas extrañas, semejantes a los monos.
Arthur Dent se escapó en el último momento porque de pronto resultó que un viejo amigo suyo, Ford Prefect, procedía de un planeta pequeño situado en las cercanías de Betelgeuse y no de Guildford, tal como había manifestado hasta entonces; y, además, conocía la manera de que le subieran en platillos volantes.
Tricia McMillan, o Trillian, se había fugado del planeta seis meses antes con Zaphod Beeblebrox, por entonces presidente de la Galaxia.
Dos supervivientes.
Son todo lo que queda del mayor experimento jamás concebido: averiguar la Pregunta Última y la Respuesta Última de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.
Y a menos de setecientos cincuenta mil kilómetros del punto donde su nave espacial deriva perezosamente por la impenetrable negrura del espacio, una nave vogona avanza despacio hacia ellos.

2

Como todas las naves vogonas, aquélla no parecía responder a un diseño, sino a una súbita coagulación. Los deformes edificios y protuberancias amarillas que sobresalían en ángulos desagradables, habrían desfigurado el aspecto de la mayoría de las naves, pero en este caso era lamentablemente imposible. Se han divisado cosas más feas en el firmamento, pero no por testigos de confianza.
En realidad, para ver algo mucho más feo que una nave vogona habría que entrar en una y mirar a un vogón. No obstante, eso es precisamente lo que evitaría cualquier ser prudente, porque el vogón común no lo pensará dos veces para hacerle a uno algo tan increíblemente horrible que se desearía no haber nacido; o, si se es un pensador más clarividente, que el vogón no hubiera nacido.
De hecho, el vogón común ni siquiera lo pensaría una sola vez, probablemente. Son criaturas estúpidas, obstinadas, de mentalidad deformada, y desde luego no tienen disposición para pensar. Un examen anatómico de los vogones revela que en un principio su cerebro era un hígado dispéptico, muy amorfo y mal situado. Por tanto, lo mejor que puede decirse en su beneficio es que saben lo que les gusta; eso generalmente entraña el hacer daño a la gente y, siempre que sea posible, enfadarse mucho.
Algo que no les gusta es dejar un trabajo sin acabar, en especial a este vogón, y en particular –por varias razones– este trabajo.
Tal vogón era el capitán Prostetnic Vogon Jeltz, del Consejo Galáctico de Planificación Hiperespacial y responsable de los trabajos de demolición del supuesto «planeta» Tierra.
Torció el cuerpo, monumental y abominable, en su asiento estrecho e inadecuado, y miró fijamente a la pantalla del monitor, que no dejaba de proyectar la imagen de la astronave Corazón de Oro.
Poco le importaba que el Corazón de Oro, propulsado por su Energía de la Improbabilidad Infinita, fuese la nave más bella y revolucionaria que jamás se hubiera construido. La estética y la tecnología eran libros cerrados para él y, de estar en sus manos, también serían libros quemados y enterrados.
Aún le importaba menos el que Zaphod Beeblebrox estuviera a bordo. Zaphod Beeblebrox ya era ex presidente de la Galaxia, y aunque en aquellos momentos todo el cuerpo de la Policía galáctica le estuviera persiguiendo a él y a la nave que había robado, el vogón no tenía el menor interés en ello.
Tenía cosas más importantes que hacer.
Se ha dicho que los vogones no están por encima de los pequeños sobornos y de la corrupción, de la misma manera en que el mar no está por encima de las nubes, y esto resultaba particularmente cierto en el caso de Prostetnic, que cuando oía las palabras «integridad» o «rectitud moral» cogía el diccionario, y cuando oía el tintineo del dinero en grandes cantidades cogía el código legal y lo tiraba a la basura.
Al emprender de manera tan implacable la destrucción de la Tierra y de todo lo relacionado con ella, sobrepasó un poco las atribuciones de su deber profesional. Incluso existían ciertas dudas sobre si se construiría realmente la susodicha vía de circunvalación, pero ese asunto ya ha sido comentado.
Prostetnic soltó un repelente gruñido de satisfacción.
–Ordenador –graznó–, ponme con mi especialista cerebral.
Al cabo de unos segundos, el rostro de Gag Mediotroncho apareció en la pantalla con la sonrisa de aquel que se sabe a diez años luz de la cara del vogón a quien está mirando. En algún punto de la sonrisa había también un destello de ironía. Aunque Prostetnic se refería a él de manera invariable como «mi especialista cerebral particular», no había mucho cerebro que tratar, y en realidad era Mediotroncho quien contrataba al vogón. Le pagaba una enorme cantidad de dinero por realizar un trabajo verdaderamente sucio. Al ser uno de los psiquiatras más destacados y famosos de la Galaxia, Mediotroncho y un grupo de colegas se encontraban bien dispuestos a gastar muchísimo dinero en un momento en que todo el futuro de la psiquiatría podría verse amenazado.
–Bien –dijo–; hola, Prostetnic, mi capitán de los vogones, ¿qué tal nos encontramos hoy?
El capitán vogón le dijo que durante las últimas horas había flagelado a casi la mitad de su tripulación en un ejercicio disciplinario.
La sonrisa de Mediotroncho no tembló ni un instante.
–Bueno –repuso–, me parece que es un comportamiento absolutamente normal para un vogón, ¿sabes? Una canalización natural y saludable de los instintos agresivos en actos de violencia sin sentido.
–Eso es lo que dices siempre –rugió el vogón.
–Pues me sigue pareciendo que, para un psiquiatra, es un comportamiento enteramente normal –contestó Mediotroncho–. Bien. Es evidente que nuestras actitudes mentales están hoy perfectamente sincronizadas. Y dime, ¿qué noticias tienes de la misión?
–Hemos localizado la nave.
–¡Maravilloso –exclamó Mediotroncho–, estupendo! ¿Y los ocupantes?
–Está el terráqueo.
–¡Excelente! ¿Y...?
–Una hembra del mismo planeta. Son los únicos.
–Bien, bien –comentó Mediotroncho, rebosante de alegría–. ¿Quién más?
–Ese tal Prefect.
–¿...

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