Tercera parte Leonid
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La aeronave se dispone a despegar con el morro apuntando a las estrellas. El fuselaje tiene forma de gota metálica. La parte superior es amarilla y la panza es negra. La cola remata en campana, como un gran clarinete de latón. En los costados se suceden cuatro series de alas, de dimensiones crecientes. Las tres primeras son simples aletas estabilizadoras, la última es un ala de perfil biconvexo. Delante, una hélice de dos aspas largas y finas. Una voz sonora explica los detalles del vuelo:
–Usar un paracaídas no nos permite elegir el punto de aterrizaje y descender con un retromotor; como sugiere Tsiolkolvski, consume mucho más carburante que planear. Por eso, nuestro Friedrich Cander ha proyectado un cohete que asciende y aterriza como si fuera un aeroplano.
Bogdánov observa el prototipo a escala uno cien que cuelga del techo, pintado con galaxias. Denni, a su lado, escucha embelesada al orador, que expone a los visitantes las maravillas de la primera exposición mundial de aparatos y máquinas interplanetarios. El hombre lleva el pelo corto, de soldado, y una barba incipiente le mancha las mejillas. Tiene los ojos negros, melancólicos, de comisuras caídas. Su voz es la voz ya adulta de Moris Leiteisen, el niño que, en Kuókkala, después de cenar, irrumpía en la sala común y pedía que, como cuento de buenas noches, le hablaran del funcionamiento de los cohetes. La guerra se llevó a su padre y le hizo servir en aviación. Ahora trabaja en el sector de las comunicaciones espaciales y de cuando en cuando escribe a Bogdánov para preguntarle por la capacidad de un motor o alguna teoría del universo. Es como si aún estuvieran entre las paredes de Villa Vasa, recreándose en sus visiones.
–Cuando llega a las capas altas de la atmósfera, las alas se repliegan, la hélice se detiene y se pone en marcha el reactor, que impulsa el misil hasta que sale del campo gravitatorio terrestre. Como combustible, se aprovechan las partes del medio, que no sirven en esta etapa del vuelo y tampoco servirán a la vuelta, dado que pesará menos por el consumo de carburante. Placas, barras y aspas, fabricadas en una aleación de aluminio, arderán por reacción con oxígeno líquido vaporizado.
La novedad del invento entusiasma al público, los murmullos aumentan. Dos hombres vestidos con un mono extraño debaten sobre las ventajas de los propulsores híbridos. Una joven saca un cuaderno y hace cálculos con un lápiz. Detrás de ella se ve un retrato de Friedrich Cander que parece la imagen de un santo en un altar, en medio de piezas de aeronáutica y recortes de prensa, esquemas de motores y circuitos eléctricos, objetos cósmicos y planos de misiles, todo enmarcado y expuesto con la correspondiente etiqueta. Es una galería de arte del futuro.
–¡Vuestra tecnología está mucho más avanzada de lo que me imaginaba! –dice Denni en voz baja, asombrada–. Antes también nosotros llenábamos nuestras eteronaves con el combustible necesario para todo el viaje, pero luego descubrimos cómo enviar energía.
Bogdánov da un golpecito con el dedo a la hélice de una maqueta y la hace girar. «Enviar energía», curioso concepto. Como se envía una tarjeta de felicitación. Siempre es instructivo hablar de ciencia con quien no conoce los términos exactos, porque utiliza imágenes cotidianas, es decir, razona con sociomorfismos, y como, en el universo, todo está organizado según los mismos principios, no pocas veces capta semejanzas que la jerga especializada nos oculta.
–¿Quieres decir como hace el Sol, que envía su energía a la Tierra y calienta las cosas?
–¡No! –exclama Denni–. Quiero decir como enviamos la voz. Solo que las radiaciones han de tener una onda muy corta, de unos quince centímetros. Nosotros las usamos también para cocinar.
La cara de Denni rebosa entusiasmo. Hablar de su mundo fantástico la hace feliz. En el desierto afectivo que fue el orfanato, las novelas de ciencia ficción fueron un refugio. Debe de haber devorado todos los libros que caían en sus manos, no solo Estrella roja. Luego lo mezcló todo, creó Nacun y se fue a vivir allí. En lo único que se diferencia de Moris Leiteisen es en que él no quiso soñar solo. Tomó sus fantasías infantiles y las hizo compatibles con la experiencia colectiva, es decir, con la realidad. Denni no ha hecho eso, porque sus sueños deben seguir siendo privados, inaccesibles para los demás, un castillo de naipes inexpugnable. El deseo de conocer a su padre la ha obligado a salir de su mundo, pero, en lugar de adecuar su experiencia individual a la colectiva, trata desesperadamente de hacer lo contrario. Pobre chica. Ha sido una buena idea traerla a la muestra. Aquí puede conocer a personas que sueñan juntas. Debía clausurarse en junio, pero, en vista del éxito, la han prolongado. ¡Y pensar que no querían autorizarla! «Es prematuro hablar de viajes interplanetarios porque se crean falsas expectativas en las masas.» Los promotores son unos curiosos anarquistas vegetarianos. Regentan un restaurante y hacen precios especiales a creadores e inventores. Tienen tantos clientes que, con los ingresos de un mes, han podido financiar la muestra.
Denni observa una maqueta del andamio de acero que el estadounidense Goddard construyó para lanzar su famoso cohete de propulsores líquidos. En el panel se explica que era un tubo de hierro de un brazo de largo, que voló tres segundos y ascendió unos quince metros. La información está escrita en dos lenguas, ruso y esperanto, y después hay una serie de cifras y símbolos matemáticos:
x0 + 20 1√ – 5√12 − 3’ – 15%y + XV
–Hay un error –dice Denni, confusa–. Aquí dice que Goddard tiene el récord de altura de un cohete a reacción. «Récord» quiere decir mejor resultado, ¿no? No pueden ser quince metros.
Bogdánov le pide que lo siga:
–Ven, voy a presentarte a un amigo.
Leiteisen ha terminado y para hablar con él hay que hacer cola.
Detrás de Denni se ponen los del mono que debatían. Han dejado de hablar de propulsores y ahora tratan de su vestimenta, pensada para las estaciones soviéticas de Marte.
El hombre que los precede lleva una maceta en la que crece tímidamente una judía.
Cuando le llega el turno, se la ofrece a Leiteisen lleno de orgullo.
–Cultivo en cerrado –explica–, una forma de producir comida durante los viajes interplanetarios. En lugar de sol, he usado lámparas de vapor de mercurio, y, como sustrato, carbón desmenuzado, que es tres veces más ligero que la tierra.
Leiteisen observa la maceta por un lado y por otro con sincero interés. Repara en la palidez de las hojas, coge un puñado del humus prodigioso y lo examina.
–¿Y de abono?
–Excrementos –contesta como iluminado el inventor–. Míos, de mi familia y de cuatro vecinos. El mismo número de personas que componen la tripulación de un cohete. Sin agua, solo orina.
Leiteisen hace una mueca y suelta la especie de papilla negra que estaba examinando. La maceta vuelve a los brazos de su propietario, que la recibe como si fuera un cachorro al que hubiera que cuidar.
Se despide emocionado y entrega a Leiteisen una tarjeta de visita para que lo llamen cuando haya que instalar invernaderos en la siguiente astronave que parta al espacio.
Le toca a Bogdánov. Tiende la mano pero Leiteisen se limpia los dedos en los pantalones y le da un abrazo, para su sorpresa.
–No esperaba que viniera. ¿Qué le parece la muestra?
–La parte científica es asombrosa –lo felicita Bogdánov–. Están los mejores proyectos. Pero la sección literaria es un poco pobre, solo Verne y Wells...
–Tiene razón, deberíamos haber incluido a Bogdánov –replica Leiteisen con malicia.
–Te presento a Denni –dice Bogdánov, para que la joven participe–. Es hija de Leonid Voloch. ¿Te acuerdas de él? Era un camarada de la época de Kuókkala.
–El nombre me suena. –Pausa–. ¿No era aquel impresor de Kaluga que se sabía todos los cuentos de Poe?
–No, era un obrero de San Petersburgo. Pero no importa. Denni es mi huésped en Moscú, se queda unos meses y no conoce a nadie. Quería presentárosla, creo que le gustaría asistir a las reuniones de vuestro grupo. Es una lectora apasionada de libros de viajes espaciales y hace un momento, mientras usted hablaba, me ha hecho una observación a propósito del carburante.
La muchacha entiende que le toca intervenir:
–Mientras tengáis que almacenar todo el carburante que se necesita para el viaje, no iréis muy lejos –dice de un tirón.
–¡Ah, claro! –exclama Leiteisen con mucho énfasis, como se hace cuando se felicita a un niño por descubrir una verdad sabida–. Precisamente estas semanas estamos desarrollando Cander y yo un sistema de espejos que concentre la energía del sol y la transforme en combustible.
Denni se muerde los labios, como si quisieran decir algo contra su voluntad.
–Una vela funcionaría mejor –suelta al final–. Y no habría necesidad de transformar la energía.
–¿Una vela? ¿Y con qué se inflaría? ¡En el espacio no hay viento!
–Una vela para el sol. Si una gran superficie absorbe la luz por un lado y la refleja por el otro, se crea una diferencia de presión y por tanto un impulso. Pero como no siempre hay un sol a mano, es mejor aprovechar la energía de la nada. Está en todas partes. El espacio vacío está lleno de ella.
Leiteisen oye la noticia enarcando las cejas. Su paciencia es admirable. Los espejismos de los cosmófilos y misilistas son su pan de cada día. De palabra, todos los científicos concuerdan en la necesidad de divulgar los progresos de su disciplina, pero pocos son capaces de hacerlo sin sentar cátedra, reforzando la barrera que dicen querer derribar.
–¿El vacío está lleno? –pregunta con el mismo interés que tenía cuando era niño.
–Exactamente –explica Denni–, pero no es fácil darse cuenta, porque es como un sonido que tenemos en los oídos desde que nacemos. Pero aquí en mi puño hay bastante energía para hacer hervir todos los ríos de Rusia. Solo hay que saber capturarla.
–Muy interesante. Si vienes a nuestras reuniones, me gustaría hablar del tema. Ahora, si me perdonáis...
Bogdánov se vuelve, hay ya esperando otras cinco personas, que llevan rollos de papel bajo el brazo, maquetas de cohetes, libros, cuadernos y misteriosas cajas de hojalata. Da las gracias, se despide e invita a Denni a que se aparte dándole un empujoncito en la espalda. Y mientras se alejan oyen retazos de conversación sobre melonitas detonadas en aire comprimido, los meses que se necesitan para llegar a Venus y el peso ideal del misil que pronto orbitará en torno a la Tierra.
En un cuarto contiguo hay tres grandes carteles en los que se lee un poema. El primero está en ruso, el segundo en esperanto y en el tercero figura la habitual serie de cifras y símbolos matemáticos. El poema se titula: «Al inventor.» El autor es un tal Serguévich, al que...